El derecho al honor es un derecho fundamental que protege la dignidad y reputación de los individuos. Es un derecho personalísimo que puede ser vulnerado cuando se realizan declaraciones falsas que dañan la percepción pública de una persona. En la mayoría de los sistemas legales, se puede demandar por difamación o calumnia cuando alguien se siente lastimado en su honor debido a expresiones maliciosas o inexactas.
Sin embargo, la difamación presenta un desafío en el equilibrio entre el derecho a la libertad de expresión y el derecho al honor. Las sociedades y cada individuo deben trazar la línea entre las críticas legítimas y el daño injustificado a la reputación de una persona. Mientras que el debate honesto y las críticas basadas en hechos están protegidos, las acusaciones falsas no lo están. Por ello, en muchas jurisdicciones, los individuos que se consideran víctimas de difamación pueden recurrir a los tribunales en busca de compensación o rectificación.
Uno de los ejemplos más claros de este conflicto lo encontramos en la prensa sensacionalista y el “amarillismo”. La publicación de rumores o noticias sin base en hechos comprobados puede tener consecuencias devastadoras para la vida personal y profesional de una persona. Incluso en casos en los que la información es corregida posteriormente, el daño ya está hecho. Este tipo de comportamiento irresponsable en el ejercicio de la libertad de expresión no solo socava la credibilidad de los medios, sino que también plantea serias preguntas sobre los límites éticos del periodismo.
Pero no solo se pudiera ejemplificar con la prensa. En nuestra historia personal de seguro hemos sido testigos de falsos rumores sobre personas conocidas. Ya sea en nuestro centro laboral, barrio o incluso en el seno de comunidades cristianas o de cualquier otra religión. Rumores basados en suposiciones y que pueden terminar afectando psicológica o emocionalmente a un individuo.
Con la llegada de las redes sociales cosas como estas se ha intensificado. El panorama de la libertad de expresión ha cambiado de manera radical. Cualquier individuo con acceso a internet puede emitir opiniones o difundir información que puede llegar a millones de personas en cuestión de segundos. Esta democratización de la palabra tiene aspectos positivos, ya que ha permitido una mayor participación en el debate público. Sin embargo, también ha abierto la puerta a nuevos problemas.
Las redes sociales han facilitado la propagación de desinformación y difamación a una escala sin precedentes. Los rumores, las mentiras y las teorías de conspiración pueden difundirse rápidamente, afectando gravemente la reputación de personas y entidades antes de que puedan refutar las acusaciones. El fenómeno del “linchamiento digital”, donde una persona es atacada masivamente en línea por una turba de usuarios de internet, es un claro ejemplo de cómo la libertad de expresión puede derivar en violaciones del derecho al honor y la fama.
Además, el anonimato que ofrecen muchas plataformas sociales crea un espacio propicio para que las personas se expresen de manera irresponsable y sin temor a las consecuencias legales o sociales de sus palabras. Una técnica usada sobre todo cuando en cuestiones políticas, ya que muchos prefieren atacar a la persona en vez de contrarrestar con ideas y argumentos la posición ideológica o política de alguien más. El ejemplo cubano seria en ese sentido un buen caso de estudio, lamentablemente. Este anonimato ha fomentado el ciberacoso, el trolling y la difamación masiva, y plantea un desafío adicional para las leyes que intentan proteger la reputación de las personas.
En respuesta a estos problemas, algunas plataformas han implementado mecanismos de control, como la eliminación de contenido difamatorio y la suspensión de cuentas. No obstante, estos esfuerzos a menudo son insuficientes y han generado debates sobre la censura y la responsabilidad de las empresas tecnológicas en la protección de los derechos individuales.
En ese sentido la responsabilidad es un aspecto clave cuando se habla de la libertad de expresión. Los derechos, en su ejercicio, conllevan deberes y obligaciones. Expresar opiniones libremente no exime a los individuos ni a las instituciones de las consecuencias de lo que dicen o publican. Como sociedad, debemos preguntarnos: ¿qué papel juega la ética en la regulación de la expresión pública?
El principio ético fundamental en este contexto es la veracidad. Difundir información falsa o tendenciosa no solo es perjudicial para quienes son el blanco de estas afirmaciones, sino también para el público en general, que recibe una visión distorsionada de la realidad. En este sentido, los medios de comunicación y las plataformas en línea tienen una responsabilidad especial: deben garantizar que las voces que amplifican cumplan con estándares éticos rigurosos.
Asimismo, los periodistas y ciudadanos que participan en el discurso público deben entender que, aunque tienen derecho a expresar sus opiniones, también deben ser conscientes de los efectos que sus palabras pueden tener sobre los demás. La crítica legítima y constructiva es parte del proceso democrático, pero cuando esa crítica se convierte en ataques personales o en la difusión de información falsa, se cruza una línea peligrosa.
La libertad de expresión es un derecho fundamental, pero no es absoluto. Por ello y para proteger tanto la libertad de expresión como los derechos individuales, los sistemas legales han desarrollado diversas herramientas. Las leyes contra la difamación son un ejemplo de cómo los derechos a la fama y la privacidad pueden protegerse en el marco de una sociedad que valora la libertad de expresión. Sin embargo, el reto es crear un marco legal que no impida la crítica legítima, pero que tampoco permita que el derecho a expresarse sea una excusa para destruir la reputación de los demás.
Además, los tribunales de muchos países han enfrentado la compleja tarea de definir cuándo las declaraciones constituyen una opinión protegida y cuándo cruzan la línea hacia la difamación. Las jurisprudencias varían, pero en general, se reconoce que el derecho a la libertad de expresión no protege la difusión de mentiras deliberadas.
La regulación estatal también juega un papel clave, y es esencial que las leyes se mantengan actualizadas frente a las nuevas realidades digitales. La supervisión de los contenidos en internet es complicada, pero necesaria, y exige una colaboración entre gobiernos, empresas tecnológicas y organizaciones de derechos humanos.
- Manuel A. Rodríguez Yong (Holguín, 1990).
- Productor y Realizador Audiovisual egresado de la Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de los Baños (EICTV).
- Licenciado en Dirección de Medios de Comunicación Audiovisual por la Universidad de las Artes de Cuba.
- Presidente de SIGNIS Cuba y Miembro de la Junta Directiva de SIGNIS ALC.