La violencia sostenida, una amenaza a la existencia de la nación

Foto tomada de Internet.

La violencia es un acto agresivo ejercido por individuos, grupos o instituciones contra otros o contra sí mismos de forma verbal, psíquica o física, doméstica o pública, nacional o internacional. Desde sus manifestaciones más simples hasta las más tenebrosas constituye la peor amenaza para la existencia de la especie humana.

Su pluralidad y magnitud son características del género humano. Raras veces los animales matan a otros de su misma clase que no sea por razones de supervivencia; mientras cada persona, hombre o mujer, alberga potencialmente impulsos que pueden conducir al suicidio, al asesinato, a la tortura o a la guerra.

El patriota y filósofo indio, Mahatma Gandhi, decía que: “la violencia del Estado es mucho más peligrosa que la privada, porque se presenta con el ropaje de acción protectora”. A ello hay que añadir que los Estados totalitarios, por su poder y naturaleza, constituyen una fuente de violencia mayor que la privada.

La violencia arribó a Cuba con la conquista-colonización. Tomó sus primeras víctimas entre los aborígenes, se multiplicó con el sistema esclavista, los ataques de corsarios y piratas, el bandolerismo que azotó nuestros campos y con las guerras independentistas. Reverdeció en la República con la lucha por la silla presidencial, el terrorismo, la Revolución del 30, el pandillerismo y los golpes militares. Emergió nuevamente después de 1959 con la revolución y la contrarrevolución, las actividades bélicas en otras regiones del mundo, los actos de repudio, la terminología militar en todas las esferas hasta desembocar en la batalla de ideas. Se ha manifestado históricamente en la intransigencia del todo o nada con machete o revólver por medio y en las disyuntivas libertad o muerte, patria o muerte y socialismo o muerte, todo lo cual conformó una herencia cultural presente en la represión del Estado cubano contra su pueblo.

El siglo XX cubano muestra un ciclo repetitivo, que con excepción de los pocos momentos en que se respetó la institucionalidad, consta de cuatro momentos: arribo al poder, intenciones de no abandonarlo, respuesta violenta de los opositores, y después de grandes pérdidas humanas y materiales, el regreso al punto de partida. Lo peculiar de ese ciclo ha sido el regreso al pasado.

El primero: Aunque la Constitución de 1901 establecía la posibilidad de repetir una vez el mandato presidencial de cuatro años, la intención de hacerlo fue funesta. Tomás Estrada Palma, presidente entre 1902 y 1906 –el más honrado de los mandatarios cubanos– al tomar la decisión de reelegirse desencadenó la Guerrita de Agosto de 1906. Mario García Menocal, al culminar su mandato presidencial de 1913 a 1917, anunció la intención de continuar cuatro años más, provocando con ello la rebelión conocida por la Chambelona. En 1927, la decisión de Gerardo Machado de repetir su mandato iniciado en 1925 y prolongarlo de cuatro a seis años, provocó la Revolución del 30. Los tres provenían de la Guerra de Independencia, de un contexto de violencia, mientras sus oponentes procedían de la misma raíz o de las asociaciones que eligieron esa vía para derribarlo.

El segundo: Entre 1933 y 1940 Cuba vivió nuevamente un período de inestabilidad política cargada de hechos violentos, que gracias a la amnistía decretada por el gobierno de Federico Laredo y otras medidas conciliadoras desembocó en las elecciones a delegados de la asamblea constituyente que promulgó la Constitución de 1940, dando paso a la elección consecutiva de tres presidentes mediante elecciones democráticas. Sin embargo, los tres mandatarios electos: Fulgencio Batista y Zaldívar, Ramón Grau San Martín y Carlos Prío Socarrás, así como la casi totalidad de los políticos de ese período, procedían bien del Ejército, bien de organizaciones como el Directorio Estudiantil de 1930 y de otras que asumieron la violencia como método para la solución de los conflictos.

El tercero: El Golpe de Estado de 1952, efecto nocivo de la violencia precedente, rompió el orden constitucional inaugurado con la Constitución de 1940, lo cual condujo entonces al predominio de la violencia revolucionaria. El 26 de julio de 1953, día del asalto a los cuarteles de Santiago de Cuba y de Bayamo, fue uno de los resultados del empleo de la violencia para dirimir los conflictos políticos.

En los tres momentos los presidentes electos o impuestos y la gran mayoría de los políticos que tomaron parte en ellos, emergieron de contextos caracterizados por la violencia.

Lo peculiar de ese proceso fue que, después de los intentos de reelección de Estrada Palma y de Menocal, el país regresó al cauce democrático. Con Machado las protestas se convirtieron en la Revolución del 30 que lo sacó del poder, mientras con el Golpe militar de Batista en 1952 la revolución no solo lo sacó del poder, sino que derogó definitivamente el orden constitucional instaurado y en su lugar creó otro a partir de la revolución como fuente de derecho. Esa espiral nos alerta acerca que un nuevo episodio matizado por la violencia, pudiera ser definitivo para la existencia de Cuba como nación.

Dos hechos separados en el tiempo por 60 años confirman lo anterior:

En mayo de 1962, en El Cano, Marianao, un grupo de hombres que jugaban a los dados, a la voz de alto de una patrulla militar se echaron a correr y fueron baleados con el saldo de 1 muerto, 2 heridos y varios detenidos. En protesta el pueblo cerró sus comercios, colocó cintas negras en las puertas de las casas y realizó un prolongado toque de cazuelas. Al día siguiente el Ejército ocupó el pueblo, confiscó los comercios, arrestó a los propietarios y unos días después el Cano fue declarado “Primer pueblo socialista de Cuba”.

Quince meses después de la brutal represión de julio de 2021 contra la mayor protesta popular de la historia de Cuba, en un solo mes, octubre de 2022, tuvieron lugar 589 protestas públicas y se repitieron 398 acciones represivas, lo que demuestra el empleo sostenido de la violencia por el Estado.

Esos dos hechos, entre otros muchos, constituyen la más irrefutable prueba de que la violencia genera violencia, que toda revolución precisa de ella y por tanto, para mantener el poder, tiene que continuar empleándola; un peligro que Gonzalo Arias1, en su libro Proyecto político de la no violencia, lo resumió en que “Si la humanidad no quiere desaparecer hay que descartar la fuerza bruta y confiar más en las cualidades espirituales. No hay, pues, “coexistencia posible entre la violencia organizada del Estado y la libertad del individuo”2.

En la Cuba posterior a 1959, primero el voluntarismo, la arbitrariedad y el desconocimiento; luego el empecinamiento y la soberbia; finalmente la responsabilidad contraída con todo lo ocurrido; unido a los intereses creados en tan largo período de tiempo y el miedo ante los cambios, ha determinado la incapacidad del poder actual para sacar al país de la crisis que generó. Por ello acude una y otra vez al empleo de la violencia.

En la República, Cosme de la Torriente y Peraza3, convencido de lo inútil de la violencia para fundar pueblos y conformar naciones, encaminó sus pasos hacia la conciliación y el diálogo como cimientos ético-culturales de la acción política. Gustavo Pittaluga, médico italiano radicado en España, que emigró a Cuba en 1937, en su obra Diálogos del destino, demostró que “la violencia es el signo precursor del destino de Cuba, por lo cual insistía en que la solución de los conflictos solo se podría alcanzar desde la política y el entendimiento.

En La rebelión de las masas, al referirse a las multitudes que se incorporan impetuosamente como sujeto de cambios sociales, decía José Ortega y Gasset:”puede, en efecto, ser tránsito a una nueva y sin par organización de la humanidad, pero también puede ser una catástrofe en el destino de lo humano. No hay razón para negar la realidad del progreso, pero es preciso corregir la noción que cree seguro este progreso”. Y añadía: “Todo, todo, es posible en la historia –lo mismo el progreso triunfal e indefinido que la periódica regresión”.4

Por su origen la violencia parece responder a la tendencia innata de toda materia viviente a crecer y a dominar la vida. Cuando esa tendencia en los humanos se ve obstaculizada en su desarrollo genera frustraciones que pueden conducir a la violencia en dependencia de la personalidad del sujeto. La experiencia ha demostrado fehacientemente que la represión de las conductas agresivas es insuficiente mediante normas jurídicas y/o por el empleo de una mayor violencia: porque una vez incubada la violencia adquiere autonomía y crece incontrolablemente por doquier de forma similar a los tumores malignos; un mal potenciado en los países donde la ausencia de derechos y libertades cierra el paso a las soluciones civilizadas.

Ante esa fatídica realidad, la sociedad amenazada tiene solamente dos opciones: destruir el virus portador o resignarse a ser destruida; empeño en el cual al menos hasta donde ha transitado la historia, el único antídoto probado con eficiencia es la conducta ética sustentada en el principio del amor al prójimo.

En el Nuevo Testamento, la Primera Epístola de Pablo dirigida a los corintios contiene un valioso antídoto de la violencia y fundamento del amor, que sintetizado se puede expresar más o menos así: Si no tengo amor nada soy. El amor es sufrido, es benigno; no tiene envidia, no es jactancioso, no se envanece. […] El amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.

Ante el empeoramiento de la crisis estructural en que Cuba está sumida desde la economía hasta la espiritualidad y la negativa gubernamental a implementar una reforma dirigida a sustituir el sistema vigente, una salida violenta, donde no habrá ganadores, podría ser el último capítulo de la nación cubana. De ahí el reto y la responsabilidad de todos, gobernantes y gobernados, de asumir conductas cívicas para salvar la nación y salvarnos nosotros.

Referencias

[1] Gonzalo Arias, pionero en España de la no-violencia. Autor de los encartados; novela con la que se dio a conocer en 1968.

2 Gonzalo Arias. Proyecto político de la no violencia. Madrid: Nueva Utopía, 1995, p. 74.

3 Cosme de la Torriente y Peraza (1872-1956), licenciado en Filosofía y Letras, y en Derecho, Coronel del Ejército Libertador, Delegado a la Asamblea Constituyente de la Yaya, Magistrado y Senador, Encargado de Negocios y Embajador de Cuba en Madrid, primer Embajador de Cuba en Washington, representante de Cuba en la Liga de las Naciones y presidente de la Sociedad de Amigos de la República. Una de las pocas figuras nacionales que entendió la política como servicio y que transitó de la violencia al diálogo. Encabezó el Diálogo Cívico dirigido a retomar el camino de la constitucionalidad después del Golpe de Estado de 1952.

4 José Ortega y Gasset. La rebelión de las masas. El País. Clásicos del siglo XX. Madrid. 2002, pp.119-120.

 

 


  • Dimas Cecilio Castellanos Martí (Jiguaní, 1943).
  • Reside en La Habana desde 1967.
  • Licenciado en Ciencias Políticas en la Universidad de La Habana (1975), Diplomado en Ciencias de la Información (1983-1985), Licenciado en Estudios Bíblicos y Teológicos (2006).
  • Trabajó como profesor de cursos regulares y de postgrados de filosofía marxista en la Facultad de Agronomía de la Universidad de La Habana (1976-1977) y como especialista en Información Científica en el Instituto Superior de Ciencias Agropecuarias de La Habana (1977-1992).
  • Primer premio del concurso convocado por Solidaridad de Trabajadores Cubanos, en el año 2003.
  • Es Miembro de la Junta Directiva del Instituto de Estudios Cubanos con sede en la Florida.
  • Miembro del Consejo Académico del Centro de Estudios Convivencia (CEC).

 

Scroll al inicio