La ideología según Hannah Arendt

Hannah Arendt. Foto tomada de internet.

El concepto de ideología se ha definido con múltiples sentidos durante el transcurrir de la historia, por lo tanto, es uno de los más polémicos actualmente en la politología. Por su parte, Hannah Arendt (1906-1975) lo abordó al desenmascarar los rasgos característicos de los totalitarismos del siglo pasado, en los cuales jugaba un rol fundamental. En este ensayo se comentará la concepción de Arendt sobre dicho término, principalmente, en Los orígenes del totalitarismo, obra publicada en 1951. Este texto constituye uno de los pilares fundamentales para comprender el desarrollo y perfeccionamiento de la ideología durante el auge del stalinismo soviético y el nazismo hitleriano. Está dividido en tres partes, que Arendt tituló de la siguiente manera: Antisemitismo; Imperialismo y Totalitarismo. No obstante, aquí se prestará especial atención a la tercera, pues, incluye el análisis de esta autora a la ideología en función de los estados totalitarios ya mencionados. También se buscará apoyo en otros de sus libros, como Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal (1963) —el más polémico de todos, debido a su crítica al colaboracionismo judío con los nazis— y La condición humana (1963), en los cuales se aprecian conceptos importantes para la caracterización de la ideología, que se pretende realizar con este trabajo.

El pasado siglo estuvo marcado por dos acontecimientos bélicos de envergadura mundial, que dejaron una amarga huella en la conciencia colectiva de la humanidad, sobre todo, la Segunda Guerra Mundial. Aparejado a tales circunstancias se desarrolló un nuevo tipo de estado, que hizo de la ideología un instrumento de control absoluto y «del totalitarismo una especie de Weltanschauung del mundo moderno».[1] Esta nueva forma de gobierno se caracterizó, de manera general, por llevar determinadas concepciones raciales al extremo, que elevaron el absurdismo a niveles nunca antes vistos. Según Arendt, pocas ideologías han logrado perseverar y atrapar la atención total, tanto del Estado como del pueblo, hasta el punto de convertirse en doctrinas oficiales de la nación y de obligatorio cumplimiento. En este caso, a principios del siglo XX se impusieron en el marco de la política europea dos tendencias ideológicas de igual naturaleza, que afirmaban «poseer, o bien la clave de la Historia, o bien la solución de todos los “enigmas del Universo” o el íntimo conocimiento de las leyes universales ocultas de las que se supone que gobiernan a la Naturaleza y al hombre. […]: la ideología que interpreta a la Historia como una lucha económica de clases y la que interpreta a la Historia como una lucha natural de razas».[2]. Estas dos variantes de la ideología representan, respectivamente, el arma política tanto de la URSS bajo el stalinismo, como de la Alemania hitleriana del Tercer Reich. Es en estos Estados de dominio totalitario donde la ideología se manifiesta en su verdadera naturaleza, bajo la premisa de hacer posible lo imposible. Esto es, hacer parecer verdadero lo que no podría serlo jamás, a no ser que un velo muy grueso de ignorancia, adoctrinamiento, manipulación, entre otras cosas más, cubriera el raciocinio humano, como sucedió en aquellos años.

La ideología, como mecanismo de dominación totalitaria, aparenta defender la libertad humana, así como la dimensión jurídica de una nación X. Sin embargo, en la práctica sus verdaderos objetivos descansan sobre todo lo contrario: con un nuevo sistema de leyes, supuestamente en función de la patria, abolen la libertad humana, que fingen proteger, y con ella la espontaneidad de los hombres, su capacidad de actuar y pensar por sí mismos. Tal abolición consiste en eliminar la noción misma de libertad individual, ya que, cada ser humano es un universo misterioso en sí mismo, consiguientemente, posee su propia libertad. En lugar de esta, el totalitarismo pretende imponer un modelo nuevo, redefinido, en el que los hombres poseen una especie de libertad aparente, porque tiene que estar al servicio del todo, del Estado. En otras palabras, nadie puede gozar de su respectiva individualidad, porque todos deben estar en función de la nación, o sea, del Estado. Por eso, el nacionalismo juega un rol importante, pues la ideología, disfrazada con los sentimientos de identidad nacional, emplea un discurso político muy convincente, que sabe mover las pasiones. De esta forma se materializa «el viejo prejuicio de adoptar como única libertad deseable la identificada con la omnipotencia, esto es, la distinguida como capacidad del actor de controlar de principio a fin aquello que lleva a cabo, mientras se destierra la genuina forma de libertad basada en la espontaneidad, por naturaleza unida siempre al desconocimiento de consecuencias».[3]

Esto se explica fácilmente si se toma como ejemplo la llegada de Hitler al poder en 1933 y la paulatina eliminación de todos sus posibles opositores políticos, tanto fuera del Partido Nazi como dentro de él. Con la Nacht der langen Messer Hitler no solo buscaba solidificar su permanencia en el poder, sino también, sentar las bases para crear una sociedad completamente unitaria, homogénea, donde la libertad del hombre estuviera determinada por el estado representativo de la totalidad. Aquí el hombre se torna un ser insignificante por sí solo ante la majestuosidad del todo, que le otorga sentido y razón de ser a su existencia. La sociedad totalitaria del Tercer Reich se vio inmersa en un proceso conocido como la Gleichschaltung, que también contribuyó, con el pretexto de alcanzar una mayor unidad y fuerza para enfrentarse a cualquier enemigo, a la nazificación de la nación alemana. Así, la Alemania durante la época de Hitler se caracterizó también «por la sujeción a una sola voluntad compartida que convierte a los individuos aglutinados en un solo cuerpo. El sujeto libre postulado por las ideologías se muestra como el resultado de lainmersión de los individuos separados en un proceso total en el que cada uno adquiere una función precisa y sólo constituye un momento necesariamente irrelevante ante la grandeza del todo»[4]. En este entramado ideológico el adoctrinamiento es fundamental. Por ello, en los gobiernos totalitaristas la educación siempre va tener prioridad, debido a que es la principal fuente de formación de los ciudadanos.

Otro de los rasgos que Arendt le atribuye a la ideología en los Estados totalitarios es la teleología profética: el líder posee una misión histórica que implica el servicio irrenunciable a la patria. Este rol mesiánico es asumido por el líder, en apariencia, involuntariamente. No obstante, una vez consolidados en el poder, tanto Hitler como Stalin, cometieron atrocidades, puesto que, su rol profético les permitía justificar, para alcanzar sus objetivos o los de «la patria» a toda costa, la legitimación de la violencia y la destrucción del mundo presente; así como el rotundo rechazo de las leyes consideradas como obstáculos para lograr sus fines.

Es increíble el hecho de que, a pesar de las arbitrariedades y horrores cometidos por estos tipos de estados, hayan tenido tantos seguidores, ya sea por autoconvencimiento o por haber sido engañados mediante el discurso demagógico. Sobre esto, Arendt explica que el factor inquietante en el éxito del totalitarismo es más bien el verdadero altruismo de sus seguidores: puede ser comprensible que un nazi o un bolchevique no se sientan flaquear en sus convicciones por los delitos contra las personas que no pertenecen al movimiento o que incluso sean hostiles a éste; pero el hecho sorprendente esque no es probable que ni uno ni otro se conmuevan cuando el monstruo comienza a devorar a sus propios hijos y ni siquiera si ellos mismos se convierten en víctimas de la persecución, si son acusados y condenados, si son expulsados del partido o enviados a un campo de concentración. Al contrario, para sorpresa de todo el mundo civilizado, pueden incluso mostrarse dispuestos a colaborar con sus propios acusadores y a solicitar para ellos mismos la pena de muerte con tal de que no se vea afectado su status como miembros del movimiento.[5]

En el totalitarismo soviético se dieron muchísimos casos en los que la ideología imponía este modo de actuación contra natura a favor del régimen. A esto súmese que, al buscar fundamentos seudocientíficos como la supuesta superioridad racial de los arios, el totalitarismo alemán convirtió en ideología prejuicios como el racismo y el antisemitismo, que, para Hannah Arendt, por sí solo no lo eran. Solo con el advenimiento del nazismo al poder la ideología se sustentó en concepciones de índole racial —como el criterio de superioridad aria sobre los judíos— y antisemitas. Como toda ideología, el nazismo intentó fundamentar su doctrina a través de la ciencia. Por eso buscaron en sus orígenes germanos una explicación casi divina a la supuesta superioridad del pueblo alemán respecto a los otros: la ascendencia germana llegaba a los orígenes mismos de la humanidad, que, supuestamente, estaban en los arios. Esta superioridad, sustentada también con un pasado glorioso y guerrerista típico de la ancestral Germania y los vikingos medievales, les permitía a los nazis hacer cualquier cosa, hacer posible lo imposible: la Shoah judía, por ejemplo.

Arendt, en su libro sobre el juicio de Adolf Eichmann (1906-1962) en Jerusalén, realiza un profundo análisis sobre esas actitudes de autoconvencimiento o autoengaño, no solo en un individuo, sino en todo un pueblo. Con una pluma filosa —llegó a molestar a muchos de sus amigos, atraer la atención de múltiples interesados en el tema, e, incluso a ser odiada por este polémico libro— y excelente, logra describir exhaustivamente la personalidad abrumadora de Eichmann, su convencimiento de haber sido acusado injustamente de asesinato, así como su capacidad —o incapacidad—para convertir toda frase en una especie de cliché burocrático cercano a la estupidez. Contraria a la opinión internacional, Arendt no vio en Eichmann al monstruo que se esperaba, sino, a un mediocre burócrata completamente ideologizado, hasta el punto de creerse libre de responsabilidad por sus actos. Arendt no vio un «mal radical», a la manera de Richard Bernstein, sino una imposibilidad de lograr la empatía, de distinguir entre el bien y el mal. Para Eichmann, él simplemente fue un funcionario diligente, que solo cumplía las órdenes de sus superiores; no percibía nada de bueno o malo en cumplir con su trabajo, aunque ello implicara la vida de millones de inocentes. Hannah Arendt lo describió de la siguiente manera: Cuanto más se le escuchaba, más evidente era que su incapacidad para hablar iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar, particularmente, para pensar desde el punto de vista de otra persona. No era posible establecer comunicación con él, no porque mintiera, sino porque estaba rodeado por la más segura de las protecciones contra las palabras y la presencia de otros, y por ende contra la realidad como tal. […] el caso de Eichmann es diferente al del criminal común, que solo puede ampararse eficazmente contra la realidad de un mundo no criminal entre los estrechos límites de su banda. Eichmann solo necesitaba recordar el pasado para sentirse seguro de que no mentía y de que no se estaba engañando a sí mismo, ya que él y el mundo en que vivió habían estado, en otro tiempo, en perfecta armonía. [6]

Eichmann es un caso evidente de las grotescas proporciones que puede alcanzar la ideología en un Estado totalitario. La humanidad de este hombre había sido reducida a una pueril pasividad. La ideología canceló en él todo rastro de activad y desarrollo espiritual humanos, quedando solo una especie de instrumento irracional y operante de la maquinaria asesina del nazismo. La ideologización de este hombre era tal, que, aun en su discurso fúnebre, se proyectó con el típico estilo de frases hechas, de tipologías y recetas elaboradas del discurso burocrático que le era tan familiar. Sobre esto, Hannah Arendt comentó que «fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes». [7] Por otro lado, tanto el comunismo como el socialismo se transforman en ideologías, puesto que proyectan la historia como el resultado de la «lucha de clases». Ambos afirman, además, haber descubierto con ella la ley que comprende todo acontecimiento y dicta su devenir universal y necesariamente. Lo crucial de las explicaciones «totales» que ofrecen las ideologías es su desvinculación de los hechosde la experiencia, su emancipación completa de la realidad fáctica, ya que postulan como principio de toda explicación válida la reducción de lo existente acategorías pensadas que adquieren carácter axiomático y, necesariamente, son contempladas como causa de lo que ocurre […] En este sentido, la ideología heredó elrecelo filosófico hacia las apariencias, convirtiendo en activa —en última instancia a través del terror y la aplicación del poder del estado— la convicciónhegeliana de que si un hecho no corresponde a la idea, es el hecho el que ha de doblegarse a ésta. [8]

En otras palabras, las ideologías se presentan como la solución histórica y profética a los problemas escatológicos de una sociedad determinada. Es por eso que, en su fundamentación teórica, sus discursos no se ajustan a la realidad, sino que se aparenta tal ajuste o coherencia. En función de cumplir tal objetivo, la ideología emplea eficazmente la propaganda. Por ejemplo, Paul Joseph Goebbels (1897-1945), uno de los colaboradores más allegados al Führer, fue ministro de Ilustración Pública y Propaganda durante la Alemania nazi. Bajo la dirección de este personaje, la propaganda nazi intentó justificar la ideología racial y antisemita, así como el criterio de eugenesia encaminado a la mejora de la raza mediante la eliminación de los seres humanos identificados por los nazis como Lebensunwertes Leben (vida indigna de la vida). Los resultados de esta manifestación terrible de la ideología nazi fueron la Shoah judía, la Porrajmos gitana y el programa de eutanasia Aktion T4, dirigido a la eliminación de enfermos mentales, niños con patologías hereditarias, enfermos crónicos o ancianos; así como la esterilización tanto de impedidos físicos y enfermos mentales como de homosexuales. De esta manera, el régimen totalitario del nazismo garantizaba la «purificación de la raza» por medio de una purga étnica, endémica y discriminatoria, en la cual la propaganda cumplía la función de regular la prensa, las artes y la literatura, la música, la radio y el cine.

La propaganda, como otro de los mecanismos del Estado totalitario para permanecer en el poder, es la encargada de avalar la ideología del régimen. Esto se consigue creando una realidad ilusoria, en sustitución de la realidad concreta de la vida, que atrae, seduce y engaña al pueblo a través de una serie de instrumentos para ello. En este sentido, el cine tuvo una importancia vital, pues, la manifestación del séptimo arte en aquellos años era aún bastante novedosa y había acaparado la atención —algo que fue in crescendo— de un público numeroso, que, en su mayoría, se creía todo lo que veía en el cinematógrafo. En función de estos objetivos estuvo una de las cineastas más importantes de la época, cuya influencia en el cine posterior no se puede negar: Leni Riefenstahl (1902-2003) —la favorita del Führer— obtuvo un éxito rotundo con su documental político de corte artístico Triumph des Willens (El triunfo de la voluntad) de 1935. Esta cinta, ordenada a Riefenstahl por el propio Hitler, muestra el potencial de la Alemania nazi y su regreso a la condición de potencia mundial. El Führer, es presentado con el carácter mesiánico típico de los líderes totalitarios, como el mandatario que llegó a Alemania para devolverle su antigua gloria germana. Así, de una forma muy sutil, se manipulaba al pueblo a partir de su propio sentimiento de patriotismo y nostalgia imperialista —temas muy delicados debido a la humillación sufrida tras la Primera Guerra Mundial—, mostrándole una realidad ideal, que se transformó con el tiempo en una cruda verdad. Al efecto, la propaganda hitleriana mantuvo a la sociedad alemana de ochenta millones de personas […] resguardada de la realidad y de las pruebas de los hechos exactamente por los mismos medios, el mismo autoengaño, mentiras y estupidez que impregnaban […] la mentalidad de Eichmann. Estas mentiras cambiaban de año en año, y con frecuencia eran contradictorias; por otra parte, no siempre fueron las mismas para las diversas ramas de la jerarquía del partido o del pueblo en general. […] Durante la guerra, la mentira más eficaz para todo el pueblo alemán fue el slogan de «la batalla del destino del pueblo alemán» (der Schicksalskampf des deutschen Volkes), inventado por Hitler o por Goebbels, que facilitó el autoengaño en tres aspectos: primero, sugirió que la guerra no era una guerra; segundo, que la había originado el destino y no Alemania, y, tercero, que era una cuestión de vida o muerte para los alemanes, es decir, que debían aniquilar a sus enemigos o ser aniquilados. [9]

En todo lo anterior se puede apreciar un atisbo de las concepciones teóricas del político y filósofo jurídico Carl Schmitt (1888-1985), sobre el Estado Total, la Guerra Total y la dialéctica amigo-enemigo sustentada en el principio hegeliano de contradicción. Ahora bien, la efectividad del totalitarismo no se limita al dominio de un pueblo mediante el Estado y el uso de la violencia. Esto solo se hace al inicio cuando necesita asegurarse el poder político. Sin embargo, una vez logrado esto último, la ideología y su peculiar desempeño coactivo, funge como un increíble método de dominación mediante el terror en lo interno del ser humano. Es decir, que en este tipo de Estado los seres humanos están dominados tanto externa como internamente, por vía del Estado y la ideología, respectivamente. Hannah Arendt, en su análisis respecto a los totalitarismos, ha descrito con mucha precisión el funcionamiento de la propaganda, el adoctrinamiento, la ideología y el terror empleados por estos para eternizar —o al menos intentarlo— su permanencia en el poder: Allí donde el totalitarismo posee un control absoluto sustituye a la propaganda con el adoctrinamiento y utiliza la violencia, no tanto para asustar al pueblo (esto se hace sólo en las fases iniciales, cuando todavía existe una oposición política) como para realizar constantemente sus doctrinas ideológicas y sus mentiras prácticas. […] básicamente hablando, la dominación totalitaria trata de restringir exclusivamente los métodos de la propaganda a su política exterior o a los sectores del movimiento en el exterior con el propósito de proporcionarles un material adecuado. […] La propaganda es, desde luego, parte inevitable de la «guerra psicológica», pero el terror lo es más. El terror sigue siendo utilizado por los regímenes totalitarios incluso cuando ya han sido logrados sus objetivos psicológicos: su verdadero horror estriba en que reina sobre una población completamente sometida. Allí donde es llevado a la perfección el dominio del terror, como en los campos de concentración, la propaganda desaparece por completo […] La propaganda, en otras palabras, es un instrumento, y posiblemente el más importante, del totalitarismo en sus relaciones con el mundo no totalitario; el terror, al contrario, constituye la verdadera esencia de su forma de Gobierno. [10]

De lo anterior se deduce que el totalitarismo es mucho más complejo de lo que parece, pues su funcionamiento está matizado por una serie de métodos y procesos encaminados al control absoluto de todos los ámbitos del ser humano. También es válido agregar que el lenguaje común a toda ideología no está dirigido a la explicación de la realidad, sino a tergiversarla. Esto, con el fin de adecuar la realidad a su discurso político y no viceversa, como debería ser. Con esta funcionalidad de la ideología, no es de sorprenderse el hecho de que, en los programas de eutanasia elaborados por los ideólogos nazis, como el Aktion T4, no apareciera jamás el término asesinato ni otro parecido. En su lugar, utilizaban la concepción de que con tales programas solo les otorgaban una piadosa muerte a quienes, por una variedad de condiciones, se les había negado legalmente el derecho a la vida (el Lebensunwertes Leben antes mencionado). La máxima expresión de esto fue la creación de los campos de concentración nazi y los Gulags soviéticos.

¿Cómo pudo ser posible todo esto? ¿Acaso se perdió la racionalidad humana y la capacidad de empatía del hombre? Las respuestas podrían ser diversas. De hecho, múltiples historiadores, filósofos, sociólogos, psicólogos, politólogos, entre otros, han buscado cada uno sus respectivas respuestas. Incluso, hay quien asume una postura negacionista, [11] que descree totalmente la existencia de la Shoah judía, y considera tal hecho como una invención de los conspiradores sionistas para desacreditar la Alemania nazi. Al respecto, el sociólogo y filósofo polaco de origen judío, Zygmunt Bauman (1925-2017), escribió lo siguiente: Yo esperaba que los historiadores, los científicos sociales y los psicólogos lo establecieran y me lo explicaran. Exploré los estantes de las bibliotecas y los encontré repletos de meticulosos estudios históricos y de profundos tratados teológicos. También había algunos estudios sociológicos, pulcramente documentados y escritos con ingenio. Las pruebas que habían acumulado los historiadores eran abrumadoras en volumen y contenido; sus análisis eran profundos y sólidos. Demostraban más allá de cualquier posible duda que el Holocausto es una ventana, y no un cuadro. Una ventana por la que se vislumbran cosas que suelen permanecer invisibles. Se ven cosas de la mayor importancia, no ya sólo para los autores, las víctimas o los testigos del crimen sino para todos los que estamos vivos hoy y esperamos estarlo mañana. Lo que vi por esa ventana no me gustó nada en absoluto. Sin embargo, cuanto más deprimente era la visión más convencido me sentía de que si nos negábamos a asomarnos, todos estaríamos en peligro.[12]

El peligro al que se refiere Bauman es el de no reconocer que, en el caso de la Alemania nazi, el totalitarismo estuvo más allá de lo reconocible como humano, más allá de los límites del castigo y la posibilidad del perdón. Esto significa que, en las valoraciones futuras que se puedan hacer, los posibles análisis y caracterizaciones de semejante fenómeno político —y más allá de lo político—, lo que debe primar no es la radicalización del mal, sino la magnitud extraordinaria de su manifestación. Los millares de muertos son una cruel, pero real, evidencia de ello. Además, la banalidad del mal, definida por Hannah Arendt, no fue un fenómeno irracional solo característico de un hombre como Adolf Eichmann, es una posibilidad totalmente negativa de la inactividad humana. El peligro al que se refiere Bauman alude también al temor que Arendt expresa en su texto sobre el famoso juicio en Jerusalén: la repetición inexorable de otra Shoah, tanto judía, como de cualquier otro pueblo del mundo. Todo lo comentado hasta ahora demuestra el criterio de esta autora según el cual las limitaciones y fronteras existen en la esfera de los asuntos humanos, pero nunca ofrecen un marco que pueda soportar el asalto con el que debe insertarse en él cada nueva generación. La fragilidad de las instituciones y leyes humanas y, en general, de todas las materias que atañen a los hombres que viven juntos, surge de la condición humana de la natalidad y es independiente de la fragilidad de la naturaleza humana. [13]

Cada nueva generación supera a la anterior rebasando sus límites —como la ideología del Tercer Reich superó, con creces, la del Segundo y la del Primero—. Además, las aberraciones derivadas de las ideologías compuestas por los Estados totalitarios—ya sea el soviético o el nazi—, solo demostraron la fragilidad de la condición humana de la natalidad. Por lo tanto, la devastación y aniquilación originadas por los totalitarismos, revelaron el rostro opuesto a la lógica benigna de la actuación humana, de la natalidad; o sea,«la capacidad de empezar algo nuevo»,[14] de añadir algo propio de los seres humanos y completamente novedoso al mundo. Porque los hombres no existen para terminar y morir —como afirmaba Heidegger respecto a la idea de que el hombre es para la muerte, pues la vida inevitablemente lo lleva a ese fin—; sino, para empezar, para vivir. Y esto último era —o es— lo que perturbaba al totalitarismo. Por eso aboga por destruir la individualidad de los hombres, unificándolos en una masa acéfala mediante su ideología totalizadora.

Para concluir, es justo decir que, a pesar de las críticas realizadas por algunos autores a la obra de esta autora, algo innegable es su importancia para la politología actual. Hannah Arendt abrió, con sus temáticas polémicas, un gran debate en materia política, que aún hoy persiste. Su profundo análisis de cuestiones vitales como la ideología, los totalitarismos, la banalidad del mal, la condición humana y la esencia humana —concepto que opone al de naturaleza humana, ya que, como Sartre, pero en otro sentido, negaba su existencia—, es muy esclarecedor no solo para el especialista en las ciencias políticas, sino también para el lector interesado en estos temas tan significativos. A fin de cuentas, la condición humana implica vivir en la Tierra, la mundanidad, la libertad, la vida, la natalidad, la pluralidad y la igualdad política, así como la igualdad ante la muerte, que, según Arendt, es el «destino común a todos los hombres».[15]

Bibliografía

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Referencias

[1] Juan Francisco Fuentes: «Totalitarismo: origen y evolución de un concepto clave», Revista de Estudios Políticos (nueva época), p. 205.

[2] Hannah Arendt: Los orígenes del totalitarismo, pp. 143-144.

[3] Borja Lucena Góngora: «Hannah Arendt: las ideologías y la supresión de la política», ÉNDOXA: Series Filosóficas, p. 238.

[4] Ibíd., p. 239.

[5] Hannah Arendt: Los orígenes del totalitarismo, p. 254.

[6] Hannah Arendt: Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, pp. 34-35.

[7] Ibíd., p. 151.

[8] Borja Lucena Góngora: op. cit., p. 242.

[9] Hannah Arendt: op. cit., pp. 35-36.

[10] Ibíd., pp. 279-281.

[11] Tal es el caso del escritor británico David Irving, quien se ha dedicado a estudiar la Segunda Guerra Mundial y el Tercer Reich, desde la perspectiva de la Alemania hitleriana.

[12] Zygmunt Bauman: «Prólogo», en Modernidad y Holocausto, p. 12.

[13] Hannah Arendt: La condición humana, p. 214.

[14] Ibíd., p. 23.

[15] Ibíd., 236.

 


  • Magdey Zayas Vázquez (La Habana, 1985).
  • Graduado en 2012 de la carrera Licenciado en Educación, Humanidades, en la Universidad de Ciencias Pedagógica Enrique José Varona.
  • Maestría en Didáctica del Español y la Literatura (2017, también en el Pedagógico).
  • Profesor Instructor de Literatura Latinoamericana de la UCPEJV, desde 2015 hasta 2018.
  • Profesor Instructor de Literatura Cubana en la Universidad de las Artes desde 2019.
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