Por Belisario Carlos Pi Lago
Parece que en los últimos años se han puesto de moda las estadísticas. Andan por todas partes, como los disfraces de Santa Claus en Navidad. Que si la UNESCO reveló, que si la UNICEF investiga, que si el Fondo Monetario Internacional no sé qué cosa, que si un agujero en la capa de ozono allá por la Antártida, que si la Corriente del Niño, que si pito, que si flauta, y allá van las cifras con sus hileras de ceros y las fotos de chozas precarias y niños desnutridos. Pero no, no se asusten. Aquí nadie tiene la intención de ordeñar lágrimas. Basta de datos conmovedores y guarismos reales o manipulados. Seamos menos patéticos y más concretos.
La definición del término “pobreza” que da el Diccionario de la Real Academia no es muy ilustrativa, así es que vamos a definirla de una vez, usted y yo, con palabras sencillas y asequibles: Es un fenómeno de proporciones apocalípticas, una epidemia global de difícil curación. Ah, y no existen vacunas preventivas que inmunicen ni antibióticos de amplio espectro que la erradiquen. Se dice que no es contagiosa; el cáncer, tampoco, pero ambos tienen la capacidad de surgir y desarrollarse en cualquier individuo a cualquier edad, favorecidos por agentes externos o no.
La pobreza es causa directa del hambre y la desnutrición. Sus víctimas, al igual que las del SIDA, son proclives a morir de enfermedades oportunistas que se aprovechan de las bajas defensas. Es también la piedra angular de la marginación social generadora de lacras como el alcoholismo, la droga, y la prostitución con sus dos fases: La inicial o comercio con el propio cuerpo, y la otra, un estado terminal, en que, no habiendo otra cosa, se vende el alma, con amor propio y todo, quedando del otrora hombre o mujer una mísera envoltura de carne que vaga por las calles de una vida sin sentido y vacía. El alma, una vez vendida, aunque no sea al diablo, es muy difícil de recuperar. Es cierto que la pobreza y la dignidad no se excluyen mutuamente, pero hay otra verdad, más cruda y más tajante: No ligan muy bien. Para muchos, a la entrada de la pobreza resplandece amenazante aquella advertencia que, según Dante Alighieri, rezaba sobre la misma puerta del infierno: “Ogni speranza lasciate voi che entrate”.
La pobreza deja cicatrices más profundas que la viruela y así marca a sus víctimas con un sello indeleble que arrastran de por vida. Balzac, en su Divina Comedia, hace una pintura bastante fidedigna y muy sugerente del “nuevo rico”, dormido en los teatros, en inútil esfuerzo por insertarse en un mundo al que nunca pertenecerá. Papá Goriot encarna al pobre que hizo fortuna a base de privaciones y sacrificios, pero el miedo a recaer en su antiguo estado, no lo deja en paz para disfrutar de sus riquezas; y se hace avaro, que es la mejor manera de quedar bien con Dios y con el diablo, o sea, vivir rodeado de opulencia sin renunciar a ser un miserable.
En todas las épocas hubo ricos y pobres. La luz proyecta sombras. Algunas doctrinas sociales, como el marxismo, asumen que, para evitar las sombras, es necesario dejar al mundo entero bajo la semipenumbra. En no pocos casos, el procedimiento sirvió para satisfacer la envidia y la vanidad de los que no pueden generar luz. No obstante, el problema de la pobreza —y su hija mayor, la miseria— sigue en pie, como un látigo tejido con cuerdas de violencia, terrorismo, marginación e ignorancia, que, manejado con sutileza por manos expertas e inescrupulosas, azota cada vez con mayor crueldad y vehemencia.
El arma principal de la mayoría de los adalides que combaten la pobreza desde tribunas, es esa de que “los ricos son los únicos culpables de que existan pobres”. La idea no es original, ni mucho menos. Carlos Marx y algunas decenas de pensadores se disputan aún la paternidad del invento. Sin embargo, suena bien como música de sirenas y es fácil de inculcar a individuos, a etnias e, inclusive a naciones. No se pretende negar que en todo esto haya una dosis de verdad. Los poderosos, sin dudas, especulan con la necesidad de los desposeídos. Es una generalidad presente en las relaciones del hombre desde las más remotas profundidades de la historia. Esta desigualdad, que parece insalvable, genera una especie de resentimiento, base del odio de clases: “Todos los ricos son malos por el mero hecho de ser ricos y todos los pobres son buenos por el mero hecho de ser pobres”. Así, tan simple y tan fácil. Está bien, pero, entonces, ¿en qué bando ponemos a esos defensores de los humildes que viven en residencias con campos de golf, piscinas térmicas, limosinas en los garajes y helicópteros en las azoteas? ¿Son ricos buenos? Ah, menos mal.
El pobre no se cansa de mirar al mundo de la riqueza. Se le secan los ojos, como solemos decir, pero, si nos fijamos bien, no todos miran con el mismo semblante. Unos lo hacen con odio y resentimiento, otros estudian cómo escalar hasta allá. Los primeros envidian, los segundos emulan. Envidia y emulación, pasión y esfuerzo descritos con increíble genialidad por el argentino José Ingenieros en las páginas de El hombre mediocre.
La emulación, según el célebre sociólogo porteño, es el sentimiento legítimo de querer alcanzar, lograr o tener lo que otros más afortunados alcanzan, logran o tienen. Algo así como la “envidia azul” de Rubén Darío. Es un hecho positivo, porque impone metas y empuja a la lucha. Es positivo para la sociedad; esta sólo prospera en la medida que lo hacen sus miembros de manera individual. La envidia por el contrario, es decir, la de verdad, la propiamente dicha, la de las alas negras, no aporta nada que valga la pena. Es el sentimiento de los impotentes que buscan en el fracaso de otros el consuelo de la propia mediocridad. Según Ingenieros, es la más baja entre las bajas pasiones. Ningún hombre en la historia, por mucha que fuera su degradación, tuvo el coraje de declararse envidioso. Es la peor de las lacras que arrastra la pobreza. El envidioso no genera; ni en beneficio propio, ni en beneficio de los demás. Se contenta con que el prójimo pierda, aunque él no gane. La caída del que tiene o hace le alivia la punzada de su incapacidad.
Sin embargo, lo dicho en el párrafo anterior, no pretende, en lo absoluto, proponer que la envidia sea una exclusividad de los pobres. Por favor, ya es hora de dejar a un lado esas generalizaciones estúpidas al estilo de que “todos los españoles eran malos y todos los indios eran buenos”. Hay ricos envidiosos; abundan, ¿quién dice que no? No importa cuán alto se vuele, nunca faltarán otros con alas más fuertes. Esa necesidad de ostentación que afecta a los pudientes es una patología de la conciencia; no lo duden. Y es incurable. Dicen algunos que es una de las secuelas de la antigua envidia. El enfermo de este síndrome se mide y se compara constantemente para sentirse cada vez más infeliz y desafortunado por la gloria y la fortuna ajenas. Así es que si la riqueza no es necesariamente sinónimo de felicidad, la pobreza no siempre es indigna. Entonces, si no hay razones para que alguien se sienta directamente aludido o insultado por el mero hecho de pertenecer a una u otra clase social, pues sigamos con el tema, que el tiempo apremia y hay más tela por donde cortar, cómo no.
Muchos hombres que amasaron grandes capitales, a su muerte hicieron una división equitativa de su fortuna entre los herederos. Algunos de estos beneficiarios dilapidaron sus bienes entre las redes del vicio y otros placeres superfluos; otros, como no fueron capaces de hacer nada útil con su parte, terminaron también en la bancarrota y todos por igual volcaron su odio y resentimiento contra el hermano que supo, mediante el trabajo y la abnegación, hacer prosperar lo suyo. Claro, muchos políticos, para granjearse la buena voluntad de las masas depauperadas, o de los países pobres, que, por cierto, son mayoría, pues eluden el hacer referencias a la medida en que ellos también son culpables de su estado. La pobreza, como fenómeno social, acompaña a una buena parte de la especie humana, mientras a otra, no menos significativa, la sigue bien de cerca. Encerrar el origen de un monstruo de tales proporciones en una frase tan simplista como esa de que “existe sólo por la explotación de los ricos”, y punto, parece una ingenuidad de las más infantiles. Que a nadie le quepan dudas de que si los capitales y los recursos del mundo pudieran redistribuirse equitativamente entre la totalidad de la población del orbe, sin excepciones, antes de que transcurrieran los primeros diez años, todo estaría de nuevo acumulado en manos de una minoría compuesta, tal vez por los menos escrupulosos; pero también por los de más talento, sin cuya concurrencia la especie desaparecería.
A los países ricos se les culpa indiscriminadamente de la pobreza que reina en el Tercer Mundo. Empero, pocas veces se menciona el hecho de que las oligarquías gobernantes en estos países disfrutan sistemas de vida que en muy poco se diferencian de los que exhiben los gobernantes de los países más adelantados. Baste recordar que las fortunas de los Somoza, Duvalier, Mengistu Haile Marian y Yasser Arafat exceden a las de muchos hombres que gobernaron estados tan ricos y prósperos como Francia, Alemania, Inglaterra, o los propios Estados Unidos.
¿Por qué países como Holanda y Japón, superpoblados, escasos de territorio y de recursos de todo tipo, son más ricos que otros que, sin dudas, presentan condiciones naturales infinitamente más favorables? ¿Qué hacen los países del Tercer Mundo con el producto de sus alarmantes deudas externas? ¿Qué porciento de esos fabulosos empréstitos que pueblos enteros apenas pueden pagar con sudor y sacrificio va a parar a las bóvedas de bancos suizos para engrosar las cuentas de funcionarios corruptos? Huelgan los comentarios.
Dice el refranero popular que “al que nace pa´tamal, del cielo le caen las hojas”. Oye, y qué bien le viene eso a unos cuantos países. Cada vez que engordan unas libritas, aparece un caudillo con su aparato burocrático de proporciones gigantescas y se traga la economía convaleciente más rápido que la candela al guano seco en un día de viento sur. Ah, y qué bien anestesian a todo el mundo. Un narcótico a base de insultos y promesas. Del desastre general que provocan los dislates cometidos, se culpa a un enemigo cualquiera, interno o externo; real o imaginario. Y cuando los pastores despiertan, ya el lobo no dejó ni una oveja. Y lo peor del caso es que, en cuanto el rebaño da signos de recuperación, los mismos pastores se buscan otro lobo.
Culpar a otro de lo que salió mal justifica, pero no soluciona. En nuestro país podemos sacar algunos ejemplos ilustrativos de la vida actual, que es la que nos ocupa. En resumidas cuentas, buscar causas y relaciones en hechos que ocurrieron hace 50 o más años serviría de bien poco.
Valga como punto de partida la historia de algunos artesanos domésticos que producen adornos típicos para vender a los turistas. Estos orfebres del coco, la yagua o el marabú, muchas veces llevan su producto a un “amigo” que trabaja en turismo, y que por ende es quien tiene la facilidad de comerciar directamente con el usuario extranjero. El amigo en cuestión se las agencia para ganar hasta el triple o el cuádruple de lo que paga a su antiguo correligionario por tantas horas de paciente trabajo. Pero, sin dudas, este nuevo explotado gana mucho más que otros que se quedan en parques y esquinas supurando resentimientos contra la vanidad e indolencia de los trabajadores del turismo, que“se olvidaron de que hasta ayer eran picadores de cigarros y que no tenían atrás de qué caerse muertos” o bien que “no pudieron ni aprobar el décimo grado”. Alguien dijo que es más práctico avanzar como se pueda con el esfuerzo propio que sentarnos a esperar que con nuestro llanto los hombres van a ser más humanos y altruistas.
Aquellos cuentapropistas que se dejaron agobiar por impuestos arbitrarios e inspectores corruptos y abusadores, entregados a estériles lamentos, hace mucho rato tuvieron que cerrar sus negocios. De los que enfrentaron la situación con tenacidad, algunos se mantienen, otros inclusive prosperan. Se sabe que a la larga todos dejarán de existir, si las cosas siguen como van, pero, al menos, les quedará el consuelo de que lucharon hasta el asalto final y aún tuvieron fuerzas para oír de pie la decisión de los jueces.
La caridad es la más hermosa de las virtudes teologales; pero que alguien apto para ganarse la vida se resigne a vivir de ella, es aceptar la más infame de las humillaciones.
Un antiguo axioma chino dice: “Dad a un hombre un pez, y le habréis resuelto el problema del día; enseñadlo a pescar, y lo habréis preparado para enfrentar la vida”. Los cubanos decimos lo mismo con otras palabras: “No me des nada, compadre; ponme donde hay”.
Insistimos en la caridad como la más alta expresión de solidaridad humana. Quien da sin esperar, ni siquiera agradecimiento, es un verdadero cristiano; pero, qué inocentes seríamos usted y yo, si asumiéramos que la pobreza del mundo se puede combatir con caridad. No, hombre, no, la pobreza se combate, ante todo, con educación. No con educación clasista que elabora teorías, ensalza un caudillo y justifica la lucha por construir idealizados paraísos terrenales bajo el mando de líderes con infalibilidad papal que, a nombre del progreso y el desarrollo entronizan el odio y la exclusión. Educación, eso sí, que prepare al hombre para el trabajo dignificante y bien remunerado; que le señale su cuota de responsabilidad personal ante la vida y la sociedad; que muestre el camino del esfuerzo propio, y no el de triunfos colectivos, que esperan de todos lo que cada uno no es capaz de hacer.
Por el sendero de la abnegación personal, se encuentran con más facilidad que por ningún otro los trillos de la honradez, la honestidad y la laboriosidad. Cuando la piel exhibe con orgullo las cicatrices que le dejó el esfuerzo por la conquista del éxito, los ojos miran con menos envidia y resentimiento al congénere que triunfa.
Por el camino del esfuerzo individual, tal vez, se reducirían las guerras, que, en resumidas cuentas, todas llevan el germen de Caín, con la sola diferencia de que la quijada del burro evolucionó hasta convertirse en aviones supersónicos, bombas de neutrones y cohetes de largo alcance.
Cuando el hombre comprenda por su educación que él es el único protagonista de su propia vida, le será más fácil escoger una ruta de acuerdo con sus posibilidades. Y que conste, esto no es una oda al neoliberalismo. Nadie pone en tela de juicio el hecho ineludible de que siempre habrá limitados e incapacitados físicos y desempleados temporales. Para ellos sí deben existir los sistemas de seguridad social. El hombre apto debe ser educado para sentir orgullo legítimo en colaborar a la subsistencia y bienestar de los menos afortunados; pero ello se logrará únicamente el día que se destierre para siempre la idea arraigada durante siglos de que nuestros esfuerzos caritativos serán inevitablemente desviados hacia las arcas de funcionarios corruptos que, con discursos amelcochados, justifican vulgares parasitismos.
Entre las ocupaciones más lucrativas del mundo de hoy, resaltan la corrupción y los tráficos de droga, de armas y de seres humanos. Entre todas, la menos riesgosa es la primera. Los burócratas corruptos no sólo se enriquecen, sino que hasta llegan a enorgullecerse de su condición, como si verdaderamente ésta fuera el producto de méritos personales. Si se les increpara por su falta de honradez, de seguro responderían que “en este mundo todo es tan sucio, que ser honesto no vale la pena”. Si se les hablara de la baja estima de que gozan en la opinión pública, seguramente no vacilarían para espetarnos a boca de jarro que esos son coros de resentidos con aspiraciones a llegar donde ellos llegaron para hacer lo mismo. Causa horror pensar que en semejante forma de razonar haya una buena dosis de verdad. Sí, y también provoca erizamientos esa nueva corriente de la filosofía callejera que tilda al hombre honesto de incapaz y pusilánime, canta loas a la falta de escrúpulos y corona al ladrón con los lauros de hombre práctico e inteligente. ¡Dígame usted!
El hombre de hoy busca desesperadamente algo en qué creer, y cada día se le hace más difícil encontrar palabras creíbles. El discurso de los buenos y el de los malos se parece tanto que ya se hace imposible distinguir a los hombres por lo que dicen. Los únicos discursos que se diferencian son el público y el privado. La educación del futuro, si aspira a formar verdaderos valores, tendrá que colgar de aparatos gubernamentales que hagan mucho y digan muy poco. Los ejemplos de los grandes hombres que nos antecedieron van perdiendo su influencia a medida que se multiplican los intereses contradictorios que pretenden usarlos en beneficio de sus respectivas políticas.
Quiera Dios que los hombres que rigen los destinos del mundo, más allá de partidarismos inútiles, comprendan que ya somos más de seis mil millones de almas y estómagos sobre la faz de un pequeño planeta. Los recursos cada día son menos, y cada vez se les da un uso más irracional. Si todas esas estadísticas sobre cantidad de hombres viviendo en la miseria y la marginación social son al menos parcialmente ciertas, sirva esto para darnos cuenta de qué parte de la humanidad es la que crece desproporcionadamente. HOMBRES QUE GOBIERNAN, POR FAVOR, HAGAN ALGO MÁS QUE SEGUIR DENUNCIANDO CULPABLES.
Belisario Carlos Pi Lago (La Palma, 1950)
Poeta, ensayista y profesor de francés e italiano.
Licenciado en Inglés. Ganador de varios Concursos Literarios de la revista Vitral
Ha publicado varios libros como “Las ideas masónicas y la fe católica”, 2003; “Tres pelícanos de tela-Historia de Cuba en Décimas”, 2006. Ha publicado numerosos artículos en revistas y periódicos.
Es miembro fundador del Consejo de Redacción de Convivencia.
Reside en La Palma. Pinar del Río.
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