La tragedia haitiana

Por Dimas Castellanos
Palacio Presidencial en Puerto Príncipe

Palacio Presidencial en Puerto Príncipe, Haití.
Haití involuciona. Su historia se atascó de tal forma en la frontera de los siglos XVIII y XIX, cuando de una de las colonias más ricas de la región se convirtió en uno de los países más empobrecidos del mundo. Tal parece que los fenómenos naturales y sociales se confabularon para hacer retroceder a sus habitantes hacia formas zoológicas de vida. Cualquier posible salida de esa situación requiere del conocimiento objetivo de las causas, para lo cual las ideologías pueden convertirse en un serio obstáculo.
Las ideologías surgieron de la división de la sociedad en clases sociales y expresan los intereses de esas clases, por lo que pueden servir de avance o de freno de la historia. De avance, cuando los intereses que enuncian coincidan con el desarrollo; de freno, cuando se aferran al pasado. Cuando un grupo social pugna por el poder generalmente mira del presente al futuro, de ahí su carácter progresista; pero muchas veces esos mismos grupos, una vez en poder, comienzan a mirar del presente al pasado, y actúan, entonces como mecanismo de freno. Deviene así la ideología en un mecanismo para preservar el orden establecido y desde esa óptica tratan de influir en los acontecimientos que ocurren en otras partes del mundo.
Los que con más vehemencia “defienden” al pueblo haitiano, desde los estrechos marcos de la ideología que propugnan, olvidan o tergiversan las causas, pierden el sentido de la orientación y enturbian la búsqueda de soluciones. Con independencia de que lo hagan consciente o inconscientemente, el resultado de su defensa resulta nefasto, por lo que la historia, en vez de absolverlos, los situará como cómplices de esa tragedia. Me refiero a aquellos que aparentemente en defensa de Haití usan su ya escasa influencia para llamar la atención sobre los aspectos que se corresponden con sus deseos y desviar la mirada de realidades básicas para el entendimiento.
Según los últimos estimados acerca del terremoto del 12 de enero de 2010 –un sismo de 7,2 grados–, el número de fallecidos llegó a 316 mil personas, los heridos a 350 mil, un millón y medio de personas sin techo, mientras las pérdidas materiales se calculan en miles de millones de dólares. Por ejemplo, al costo de 7,8 millones de dólares se han retirado menos de la mitad de los casi 20 millones de metros cúbicos de escombros. Como resultado cientos de miles de personas están viviendo en casas de plástico y de campaña, a lo que se suma, como daño colateral, la epidemia de cólera que desde el mes de octubre ha contagiado a más de 150 mil personas, de ellos los fallecidos se acercan a los 4 mil y se extiende a la República Dominicana, donde ya pasan de 100 los infestados.
Tanto desastre no se puede entender solo por la fuerza del sismo, ni la responsabilidad se puede cargar exclusivamente sobre las potencias mundiales como refería una reflexión publicada en el diario Granma, donde decía que Estados Unidos era el “creador de la pobreza y el caos en la republica haitiana”. Cualquier análisis objetivo precisa tener en cuenta la relación entre los fenómenos naturales y los sociales, y dentro de estos últimos, identificar el papel jugado por las partes involucradas; una realidad que se intenta ocultar.
Los que desde su atrincheramiento ideológico hacen un uso tendencioso de la historia para ocultar o tergiversar hechos que arrojan luz sobre los acontecimientos de Haití, sin importarles el daño que ocasionan, son representantes del pasado y constituyen un obstáculo.
Sin tener en cuenta estos elementos, la tragedia haitiana se torna incomprensible. Hace algo más de dos siglos, en agosto de 1791, la primera revolución en nuestra región condujo a la ruina de ese pequeño país. Este acontecimiento constituye una de las pruebas más contundentes del daño que resulta del empleo de la violencia en las relaciones sociales y devela la responsabilidad, tanto de las antiguas potencias coloniales, como de las autoridades haitianas en el estado actual de esa nación.
El punto de inicio está en el proceso de colonización que emprendió el reino de Castilla, el cual, debido a la prolongada guerra contra los árabes, generó nobles, eclesiásticos, guerreros y funcionarios, pero muy pocos productores. Cuando a principios del siglo XVI comenzó a fabricarse azúcar en La Española, como se conocía entonces a esa isla, los guerreros peninsulares que habían ocupado el lugar de los burgueses, no estaban preparados para competir con el desarrollo comercial de los países que aspiraban a desplazar a España en el dominio colonial del Nuevo Mundo. Por esa debilidad durante los siglos XVI y XVII los ibéricos se vieron obligados a abandonar una parte de la isla.
La lucha entre las potencias de la época por apropiarse de La Española, el vandalismo contra sus habitantes originales, el traslado por la fuerza de cientos de miles de esclavos desde la lejana África y los abusos a los que fueron sometidos, generó continuos alzamientos. En 1519 el joven cacique Henriquillo, encabezó una sublevación que enfrentó a los conquistadores durante 13 años. Muchos otros hechos similares, signados por la violencia, se repitieron ininterrumpidamente hasta que la explosión desencadenada por la Revolución Francesa en 1789 condicionó definitivamente la historia de ese país vecino. Un resultado que el desaparecido escritor y político dominicano, Juan Bosch, sintetizó así: “Lo que cada pueblo puede dar de sí, económica, política, culturalmente, viene determinado por lo que han recibido en el pasado…
En La Española, además de las autoridades del rey, existía una rígida estructura social integrada por cuatro sectores o clases sociales: grandes blancos, pequeños blancos, mulatos, y esclavos. La característica distintiva de las relaciones entre los tres primeros grupos fue la hostilidad. Los grandes blancos no querían hacer extensivos sus privilegios; los pequeños blancos odiaban a los grandes por las prerrogativas que se les negaban a ellos; y los mulatos, aunque muchos eran tan o más ricos que algunos blancos, no eran considerados ciudadanos del reino. El único punto de identidad entre ellos radicaba en el odio y el desprecio a los negros libres o esclavos.
Allí, en ese escenario, la oligarquía colonial francesa logró conjugar los métodos más avanzados del capitalismo con la esclavitud: el sistema social más atrasado, conformando una situación social altamente explosiva. Al producirse el estallido de la revolución en Francia, en La Española cada grupo social asumió una posición en correspondencia con sus intereses: Las autoridades del rey se opusieron a la Revolución; los grandes blancos la apoyaron hasta la muerte del rey a cambio de libertades para el comercio; los pequeños blancos lucharon por igualarse a los grandes blancos; los mulatos se incorporaron para que les reconocieran derechos iguales a los blancos. Cada sector negaba los derechos de los otros y ninguno pensaba ni le interesaba la suerte de los esclavos. En fin, una lucha por la igualdad en la desigualdad.
Las contradicciones entre esos grupos condujeron a los desórdenes de agosto de 1790 y a la disolución de la Asamblea de San Marcos, controlada por los grandes blancos. Seguidamente en ese año se sublevaron los mulatos para exigir el derecho de participación en el gobierno. El terror desatado por las autoridades y la ejecución de los líderes mulatos en febrero de 1791, abrieron las puertas a la violencia generalizada.
En mayo de 1791 la Asamblea Constituyente de París decretó la libertad de los mulatos a la segunda generación, en respuesta, tres meses después, comenzó la rebelión de los esclavos dando muerte a sus amos, mujeres e hijos a golpe de machete. Ante la amenaza, blancos y mulatos pactaron temporalmente para detener a los negros, pero empleando más violencia contra los negros. En mayo de 1792, junto a las fuerzas militares francesas enviadas a la isla, llegó un nuevo decreto de la Asamblea Legislativa que extendía a los negros libres los derechos políticos otorgados antes a los mulatos, pero se excluía a los negros esclavos, que eran la gran mayoría.
La ejecución del rey de Francia en enero de 1793 y el inicio de la guerra contra Gran Bretaña, Holanda y España, motivaron una rebelión de los grandes blancos, la cual obligó a las autoridades de la Isla a ofrecer la libertad a los esclavos para que lucharan a su lado (algo parecido a la libertad de los esclavos cubanos en 1868). En esos enfrentamientos los grandes blancos fueron derrotados y los mulatos ocuparon su lugar.
Tousaint L’Ouverture –negro esclavo que se incorporó a la sublevación en 1791–, había operado contra las tropas francesas desde el Oeste de la isla, ocupada por los españoles, por lo que el gobierno metropolitano le concedió el rango de General; pero cuando se decretó finalmente la abolición de la esclavitud en 1793, Tousaint pasó a luchar al lado de la Francia revolucionaria, por cuyos servicios fue nombrado lugarteniente del Gobernador de la Isla y ascendido a General en Jefe de las fuerzas de Haití, pasando a ocupar un lugar preeminente respecto a los jefes mulatos.
Desde esa posición, en enero de 1801, L’Ouverture declaró que la isla era “única e indivisible”, penetró en Santo Domingo, ocupada principalmente por españoles y allí, sin contar con Napoleón Bonaparte –principal líder de la burguesía europea– proclamó la libertad de los esclavos. Sin embargo, el hombre más fuerte de Europa tenía otros propósitos y lanzó sus fuerzas contra L’Ouverture, cuya decisión le costó el poder y la vida . Estos hechos agregaron al convulso panorama, la guerra por la independencia, algo que Bonaparte no previó.
Cuando Napoleón anunció su intención de restaurar la esclavitud, Jean Jacques Dessalines –nacido en África y llevado como esclavo a La Española–, junto a otros dirigentes negros, se sublevó bajo la consigna de “Libertad o Muerte”, y con la ayuda de Gran Bretaña expulsó a los franceses de Santo Domingo. Por ese resultado fue reconocido como Comandante General de Haití, pero el desatino de autoproclamarse Emperador y decretar el exterminio sistemático de todos los franceses y sus descendientes, hizo que los sobrevivientes, aterrorizados, escaparan de la Isla. Con ellos se fueron el capital, los conocimientos, la técnica y la mano de obra especializada, factores sin los cuales no es posible el desarrollo.
En Haití quedó la anarquía, el despotismo, los golpes de Estado, las dictaduras y los caudillos que se sucedieron desde ese momento hasta hoy: Tousaint L’Ouverture, autoproclamado gobernador vitalicio en 1801; Jean Jacques Dessalines, autoproclamado Emperador en 1804 y asesinado posteriormente por sus propios seguidores; Faustin Élie Soulouque, quien se proclamó Emperador en 1849; las dictaduras de los Duvalier, padre e hijo, desde 1957 hasta 1986; los dos períodos en la presidencia de Jean-Bertrand Aristide en 1991 y 2000, ambos caracterizados por desórdenes y sublevaciones; la presidencia de René Preval, primero en 1996 y luego desde el año 2006 hasta las recientes elecciones, cargadas de desórdenes y de sangre, como toda la historia anterior. Tal estado de ingobernabilidad dio lugar a la intervención norteamericana de 1915 a 1934, y a las sanciones de las Naciones Unidas en 1993 y 1994.
Del análisis de esos acontecimientos se puede concluir que
1- Una vez con las riendas del poder en sus manos, L’Ouverture estableció un régimen para los “liberados” tan duro como el anterior. Su obsesión por levantar una economía fuerte lo llevó a destinar a los esclavos emancipados a las antiguas propiedades y someterlos a una rigurosa disciplina de trabajo. El fracaso no se hizo esperar.
2- L’Ouverture, al proclamarse gobernador general vitalicio, puso en evidencia que la libertad alcanzada no tenía fines democráticos, lo que marcó la historia de ese país hasta hoy, cuando las más recientes elecciones han estado matizadas por la violencia y la acusación de fraudes y con los fondos recibidos no se ha hecho todo lo que se podía hacer, lo que explica las renovadas frustraciones que son fuente de nuevas manifestaciones de violencia.
3- Los esclavos haitianos, al ser liberados sin ninguna preparación para vivir en libertad ni para edificar una nueva forma social, actuaron anárquicamente. La eliminación de un sistema que había acumulado tanto odio requería de soluciones graduales, las cuales son imposibles de realizar en el fragor de las revoluciones, que por su naturaleza buscan las soluciones de forma abrupta. Sencillamente la libertad, como los partos, no puede producirse prematuramente.
En enero de 1804 se declaró la independencia de la parte occidental de la isla, que pasó a denominarse Haití: la primera república negra del mundo, después que la emigración de decenas de miles de franceses dejó al país desarmado de los factores necesarios para el desarrollo, estado que perduró hasta el sismo del pasado año y la reciente epidemia de cólera.
Estos y otros hechos tratan de ser ignorados por una historiografía que acríticamente destaca los acontecimientos sin explicar el porqué la colonia más rica de su época se convirtió en el país más atrasado de Occidente. Por todo ello carece de fundamento el planteamiento de Marta Rojas, aparecido en el diario Granma, el viernes 22 de enero de 2010 bajo el título Haití en la historia, en el cual la autora plantea que en ese país “por vez primera, se produce ese hecho supremo de dignidad del hombre y los negros inauguran en el planeta, con responsabilidad e inteligencia el Gobierno de una República”. Si eso hubiera sido así, como dice el dicho, ahora estaríamos hablando de otros asuntos, o como dice la expresión campesina: otro gallo cantaría.
La situación descrita sirve para situar las responsabilidades y las vías para posibles soluciones. Las antiguas metrópolis europeas –especialmente Francia, España, Inglaterra y Holanda– por su responsabilidad histórica; los Estados Unidos, por su presencia en los acontecimientos de ese país durante el siglo XX y por sus posibilidades económicas y tecnológicas; y la comunidad internacional, incluyendo a Cuba que fue beneficiaria de aquel desastre de 1791, tienen un gran compromiso con Haití.
Con ello quiero destacar que no basta con construir viviendas, condonar deudas y crear un nuevo sistema de salud. Primero o de forma paralela hay que preparar a las personas para que los recursos que se asignen no sean dilapidados; hay que poner en primer plano el mejoramiento material y espiritual de los haitianos hasta que sean capaces de involucrarse como sujetos en actividades productivas y de otra índole; lo que implica, junto a un plan a corto plazo para mitigar los daños inmediatos, otro de largo aliento con ese fin, para aproximar la sociedad haitiana a los niveles de Occidente.
Por todo ello se requiere, no de acusaciones y tergiversaciones, sino de acciones responsables al margen de las ideologías y sin tanta fanfarria. Para actuar así sería suficiente tener en cuenta las palabras bíblicas contenidas en el Nuevo Testamento: Cuando, pues, des limosna. No hagas tocar trompetas delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser alabados por los hombres

Fuentes

1 J. BOSCH. De Cristóbal Colón a Fidel Castro, p4
2 J. BOSCH. De Cristóbal Colón a Fidel Castro, p.358
3 Mateo, 6, 2-3. Santa Biblia Reina Valera. Colombia, Sociedades Bíblicas Unidas, 1995
Dimas Cecilio Castellanos Martí (Jiguaní, Granma, 1943)
Reside en La Habana desde 1967.
Licenciado en Ciencias Políticas en la Universidad de La Habana (1975), Diplomado en Ciencias de la Información (1983-1985), Licenciado en Estudios Bíblicos y Teológicos en el (2006).
Trabajó como profesor de cursos regulares y de post-gados de filosofía marxista en la Facultad de Agronomía de la Universidad de La Habana (1976-1977) y como especialista en Información Científica en el Instituto Superior de Ciencias Agropecuarias de La Habana (1977-1992).
Primer premio del concurso convocado por “Solidaridad de Trabajadores Cubanos, en el año 2003.
Es Miembro de la Junta Directiva del Instituto de Estudios Cubanos con sede en la Florida.
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