Por Dagoberto Valdés
El Papa Benedicto XVI ha renunciado a su ministerio pontificio. La noticia ha dado la vuelta al mundo por su novedad e impacto. Es primera vez en la etapa moderna, desde 1415, que un Supremo Pastor de la Iglesia Católica abdica de su cargo.
Por Dagoberto Valdés
El Papa Benedicto XVI ha renunciado a su ministerio pontificio. La noticia ha dado la vuelta al mundo por su novedad e impacto. Es primera vez en la etapa moderna, desde 1415, que un Supremo Pastor de la Iglesia Católica abdica de su cargo.
El mismo Pontífice ha dicho que la razón es por su edad, no por una enfermedad; que en los últimos meses ha perdido vigor para desempeñar su labor, que es una decisión después de meditarlo en conciencia. Ha sido una decisión de fe. Una decisión ética. Benedicto XVI ruega oraciones y su hermano dice desde Alemania que el Papa se va a retirar a un monasterio de clausura al interior de El Vaticano.
Orar por la Iglesia en este momento es importante. Los graves problemas internos y externos lo recomiendan, pero con la inmediatez de la noticia me gustaría sugerir, por lo menos, tres consideraciones que, de pronto, podríamos deducir de este gesto trascendental:
El primero, todo cargo o poder es para servir. El servicio depende de la capacidad física, espiritual o psicológica del que desempeña la responsabilidad. Si por razones de edad o salud no puede responder adecuadamente a sus obligaciones de servicio o este se ve limitado, pues es un notable acto de honradez, lucidez y respeto por la institución o el país al que sirve, renunciar y dar paso a la elección de personas saludables, más jóvenes y capaces de ejercer su función pública.
Segundo, todo cargo o poder debe ser limitado en el tiempo. Hasta el Sumo Pontífice de la Iglesia milenaria ha dado hoy una gran lección al mundo y a la misma Iglesia. Ningún poder es para siempre o vitalicio. El límite de tiempo es otra señal de respeto al cargo, a las personas dirigidas y a sí mismo. Benedicto XVI ha colocado a la Iglesia en este requerimiento moderno y coherente con lo que predica y ha abierto la mentalidad en cuanto al ejercicio de los cargos en la comunidad cristiana y en la sociedad civil.
Tercero, nadie es indispensable e insustituible por inmensos méritos y capacidades que ostente. El Papa ha dado un gran gesto de humildad, de normalidad y de confianza en los demás miembros de su institución o país. Confianza en las personas que sostendrán con sus diferentes talentos y carismas la gran responsabilidad abdicada “por falta de vigor”. Ningún fin, por muy noble que sea, justifica la perpetuación en el poder, aunque sea religioso.
Renunciar no es huir de la responsabilidad, ni traicionar la obra a la que se le ha dedicado toda la vida. Al contrario, hasta el Papa de Roma nos ha dado una señal inconfundible: por falsas fidelidades que aferran al poder no se puede dejar acumular problemas y crisis al interior de la organización, comunidad o nación a la que se sirve. Renunciar a tiempo puede ser una colosal muestra de amor y fidelidad a la obra que se ha dirigido.
Un gesto vale más que mil palabras. Saquemos nuestras propias moralejas. Se trata de un líder de una de las religiones más numerosas del mundo. Si ese Supremo Pastor ha dado este paso, cada uno de los que ostentan alguna responsabilidad, sea espiritual o civil, podría considerar en conciencia este ejemplo de humildad y honradez.
Los creyentes oremos por Benedicto XVI y para que el próximo cónclave elija a un buen pastor para la Iglesia y para el mundo de hoy.
Todos, ante este valiente gesto podríamos, como mínimo, reaccionar con reflexión y respeto.