Por Orlando Gutiérrez-Boronat
El sistema de relaciones internacionales surgido del Tratado de Westphalia de 1648, por vía del cual comenzó a instaurarse en el mundo el sistema de estados nacionales, era uno basado en la guerra como factor permanente de la política internacional. El conflicto armado se convirtió en un componente más y hasta rutinario en la interrelación entre los pueblos. Como resultado de Westphalia la guerra permanente entre los estados se sustentaba en pactos secretos e intereses variables. Esto significaba que los que se enfrentaban militarmente un día podrían unirse el próximo y así sucesivamente, para mantener siempre el balance entre los estados e impedir el surgimiento de un solo estado hegemónico en el continente europeo.
La guerra permanente o el temor a la guerra era un componente indispensable para la ecuación del balance de poderes entre las monarquías nacionales. Era inevitable que esta política real se convirtiese en una ideología: la de la real politik, el llamado derecho a la supervivencia de los estados por encima de la soberanía de los pueblos, se plasmó como agenda de la política internacional. Esta ideología, en la que se subordinan las doctrinas de derecho natural a la prioridad de la seguridad nacional, rompía tajantemente con lo que era la doctrina del derecho como fundamento de la civilización internacional que se venía desarrollando desde los tiempos de Roma, con las doctrinas estoicas, y con la gran obra de los teólogos y filósofos cristianos del medio evo, culminando con la visionaria cátedra de la Universidad de Salamanca.
Para la tradición filosófica occidental hasta ese momento el propósito de la política era la justicia y la fraternidad. A raíz de Westphalia el fin manifiesto de la doctrina política se convierte en el poder y la guerra.
Este sistema de guerra permanente agota y polariza a las monarquías nacionales y progresivamente erosiona la autoridad de las mismas, resultando en el fenómeno de la Revolución Americana y la Revolución Francesa. La lógica de las monarquías nacionales lleva a Europa a los horrores de la Primera y Segunda Guerra Mundial donde la civilización occidental casi se consume a sí misma.
El surgimiento del totalitarismo y el conflicto de la Guerra Fría que surge a raíz de las guerras mundiales, impregnado con la amenaza potencial del holocausto nuclear, es el resultado de esta institucionalización doctrinal del poder y la guerra que marca el inicio de la modernidad. Sin embargo, lo que prevalece en este conflicto entre el mundo libre y el totalitarismo no es la real politik, sino todo lo contrario: el resurgimiento de la doctrina del derecho natural, de los derechos universales del hombre, como punto de referencia de racionalidad superior para toda la humanidad.
Es tal el desarrollo de la tecnología y el armamentismo en el mundo moderno que eliminar estos derechos como fin mismo de la política en cualquiera de sus manifestaciones conduce a la amenaza certera de sumir a la humanidad en una nueva y terrible forma del totalitarismo: el relativismo moral. Dentro de este esquema, las categorías morales de la persona humana se verán reducidas a creencias localistas y hasta folclóricas de grupos humanos particulares. Esto llevará inevitablemente a una pérdida de orientación universal por la humanidad.
El gran reto del siglo XXI radica en que la integración económica y tecnológica que está ocurriendo en todo el planeta sea también una integración ética, que la política de seguridad y supervivencia por parte de los estados nacionales sea reemplazada por una política de adhesión a principios éticos universales. Esto también lleva a que rebasemos la mentalidad de Westphalia para animar un orden universal del derecho. Será solo en base a la intolerancia de la civilización del derecho con los restantes estados totalitarios del mundo, que se podrá abrir un nuevo capítulo en la historia de la humanidad.