La UBPC, las 17 medidas y el Decreto-Ley 300: nueva forma y viejo contenido

Por Dimas Castellanos Martí
La ineficiencia generalizada en la agricultura condujo al gobierno cubano a dictar nuevas medidas, dirigidas esta vez al cooperativismo y a la entrega de tierras en usufructo.

Por Dimas Castellanos Martí
Foto: Jesuhadín Pérez Valdés.
Foto: Jesuhadín Pérez Valdés.
La ineficiencia generalizada en la agricultura condujo al gobierno cubano a dictar nuevas medidas, dirigidas esta vez al cooperativismo y a la entrega de tierras en usufructo. La comprensión del posible resultado de esas disposiciones nos remite al análisis de las causas que condujeron al fracaso sufrido en el intento de elevar la eficiencia de la producción conservando un cooperativismo ilegítimo y el monopolio de la propiedad agraria.
El cooperativismo, manifestación del carácter social del hombre, tuvo su manifestación moderna a mediados del siglo XIX, cuando en Inglaterra algunos tejedores fundaron la sociedad De los Probos Pioneros de Rochdale para el suministro de artículos de primera necesidad. Esa experiencia generalizada en varios países de Europa sufrió un salto cualitativo en 1895, cuando en un congreso internacional, celebrado en Londres, se creó la Alianza Cooperativa Internacional (ACI). Un siglo después, en el congreso de 1995 realizado en Manchester, la ACI definió el concepto de cooperativa como una asociación autónoma de personas que se unen voluntariamente para hacer frente a sus necesidades y aspiraciones económicas, sociales y culturales por medio de una empresa de propiedad conjunta, con una estructura democrática donde cada asociado tiene derecho a un voto, las decisiones se toman por mayoría, y cuentan con una dirección electiva y un reparto equitativo, distributivo y proporcional de los excedentes.
En Cuba, después que España declaró toda la tierra realenga, comenzó una distribución entre los colonizadores que generó grandes latifundios ganaderos, los cuales, debido al nacimiento y avance de la pequeña y mediana propiedad, se fueron dividiendo. Ese proceso de diversificación se aceleró con el crecimiento de la industria azucarera. Ya a fines del siglo XIX la demanda de caña de los grandes centrales azucareros introdujo la competencia, provocando el resurgimiento del latifundismo, ahora azucarero. Como resultado de esas transformaciones el proceso de diversificación de la propiedad iniciado en el siglo XVI giró hacia la concentración y al despojo de cientos de miles de pequeños propietarios, lo que explica el por qué en Cuba, a diferencia de las mayoría de los países, la cooperativización agrícola no fue significativa.
Resultado del proceso, descrito antes de 1959 quedaban en Cuba unos cien mil propietarios de tierra, a los que se unieron otros cien mil que la Revolución les entregó títulos de propiedad con la Primera Ley de Reforma Agraria en 1959, pero en vez de parcelar los grandes latifundios, lo que hubiera creado un campesinado mucho más numeroso, el Gobierno concentró el 40,2% de la propiedad y los trabajadores de esas tierras se convirtieron en trabajadores asalariados del Estado.
La idea del cooperativismo tomó fuerza como resultado del voluntarismo de los dirigentes revolucionarios. En marzo de 1960 se crearon las “cooperativas” cañeras en las tierras que antes pertenecían a los ingenios azucareros, las que en breve tiempo fueron transformadas en propiedad estatal, mientras el verdadero cooperativismo quedó limitado a unas pocas asociaciones formadas por campesinos privados. El líder de la Revolución reconoció que: aquellas cooperativas (se refiere a las cañeras) no tenían realmente una base histórica, puesto que las cooperativas se forman realmente con los campesinos propietarios de tierra. A mi juicio –dijo– íbamos a crear una cooperativa artificial, convirtiendo a los obreros agrícolas en cooperativistas. Desde mi punto de vista, y quizás aplicando aquello de unos versos de Martí, esclavo de la edad y las doctrinas fui partidario de convertir aquellas cooperativas que eran de obreros y no de campesinos, en empresas estatales.
Con la Segunda Ley de Reforma Agraria, en 1963, se fortaleció el sector estatal que vio aumentado sus propiedades hasta el 70% de las mejores tierras del país, a la vez que se inició un proceso dirigido a disminuir el número de campesinos independientes. Ya desde fines del año 1960, Fidel Castro había expresado: Es necesario que los pequeños agricultores, en vez de ser cañeros, tabacaleros, etc. sean sencillamente agricultores y organicemos una gran Asociación Nacional de Agricultores Pequeños. En mayo de 1961 se creó la ANAP y en consecuencia se procedió a colectivizar a los 200 mil campesinos propietarios de tierra. Se crearon las asociaciones campesinas, luego las Brigadas de Ayuda Mutua y a continuación las Cooperativas de Créditos y Servicios (CCS), carentes de personalidad jurídica. A partir del año 1975 se impulsó el desarrollo de las Cooperativas de Producción Agropecuaria (CPA), formadas por campesinos que unieron sus fincas y demás medios de producción “voluntariamente” como vía para el desarrollo socialista del campo. A fines de 1977 existían 136 CPA y en junio de 1986 su número había aumentado hasta 1369, que representaba el 64% de las tierras campesinas, mientras la propiedad estatal se elevó hasta el 75% del área cultivable del país.
La actividad productiva y económica de estas “cooperativas” quedó integrada a los planes estatales de producción, mientras la comercialización de sus productos era realizada por la Empresa Estatal de Acopio. A pesar de esas trabas algunas cooperativas aumentaron considerablemente sus ingresos, por lo que José Ramírez, entonces Presidente de la ANAP, expresó: En ciertas cooperativas se observa la tendencia a incrementar en forma desproporcionada el reparto de las utilidades, contrariamente a lo estipulado por el Reglamento General. Es decir, la posibilidad de enriquecimiento asustó al Gobierno; asunto que fue discutido en el VI Congreso de la ANAP en mayo de 1982, donde se propuso la aplicación de un impuesto al sector campesino con el fin de dirigir parte de las ganancias a la satisfacción de “necesidades” de tipo social.
Cuando las medidas ajenas a la esencia del cooperativismo fracasaron y cuando estaba demostrado que la concentración de las tierras en manos del Estado había generado el desinterés de los trabajadores agrícolas, enormes extensiones de tierras se habían infectado de marabú y se había generalizado el desabastecimiento de productos agropecuarios; en un contexto caracterizado por la pérdida de los subsidios provenientes de los países socialistas de Europa Oriental, el Gobierno, en 1993, tomó la decisión de crear las Unidades Básicas de Producción Cooperativa (UBPC) para convertir en “cooperativas” las áreas estatales improductivas. Con ese fin se entregó la tierra en usufructo a los productores, pero conservando la propiedad estatal. El Reglamento original, que no le reconocía personalidad jurídica a las UBPC –capacidad para adquirir derechos y contraer obligaciones– estipulaba en sus puntos fundacionales el vínculo del productor al área; la capacidad de abastecimiento de las familias integrantes; la correlación entre producción e ingresos; y el desarrollo efectivo de la autonomía de la gestión. El incumplimiento de esos y otros aspectos se reflejó en los pésimos resultados obtenidos.
Actualmente, las 1989 UBPC existentes ocupan más de 170 mil hectáreas, pero el 23% de esas tierras continúan ociosas y solo 540 están en condiciones de sobrevivir. En el año 2010 el 15% de ellas cerró con pérdidas y el 6% no presentó balance económico. Aunque poseen el 27% de la tierra, producen solo el 12% de los granos, viandas y hortalizas y el 17% de la leche, mientras sus pérdidas superan los 200 millones de pesos.
Esa larga cadena de fracasos condujo recientemente al Consejo de Ministros a dictar 17 medidas para solucionar una de sus limitaciones: la dependencia de estas instituciones respecto a las empresas estatales. Sin modificar los principios originarios (que siempre fueron violados por el propio Estado), la Resolución 574 de 13 de agosto de 2012 les reconoce personalidad jurídica; las autoriza a comprar productos y servicios directamente; faculta a la Asamblea de Socios para distribuir un porciento de las utilidades entre sus miembros; posibilita establecer relaciones contractuales directas con las empresas suministradoras de insumos; y los administradores no serán designados por el Estado, sino elegidos por los socios en Asamblea General, pero sin cambiar nada la tenencia de la propiedad, que continúa siendo estatal.
A pesar de los aspectos positivos contenidos en el nuevo Reglamento General, los trabajadores de estas asociaciones continúan sin ser propietarios, sino usufructuarios de una propiedad estatal, por lo que no resulta difícil avizorar que estamos ante un nuevo eslabón en la cadena de fracasos, y por tanto ante la necesidad de implementar nuevas reformas, bien por el gobierno actual o bien por el que le suceda, hasta que los integrantes de las UBPC se conviertan en dueños colectivos de la tierra que trabajan y puedan tomar sus determinaciones de forma verdaderamente autónoma.
En esa misma dirección el pasado 9 de diciembre entró en vigor el Decreto-Ley 300, mediante el cual el Consejo de Estado autorizó la entrega de tierras estatales ociosas –una variante de lo que ocurrió en 1993 con la creación de las UBPC– en concepto de usufructo por tiempo determinado, el cual derogó lo dispuesto en el Decreto-Ley 259, cuyo antecedente fue la clausura de la Asamblea Nacional del Poder Popular del 11 de julio de 2008, cuando el Presidente del Consejo de Estado expresó enfáticamente: ¡Hay que virarse para la tierra! ¡Hay que hacerla producir! Y agregó que muy pronto se dictarían las disposiciones legales para iniciar la entrega en usufructo de tierras ociosas a quienes estén en condiciones de ponerlas a producir de inmediato. Con ese fin, una semana después de sus palabras, se dictó el Decreto-Ley 259, que nació condenado al fracaso por una razón tan sencilla como esencial: una vez reconocida la incapacidad del Estado para hacer producir la tierra y calificada la producción de alimentos como un problema de seguridad nacional, resultaba contraproducente entregar la tierra en usufructo a los productores y conservar la propiedad en manos del Estado. No existe otra justificación, al margen de razones ideológicas, para que el Estado, incapaz, continuara siendo el dueño. El fracaso de este Decreto-Ley explica las razones de su sustitución por el novísimo Decreto-Ley 300.
La nueva normativa retoma la insalvable contradicción consistente en hacer producir la tierra y a la vez evitar la formación de un empresariado nacional. Ese intento en un contexto de crisis interna estructural, agravada por los elevados costos de los alimentos en el mercado mundial, augura un nuevo fracaso. A pesar de que antes, el área entregada de 1 caballería de tierra, se podía extender hasta 3 y ahora es extensible hasta 5 caballerías, y que se eliminó la absurda prohibición para construir en la tierra recibida, el usufructuario para acceder a los insumos y servicios tiene que vincularse de forma obligatoria a las entidades con personalidad jurídica, dígase granjas estatales, CCS, CPA o UBPC.
La subordinación de las leyes económicas a la ideología del poder, explica tanto la causa del fracaso como el intento de reparar las decisiones anteriores con las recientes medidas. Se trata de cambios de forma que conservan los factores esenciales que han condicionado el atraso en la agricultura cubana, por lo que las nuevas disposiciones no resolverán el aumento de la producción agrícola. Al mismo tiempo, a pesar de las intenciones gubernamentales, su aspecto positivo radica en que, en un lento y tortuoso proceso contra viento y marea, muchos trabajadores del campo se van entrenando como futuros agentes de un empresariado nacional.
Mientras tanto la mayoría de los cubanos sigue mirando desde las gradas los inasequibles precios que impiden llevar los productos del agro a su mesa, mientras el Estado se ve obligado a continuar comprando productos en el exterior que son perfectamente cultivables en nuestros suelos. Así ocurrirá hasta que las formas nuevas sean portadores de un nuevo contenido: libertades y democratización.
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Dimas Cecilio Castellanos Martí. (Jiguaní, Granma, 1943)
Reside en La Habana desde 1967.
Licenciado en Ciencias Políticas en la Universidad de La Habana (1975), Diplomado en Ciencias de la Información (1983-1985), Licenciado en Estudios Bíblicos y Teológicos en el (2006).
Trabajó como profesor de cursos regulares y de post-gados de filosofía marxista en la Facultad de Agronomía de la Universidad de La Habana (1976-1977) y como especialista en Información Científica en el Instituto Superior de
Ciencias Agropecuarias de La Habana (1977-1992).
Primer premio del concurso convocado por “Solidaridad de Trabajadores Cubanos, en el año 2003.
Es Miembro de la Junta Directiva del Instituto de Estudios Cubanos con sede en la Florida.
 
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