La S de Seiba: donde el árbol escribe

Hay palabras que uno aprende en la escuela, con lápiz y ortografía, y hay otras que se aprenden bajo la sombra. “Ceiba”, por ejemplo, la escribí con C durante años, obediente al diccionario. Pero hubo un día —y sobre todo, un árbol— que me cambió la letra para siempre. Fue una seiba real de más de 400 años, majestuosa, de raíces expuestas y ramas como brazos de anciana generosa, que crecía en San Agustín, al suroeste de La Habana. Esa seiba no estaba en los libros: estaba en mi barrio, marcando un lugar de paso, de memoria y de pausa. La llamábamos simplemente La Ceiba, y de tan común para mí era solo una amiga más, de esas que damos por eternas.

Aquel árbol vivió siglos, y fue testigo de miles de pasos, de besos a escondidas, de ciclones, de silencios bajo su sombra, de vendedores de maní, de niños que sin éxito intentaban treparla y de abuelas que la saludaban como a una vieja conocida. Pero un día, sin aviso, alguien decidió que sobraba. Alegaron razones urbanísticas, “riesgo” para un consultorio médico que hoy no ofrece servicios, “obstáculo” para una obra que nadie pidió. Y sin el más mínimo ritual, sin una consulta vecinal, sin una despedida digna, comenzaron a cortarla. Primero le quitaron las ramas más altas, luego la desmocharon hasta dejarla como un obelisco irreconocible. Después vino el silencio, como un grito que se quedó a medio camino. Por más que los años siguientes lanzó tímidos retoños, la seiba murió lentamente, no de vejez, sino de desidia y abandono.

Esa mutilación dolió como un duelo íntimo. Recuerdo haber escrito mi primer poema con “Seiba” con S a los pocos días, como un acto de resistencia diminuta, pero cargado de rabia amorosa. Desde entonces, la S se volvió mi forma de memoria. No es un capricho gráfico: es una flor sobre el tocón inmenso. Es mi modo de decir te recuerdo, no te borro, te sigo escribiendo. Es, también, un modo de proteger lo que sigue vivo, aunque no se vea. Porque si un árbol puede enseñarnos a escribir, entonces también puede enseñarnos a recordar.

Antes de que llegaran los diccionarios y las academias, “seiba” ya flotaba en el aire cálido de las Antillas. Era una palabra del taíno, quizá también de otros pueblos del Caribe, que la usaban no solo para nombrar un árbol, sino para evocar su utilidad, su nobleza, su espíritu. Se ha dicho que “seiba” significaba canoa, porque de su tronco hueco se tallaban los cayucos. Pero yo creo que también significaba refugio, o consejo, o calma. ¿No es eso lo que ofrece un gran árbol cuando lo miramos de frente?

No fue de un día para otro que la Seiba perdió su S. El cambio vino lento, como esas podas invisibles que empiezan en las raíces y terminan borrando la copa. Durante siglos, la palabra se escribió con S en documentos oficiales, mapas coloniales, crónicas tempranas. En el siglo XVI, Gonzalo Fernández de Oviedo ya la había registrado así en su Historia general y natural de las Indias. Y en los siglos XVIII y XIX, topónimos como Puerto Seiba, Seiba del Agua o Seiba Vieja aparecían en archivos españoles y americanos sin que nadie se escandalizara por ello.

Pero con el paso del tiempo, y sobre todo a partir de las reformas ilustradas y académicas que pretendían “purificar” el idioma, esa S fue vista como una anomalía, una impureza. La Real Academia Española impuso la forma “Ceiba” con C, siguiendo una lógica ortográfica que no siempre entendía ni respetaba el origen indígena de las palabras. Nadie podría imaginar a uno de nuestros aborígenes pronunciando ceiba del modo en que los españoles pronuncian la C. Se trataba —nos decían— de corregir, de normalizar, de enseñar “la forma correcta”. Y así, lo que había sido tradición oral y escrita durante siglos pasó a ser visto como error. La S se volvió sospechosa. La C se volvió regla.

Pero las lenguas no son neutras. Las palabras no caen del cielo: nacen de la tierra, de la boca de la gente, del temblor de una abuela que dice seiba como quien dice oración. El proceso de estandarización lingüística, aunque útil en muchos aspectos, también fue una herramienta de domesticación. Las lenguas indígenas, las hablas negras, los giros campesinos fueron considerados arcaísmos, vulgarismos, desviaciones. En realidad, eran formas de mundo. Y cada vez que una grafía era sustituida, también se sustituía una cosmovisión.

Ese respeto a la seiba no ha desaparecido del todo. Aún quedan rincones de nuestra geografía que lo recuerdan en su propio nombre. En Cuba existe Ceiba del Agua, fundada como Seiba del Agua en 1763. Hay también barrios llamados La Ceiba en Guáimaro, en San Antonio de los Baños, y un asentamiento costero cerca de Baracoa. Se repite el nombre en Holguín, en Granma. Y hay hasta una Ceiba Mocha entre Matanzas y Mayabeque. Más allá, en Puerto Rico resiste Puerto Seiba, y en República Dominicana y Centroamérica encontramos comunidades llamadas Seiba o Seibo. Son vestigios vivos de una grafía que no se doblegó del todo, que resiste en las placas, en los sellos municipales, en las bocas de la gente mayor que aún la pronuncia como se pronuncia lo sagrado.

Pero si hay alguien en nuestra historia que entendió que los árboles también escriben, fue José Martí. Y no lo digo solo porque lo nombró, sino por cómo lo hizo. Martí no usó “Ceiba”, sino “Seiba” o “Seibo”. En su Diario de Campaña, escrito durante los días febriles que lo llevaron de Cabo Haitiano a Dos Ríos, aparece varias veces ese nombre, siempre con S. Y en sus Versos Sencillos, en ese poema que muchos recuerdan por su musicalidad dolida, escribe: “colgado de un seibo del monte”. Algunas ediciones modernas, obedientes a la norma, cambiaron la letra. Pero en los manuscritos originales la S permanece como un acto de fidelidad, como un gesto de quien sabe que el lenguaje también tiene raíces.

Martí, que habló de árboles con palabras de libertad, que escribió versos como ramas hacia el cielo, entendió que hay nombres que no deben corregirse. Tal vez por eso su Seibo no es un simple árbol del monte, sino un símbolo de lo que duele, de lo que espera, de lo que permanece.

Y en la poesía cubana contemporánea, esa grafía vuelve una y otra vez. En su libro La Seiba Oscar Hurtado escribió: “La Seiba no es mi creación, sino que me crea”. Y no exageraba. Hay árboles que nos inventan, nos dan un centro. Nos organiza el horizonte. Donde crece una Seiba, no hay un bosque: hay una ceremonia. Un círculo. Un llamado.

Los pueblos lenca, los taínos, los yorubas y los arawak compartieron esa visión sagrada: un árbol que no solo crece, sino que une. Los mayas la imaginaron como un eje vertical que sostenía el cielo, perforaba la tierra y llegaba al inframundo. Su tronco no es solo madera, sino columna vertebral del universo. Su copa no solo da sombra, sino que guarda estrellas y espíritus. La Seiba, desde entonces, no es solo un árbol: es una escalera de tierra al cielo.

En muchas de las plazas principales fundadas en Cuba, no solo se levantó una iglesia: también se sembró o respetó una ceiba. Era común que, junto al acto de fundación de la villa, se celebrara una misa bajo la sombra de este árbol sagrado. Así ocurrió, según recogen diversas crónicas, durante la fundación de La Habana en su emplazamiento definitivo en 1519, cuando se ofició la primera misa y se celebró el primer cabildo bajo una gran ceiba que crecía en lo que hoy es el Templete. Aquella ceremonia no solo marcaba el inicio de la ciudad, sino la continuidad de un símbolo ancestral que los colonizadores, quizás sin saberlo, también reconocían como centro y como raíz.

Por eso me gusta pensar que la S no solo es la inicial de Seiba, sino también de Símbolo, de Sacralidad, de Sombra. La letra que algunos creen error, es para otros una señal: aquí hubo algo importante. Aquí aún crece algo que no queremos perder.

Cuando la nombro con S, no estoy jugando con la lengua: estoy eligiendo una forma de estar en el mundo. En mis poemas, en mis charlas, en las caminatas donde los árboles me enseñan más que los libros, la escribo así: Seiba. Con S de Savia, de Suelo, de Susurro. No es la forma que aprendí en la escuela, pero es la que me dictó la vida. Porque hay conocimientos que se escriben con normas, y otros que se escriben con piel. La Ceiba con C es el bello árbol botánico, taxonómico, correcto. Pero la Seiba con S es la que me mira, la que me acompaña, la que me llama por mi nombre cuando paso junto a ella.

A veces pienso que la Seiba no es solo un tema que me interesa, sino una forma que me escribe. Yo no describo un árbol: el árbol me escribe a mí. Como dijo Lezama, “la imagen es la realidad del misterio”. Y la Seiba es esa imagen que respira, que transpira historia, mito, tierra. La llevo conmigo como un signo, como una brújula, como una cicatriz. Me recuerda que hay lenguas que no se hablan, pero se entienden: las lenguas del afecto, del vínculo, del silencio.

Así que sí, escribo Seiba con S. Como se escribe Sol, Semilla, Sustancia. No es una herejía ortográfica, es un acto de pertenencia. No corrijas esa letra, lector, como no corregirías un abrazo. Déjala estar. Déjala decir.

 

 

Isbel Díaz Torres (Pinar del Río, 1976). Escritor y Biólogo (Universidad de La Habana 2000). En Cuba se desempeñó como investigador en el Instituto de Sanidad Vegetal y fue fundador y director de la organización ambientalista independiente El Guardabosques. Actualmente dirige Canal Guardabosques desde Florida, una plataforma dedicada a la divulgación ecológica y la promoción de una conciencia ambiental crítica.

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