Una de las metas de la persona humana, si no la primera, es la búsqueda constante de la verdad. Algunos dicen que la verdad es relativa, dependiente del prisma con que se mire, acomodada al filtro que se le ponga, y que siempre sale a flote. Temer a la verdad es incurrir en un problema mayor que es atentar contra ella. Así sucede desde tiempos inmemoriales en el plano personal y en el ámbito social. La búsqueda y defensa de la verdad siempre fue para los primeros religiosos, filósofos, científicos y estudiosos del comportamiento humano, el objeto constante de sus investigaciones, el fundamento principal para establecer sus tesis y enseñanzas. Para los creyentes, la Revelación divina nos demuestra la verdad encarnada como camino a la salvación.
Por estos días, leyendo la Carta Apostólica del Papa Francisco con motivo del cuarto centenario del nacimiento de Blaise Pascal, titulada “La sublimidad y la miseria del hombre”, me he sentido motivado a escribir sobre la verdad, la que cuesta y la que duele, pero la única auténtica y la única que nos libera.
Pascal ha sido más conocido por sus estudios en el campo de la matemática y la física, pero muy poco se aborda, al menos en programas y currículos cubanos, sobre sus aportes en teología y filosofía. Su conversión al catolicismo y sus implicaciones en el siglo XVII en el que se desarrolla son un ejemplo fehaciente de la importancia del encuentro entre la fe y la razón, y de la posibilidad real de no tener que divorciar la ciencia y la verdad de las cuestiones más espirituales y trascendentes del hombre.
En la persona de este estudioso francés podemos encontrar algunos puntos esenciales en el escabroso camino no solo de la búsqueda de la verdad, sino también de la vivencia y el compromiso con la verdad.
El primer punto esencial está en compartirnos que la búsqueda de la verdad no puede traducirse en el acomodamiento de la realidad a versiones personales. ¿Cuántas veces escuchamos la expresión “esta es mi verdad” o “yo sí sé la verdad porque fui protagonista”?
Es cierto que cada persona, de acuerdo a su conciencia bien formada, puede apropiarse de determinados elementos que le ayuden a construir su opinión y esa será su verdad, basada en lo que conoce, pero cerrar la puerta a la interacción con las demás miradas de la misma realidad es ensimismarse, aislarse y también, por qué no, llegar a equivocarse. Por otro lado, ser testigo presencial o protagonista no nos hace siempre valedores ni poseedores de la verdad. La naturaleza humana tiende a lo acomodaticio, a la adaptación de la realidad a lo que nuestro límite humano puede, y a veces solo hasta lo que quiere, o necesita procesar.
He ahí algunos de los sesgos en que cae la persona humana cuando se alza no como defensor y buscador incansable de la verdad, sino como poseedor o manipulador de ella.
La verdad es una y no se adecua al discurso oficial, ni al dirigente de turno, ni al partido en el poder, ni a la élite dominante, ni a la subjetividad de cada persona. En las relaciones sociales la búsqueda de la verdad es un ejercicio constante de quienes deben vivir al servicio de los demás, de todos. El llamado desde un cargo o puesto de nivel es precisamente ese: poner los dones y talentos a favor de la noble tarea de labrar, entre todos, un porvenir en la verdad. En las relaciones interpersonales, la verdad también es el requisito indispensable para el entendimiento, la confianza, la comprensión mutua. Es una fortaleza en las relaciones humanas, ya sean de pareja, de amistad o sencillamente para la cordialidad en la interacción persona – persona.
En segundo lugar, en la persona de Pascal podemos estudiar y entender la verdad como una inquietud innata de quien decide transitar ese camino. La búsqueda de la verdad viene a ser la dirección más importante en el tránsito de la vida. Así como el ser humano es intrínsecamente bueno, aunque con el lastre de la caída original que le inclina al mal uso de la libertad, es decir, hemos sido creados para el bien, también hemos sido creados para vivir en la verdad. Otra cosa bien distinta es cuando, en las interacciones con los demás, y en la sociedad en que nos desarrollamos, a ese componente innato se nos vienen a sumar, desde fuera de nosotros mismos, las deformaciones ajenas a la concepción original de la persona humana, creada a “imagen y semejanza de Dios”.
No ver bien las cosas o no quererlas ver bien, no buscar la verdad, analizarla, pensarla y repensarla para discernir nuestro comportamiento, puede conducir al acomodo de la realidad a nuestra conveniencia. Es el relativismo moral. Esto es complementario a lo que veíamos en el primer punto, que hace que no seamos capaces de elegir bien. La vida en la mentira degrada a la persona humana, deteriora la moral y nos puede convertir en instrumentos del mal. La verdad, aunque duela, siempre abre puertas, nunca estará orientada en el sentido de sepultar sino de elevar a la persona en su crecimiento humano integral. La verdad puede doler, pero a la larga sosiega. Puede molestar, pero reconstruye para edificar sobre pilares más sólidos. Puede no ser entendida en su momento, pero el tiempo se encarga de poner todo en su lugar. La síntesis que se logre entre verdad y razón es la única que perdura.
La tercera pincelada que he podido captar después de la lectura de esta carta apostólica es algo que, quien ha decidido ser humilde seguidor de Cristo y vivir el misterio de la fe encarnada, sobre todo inmerso en la realidad cubana, debe tener presente.
La vida en la verdad, así como está repleta de múltiples atracciones, se compone además de desencantos. Para no caer en esa “apertura asombrada a la realidad” debemos vivir dispuestos y en actitud de “apertura a otras dimensiones del conocimiento y de la existencia, apertura a la sociedad, apertura a la realidad”.
Para las personas de Iglesia es vivir el Evangelio en el corazón del mundo y para todos en general, desde la sociedad civil de la que formamos parte, es ser constructores de la justicia y de la paz con la verdad y el amor como bandera, en los ambientes de desarrollo personal y social.
En este punto es crucial volver a ponderar la influencia de la realidad en la búsqueda de la verdad. En sistemas cerrados, donde hasta la verdad, o primero la verdad, es el blanco de ataque del poder para mantener el control total social, debemos tener presente que “la realidad es superior a la idea” que nos hagamos de ella. La realidad es más rica que lo que las ideologías encierran en su corpus teórico.
La realidad es viva, dinámica, libre y compleja. La ideología es canon, rigidez y asegura como verdad un presupuesto teórico que a veces puede negar la riqueza o fortaleza que constituye la diversidad de la naturaleza humana.
En estos momentos que vive Cuba, en tiempos de oscuridad, donde el relativismo moral, la falta de sentido y de proyecto de vida, ningunean a la verdad y no la colocan en el centro de todo proceso, es válido recordar los siguientes presupuestos:
- La verdad debe ir unida a la caridad. Por muy fuerte que sea la verdad por la que luchamos, la verdad que enarbolamos o la verdad que recibimos como legado, no puede deslindarse del amor, del deseo de que esa misma verdad sea un recurso para vivir en el amor fortalecido por ella.
- La verdad debe ser la meta de una generación que cultive el respeto y la paciencia. Por sus propios efectos la verdad necesita respeto y, para su constante búsqueda, necesita paciencia.
- La verdad necesita pensamientos encarnados. Debemos tener cuidado con las utopías totalitarias, debemos reconocer que no somos seres aislados y evitar la autorreferencialidad para dar paso a la diversidad que es toda una riqueza.
- La verdad se nutre de la realidad y de la razón, de la humildad y de la valentía, de la conversión y de la caridad. La verdad no es cosa de monólogos, héroes solitarios o mesías terrenales.
- La verdad necesita una visión de conjunto, ver todos los principios engarzados, para dar paso a la libertad, que es el escalón siguiente e indispensable para la comprensión de todas las dimensiones humanas.
José Martí decía que “La palabra no es para encubrir la verdad, sino para decirla”. Ejerzamos entonces ese derecho con el que fuimos creados, para decir lo que pensamos y más que eso, actuar en consecuencia. Solo así será que la verdad nos hará verdaderamente libres.
Yoandy Izquierdo Toledo (Pinar del Río, 1987).
Licenciado en Microbiología.
Máster en Bioética por la Universidad Católica de Valencia y el Centro de Bioética Juan Pablo II.
Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia.
Responsable de Ediciones Convivencia.
Reside en Pinar del Río.