LA NAVIDAD DE LOS HÉROES

Grupo de soldados mambises cocinando un lechón en la manigua. Foto tomada de Internet.

Finaliza un año que ha sido difícil en muchos aspectos para todos y en todas partes del mundo. Pero a pesar de lo negativo tenemos que al final de este 2020 dar gracias porque nos llega el regalo del Niño Dios que una vez más nacerá en nuestros corazones, en nuestras familias y en nuestro país. Y con su llegada vienen la alegría, el amor y la esperanza. He querido terminar el año con este relato del siglo XIX escrito por uno de nuestros grandes patriotas cubanos, el Dr. Fermín Valdés Domínguez[1], amigo del alma de José Martí. Es una historia novelada, y aunque los sucesos que se narran no ocurrieron exactamente como se presentan, sí se llevaron a cabo en un lugar del Oriente cubano en los años difíciles de las guerras de independencia.

El relato nos hará apreciar la vida de aquellos valientes y sufridos guajiros que luchaban para traer la paz y la libertad al país. Era aquella gente corajuda, curtida, íntegra, honrada y sencilla y que, a pesar de todo, celebraba en familia los días festivos de la Navidad a la usanza del campesinado cubano. Todas las sanas y nobles virtudes de aquellos hombres y mujeres en tiempos de consagración, sacrificio y entrega se manifiestan en esta narración y nos dejan una dolorosa, pero a la vez hermosa imagen de aquellos cubanos buenos.

Que la luz y la paz que trae el Niño Jesús llenen nuestras vidas durante todo el 2021 y que, desde el pesebre, con sus pequeñísimas manos, el Señor nos bendiga con tal número de dádivas y favores, que podamos compartirlas con todos los hermanos. ¡Feliz Navidad!

Campanitas cubanas

  • Eco se oye en la campiña                                         
  • eco de alegres cantares                                            
  • cantan a un recién nacido                                        
  • voces que son celestiales.                                        
  • Y en todo el campo cubano                                      
  • cantan los verdes palmares                                      
  • cantan al Rey de los cielos                                       
  • dormidito entre pañales.                                          
  • Cuba le adora y le canta…
  • ¡con campanitas cubanas!     
  • Noche tan linda y tan bella
  • no hubo jamás en mi tierra.
  • Noche que Cuba se alegra
  • con la llegada de Dios.
  • Baja del cielo una estrella
  • se oyen campanas lejanas
  • son campanitas cubanas
  • son campanitas de amor![2]
  • Hno. Alfredo Morales, FSC

Noche Buena de 1895

 “Vengo a Cuba Libre a cenar con ustedes tasajo y plátanos y a pedir al cielo que sea esta la última Noche Buena de Cuba esclava” –dijo el viajero desmontándose de su ya cansada, pero briosa jaca. Una anciana de hermoso semblante cuyo busto se irguió con altivez, a pesar de sus setenta años y en cuyos ojos había la luz y el fuego de las grandes almas, estrechó conmovida y pálida la mano de su huésped.

– “Ahora sí que estoy contenta”– dijo la noble matrona oriental. “¡Ya tenemos padrino! Y habrá cena y brindaremos por la libertad de nuestra patria”.

En la casa de los pobres se siente el amor a la grandeza y en aquel lugar en donde el trabajo y la virtud vivían, se hubieran hallado encogidos y fuera de lugar los que están acostumbrados a cambiar la honra por un escudo de oropel; los que venden la dignidad como mueble inútil y que solo sirve para adornar los lujosos salones; en donde la madre olvida sus deberes y el hijo mancha con la furia de sus vicios el nombre quizás ilustre de sus antepasados.

No se oía en aquel rincón de tierra esclava la carcajada que aturde, ni se perdían los acordes de la melodiosa danza entre vapores de champagne y copas de manzanilla. Allá a lo lejos se oía el triste quejido del tiple cubano y por el camino que lleva al pueblo, algunos jóvenes alegres venían a festejar a la buena madre de todos los hombres de aquella comarca con la música de güiro: la orquesta típica de Oriente.

La noche era una de esas hermosas noches en que las sombras parecen respetar la alegría de los que dicen adiós a un año de penas y saludan con fe al año de las esperanzas.

Las once serían cuando el colgadizo interior de la casita, iluminado con velas de cera amarilla pegadas o atadas a los horcones, se veía invadido por los que habían de cenar juntos lechón y plátanos y miel de abejas. No faltaba la cazuela de congrio y la verde lechuga, que, aderezada por manos de ángel, hacían olvidar que allí no había manteles ni lujosa vajilla sino pobres platos de lata, uno o dos de pedernal, alguna taza bola, y jícaras o jigüeras para el agua y el café aromático.

– “A la mesa – dijo la anciana. “Usted, Padre; y Rosendo y Patria a la izquierda, y Cuba entre el Doctor y el Padre”. “Antes de sentarnos”, – dijo aquel digno ministro católico, “pidamos al cielo ventura para nuestra patria; recordemos a los padres de estas niñas, las que bauticé en el campamento del General Gómez en tierra camagüeyana; al esposo de usted, señora, que murió como bravo al lado del inmortal Agramonte, y a sus hijitos asesinados por el sanguinario Boet. Rosendo, acuérdate de ellos para vengarlos a todos, tú que naciste en medio de las balas y has tenido en tu madre, en esta cubana ejemplar, un modelo de patriotismo que imitar con orgullo. Y tú, Patria, sé su compañera en esta paz deshonrosa y su hermana en el campo de la gloria. Y tú, mi Cuba, a quien tanto quiero, lleva con orgullo en tus ojos el fuego de nuestras almas ansiosas de redención. A la cena, pues, que pronto ha de sonar la hora del combate y Dios estará a nuestro lado porque Dios es libertad y Dios es justicia, y el cubano solo pelea por dominar la tiranía ¡que infamia y esclaviza y niega a hombres libres el derecho de tener patria!”.

Y continuó el Padre diciendo: “La historia verdadera de los pueblos es la que escriben con sus heroísmos en el libro de la inmortalidad las almas que saben ser dignas de la tierra que las recibió amorosa y dio a sus corazones el fuego de la vida y el aliento de la grandeza que solo vive en donde están la virtud y el sacrificio honrado; única manera de hallar redención posible en este mundo de miserias y dolores. Llena toda una página de nuestra historia la relación tristísima de los dolores que supo sufrir la ilustre matrona, que en días que no pueden olvidarse nunca, abandonó sus riquezas para seguir a su esposo y acompañarlo en las fatigas de la campaña. Como ejemplo la recuerdo ahora, y si oculto su nombre por deber, pronto llegará el día en que pueda Cuba honrarla o dejar sobre su tumba la corona de laurel que ciñe ya su frente augusta”.

La que ofrecía en aquella casa cena y afectuosa hospitalidad había sufrido, con resignación heroica, todas las angustias de la guerra; pero no dejaron estas, a pesar de ser muchas, huellas dolorosas en su alma. Recordaba con altivez los días de fatigas y los combates y el hambre y la desnudez y el frío y las enfermedades; las arrugas de su frente, la contracción dolorosa de sus labios, la lágrima siempre caliente en sus ojos; eran los signos visibles de un dolor tan grande como su alma, de un angustioso recuerdo que estaba siempre en su memoria. Hay infamias cuya relación es enojosa; pero en este caso recordarlas es jurar venganza en el altar de la patria; y es oportuno hoy el juramento.

Al norte de Santiago de Cuba, allá por donde corre el Moa, operaba González Boet. Fuerzas cubanas atacaban a los presidiarios españoles que acompañaban al hombre inhumano. Se empeñaba este en descubrir el lugar en donde se ocultaba el jefe independiente, marido de aquella digna señora, al que habían herido en el último combate. En un rancho en lo más espeso del monte, vivía la esposa, también enferma, y tenía a su lado a sus tres hijos, de diez años el uno, de seis otro y el que llevaría el en sus brazos, apenas contaba dos meses. La fuerza española descubrió el indefenso escondite y allá fue Boet con su gente.

      – “¿Dónde está tu marido? Vamos… ¡Pronto!”

      – “No sé”, contestó la madre, estrechando contra su helado pecho al hijo de sus entrañas.

      – “Pues este mambí lo dirá”. Y con cobarde brutalidad cogió por el brazo al mayor de los niños.

      – “No sé”, dijo el niño.

      – “¡Despachemos! ¡O me dicen dónde está tu marido o le pego un tiro a tu hijo aquí mismo!”

      – “¡Máteme antes! ¡pero mi hijo!” El niño estaba mudo. Se dejó arrastrar hasta el monte y el verdugo le disparó un tiro con el revólver que llevaba en la mano.

Pero aún no había terminado el martirio. “Este otro caerá también si no me dices donde se oculta el canalla de tu marido”. La mártir no pudo responder, y apenas si vio cuando aquel malvado dejó muerto en el monte al hijo de seis años que acaso no podía comprender por qué aquel hombre era tan miserable. Luego mandó que ataran a la víctima y con su puñal dejó sin vida al ángel…. ¡que no había podido detener, con su sonrisa la mano bárbara del asesino! Harto de carne y de sangre, arrastró a la madre, y entre aquella chusma se la condujo como prisionera al campamento más cercano.

Con la noche llegó la noticia fatal al soldado herido. Se irguió este con rabia, dejó el lecho y acompañado de un puñado de bravos atacó el campamento enemigo; los asesinos huyeron a ocultar en el monte sus cobardías, y dejaron atada a un árbol y ¡casi sin vida, a la pobre madre! ¡Oh! ¡Cuando ella me contaba la escena dolorosa, quería pintarme a su compañero, a aquel soldado cubano tipo de bravura y de entereza, noble y generoso en la pelea, pero digno y decidido ante las huestes bien armadas de los soldados españoles y ante los viles defensores de la tiranía, que iban por los campos sembrando el luto y levantando como estandarte la bandera del pillaje y siendo los inicuos violadores de todas las leyes y de todos los fueros santos de la humanidad!

“¡Vamos a buscar a nuestros hijos! ¡El lugar en que les dimos sepultura indicará al asesino que allí debe morir y allí morirá!” La claridad de la luna indicó a los padres el monte que guardaba los restos de las inocentes criaturitas; los más pequeñitos estaban casi juntos en un charco de sangre. La madre creyó oír un quejido: dio un grito de dolorosa alegría y corrió entre el monte como una loca; la luna se ocultó por un momento; fue aquel para ella momento de dolor horrible. Casi desfallecida caía en los brazos del esposo que le seguía llorando y tinto en sangre española. Otro lamento se oyó y la luz blanca del astro piadoso de la noche fue la antorcha que alumbró el cuerpo del niño que se quejaba con amargura. Estaba vivo: la bala le había atravesado el pulmón derecho, pero, aunque la herida era mortal, su naturaleza se rebelaba y su cuerpo demostraba todas las energías de que era capaz.

Más que los cuidados del médico y de los soldados que acompañaban a aquel valiente fueron entonces eficaces los consuelos y los brazos de aquella madre y esposa ejemplar. El niño creció para honra suya y peleó después al lado de su padre el día triste para él en que lo vio caer para siempre en el combate, este niño era el joven Rosendo que cenaba al lado de su madre en la casita de Tauco. Patria y Cuba eran hermanas; quedaron huérfanas en la guerra y aquella santa fue madre también para ellas.

En aquella noche se casaron Patria y Rosendo y la suerte quiso que bendijera aquella unión el mismo varón justo que acompañó a sus padres en la campaña significadora. Es Rosendo un hombre hermoso de veintiocho a treinta años, fuerte de cuerpo y de alma. Nació en tierras de Oriente y allá en el Camagüey tuvo su bautismo de sangre. Supo pelear al lado de su padre y sabrá morir al pie de su bandera. En aquella noche –inolvidable para mí, que era el huésped y el cubano sin títulos honrosos en la mesa santificada por el valor y los heroísmos y las virtudes– ofreció a su esposa ir con ella y con Cuba a visitar la tumba del valiente que murió cuando era niña… Allá en los montes del potrero Méjico –en donde tantos supieron morir– debía encontrarse la cruz de madera que Calixto García dejó al lado de su amigo… Si antes no tengo que ir a la guerra, allá iré, dijo Rosendo, ¡allí sobre aquella tumba nos volveremos a casar!

Poco más de un mes había pasado cuando me encontré con Patria, Cuba y Rosendo allá por el camino central del Camagüey y casi a orillas del Saramaguacán[3]. La amorosa pareja me hizo olvidar mis dolores, en sus frases estaba toda la blancura de sus almas. Me hablaron de mi amiga la madre mártir, que había quedado en Oriente, sola con sus recuerdos y esperando a sus hijos, los que volverían, según ella, sanos y salvos porque habían ido a cumplir un deber.

 Cuba estaba más hermosa y bella que nunca. Había más luz y más fuego en sus negros ojos; rosas eran sus labios y su cabello ondeado caía sobre su frente pálida como manto que rodeaba aquel cuadro encantado, copia o modelo de la belleza cubana. A su lado vi a un joven de mirada altiva y cuerpo hercúleo. Era Luis el pescador, el que en la estrecha canoa dominaba con su brazo las corrientes más rápidas del río, el que nunca tuvo miedo; ese era Luis, camagüeyano, nacido en los últimos años de la guerra, allá en el monte, y que no conoció sino de nombre a su padre. Cuba y Luis se amaban. Aquel amor era para mí el abrazo de las dos regiones hermanas.

Algunos días después emprendimos nuestro viaje. Por el monte espeso, por aquella manigua ahora desierta, andaban los novios como exploradores. Luis decía que era práctico y que muchas veces había llegado hasta aquellos lugares. Patria, Rosendo y yo los seguíamos. Llegamos al fin a un limpio y allí nos detuvimos ante una cruz.

 – “Aquí está”, dijo Cuba y cayó de rodillas. “Si, aquí descansa mi padre”, agregó Luis con pena y espanto. El nombre que se leía en el brazo de la cruz era el del valiente padre de aquellas niñas y padre del acongojado Luis.

Rosendo y Patria cumplieron su promesa y también –al pie de aquella vieja cruz de madera– Luis y Cuba se abrazaron como hermanos. Pobres huérfanos a quienes la muerte separó y la muerte unía ahora de nuevo, en amor santo y puro.

 Y entonces dijo Luis:

– “Como viva encarnación de los dolores de mi patria, estás ¡Oh, Cuba! en mi alma; y como sacerdotisa del deber, son tus palabras consuelo y alivio y fuerza para los que esperan. En tus negros ojos encuentro con orgullo el mandato honroso; hay en ellos una lágrima y esa la llevaré en mi corazón el día de la lucha. Muerto o vencedor solo quiero para mí tus brazos amorosos, ¡oh! ¡Encarnación hermosa de mi patria!”

[1] Fermín Valdés Domínguez, Noche Buena de 1895, publicada en Patria el 7 de enero de 1896.

[2] Villancico Campanitas Cubanas del Hno. Alfredo Morales, DLS, La Habana, 1954.

[3] Cerca de Nuevitas, en Camagüey.

 

 


  • Teresa Fernández Soneira (La Habana, 1947).
  • Investigadora e historiadora.
  • Estudió en los colegios del Apostolado de La Habana (Vedado) y en Madrid, España.

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