Lunes de Dagoberto
Con frecuencia los que deben cuidar del cumplimiento respetuoso y justo de la ley, los decretos, los reglamentos y toda norma de convivencia social, interpretan, ejecutan y violan las propias regulaciones que ellos mismos, o las instituciones que representan, han aprobado o instituido.
En cualquier lugar de este mundo hay personas con responsabilidad que incumplen lo establecido. En todo el mundo hay servidores del orden público que se corrompen. En todos los lugares hay quienes hacen la ley y luego la irrespetan o la aplican con doble rasero, o la manipulan al servicio de sus intereses ideológicos o de poder. Se puede argumentar que todo esto ocurre en otros lugares, pero enseguida viene a la mente aquel viejo refrán que dice “mal de muchos, consuelo de tontos”.
Nada justifica que la ley o las normas de convivencia pacífica y civilizada sean violadas por aquellos mismos que tienen la responsabilidad de aplicarlas, salvaguardarlas o interpretarlas en el sentido de la suprema dignidad de la persona humana y de la búsqueda del bien común.
Leyes y normas justas y precisas
En primer lugar, toda legislación, código o normativa debe ser sobre todo justa. Universalmente se entiende que una ley justa es aquella que respeta la integridad, dignidad y todos los derechos de todos los ciudadanos sin diferencia, discriminación, ni privilegios. Las leyes que lesionen alguna libertad o derecho humano, totalmente o en parte, no son leyes justas. Las leyes injustas pierden su fuerza legal y moral. Pierden su legitimidad precisamente porque van contra la naturaleza humana y sus derechos.
Otra de las características de una buena ley es su precisión. En efecto, el texto legal debe especificar, en todos los casos, con meticulosidad, qué significan los conceptos, categorías y situaciones que establece o que son punibles. Esta precisión debe ser tan detallada y clara como para no dejar margen alguno a la interpretación de quienes deben aplicar la ley. Todo margen de interpretación que se deje en manos de seres humanos puede dar paso a la subjetividad del que juzga e interpreta, puede dejar margen al sesgo de la aplicación por motivaciones personales, ideológicas u órdenes recibidas por quienes deben aplicar la ley con independencia de sus criterios personales o de terceras personas o instituciones.
La arbitrariedad
Sin embargo, lo peor de los amplios márgenes que dejan las leyes imprecisas, hechas por incapacidad o para ser utilizadas según convenga, es la arbitrariedad.
Según el Diccionario de la Universidad de Oxford,arbitrariedad es la: “Forma de actuar basada solo en la voluntad o en el capricho y que no obedece a principios dictados por la razón, la lógica o las leyes. Acción arbitraria cometida con abuso de autoridad.”
La arbitrariedad puede ser cometida, no solo por el irrespeto a la ley en sí misma, sino también por la violación de “las debidas garantías procesales y consideraciones relacionadas con la razonabilidad, la necesidad y la proporcionalidad.” (https://cubalex.org/2018/08/01/arbitrariedad-y-contrario-a-la-ley-no-son-lo-mismo/#)
Por supuesto que cuando esto no se reduce a un caso, o a un número y frecuencia, razonables, y proporcionalmente insignificantes, la arbitrariedad se vuelve frecuente y se llega a “normalizar”. Entonces, se pierde todo código ético y el país se sumerge en un relativismo moral y legal que no ayuda a nada bueno.
El desorden surgido de la arbitrariedad
Con cierta frecuencia esa normalización de lo anormal va creando una mentalidad de libertinaje, de irrespeto a la ley, por la banalización de la interpretación y la aplicación de las leyes, por el relativismo de su ejecución desproporcionada y así nos vamos acostumbrando a la calamidad de lo arbitrario.
Ese irrespeto conlleva al desorden que tanto daño hace a cualquier sociedad. Esas interpretaciones sesgadas o manipuladas por un interés espurio a la propia ley, ese desenfado en violar el debido proceso y la proporcionalidad entre el hecho, la culpa y la pena aplicada, van creando una desconfianza en la justicia, una falta de credibilidad de su justeza, y un desapego a las normas de convivencia que crecen proporcionalmente con la percepción de la arbitrariedad.
Este estado de opinión, muchas veces fundado en hechos reales y comprobables, no beneficia al país, sino que lesiona a todos y favorece, a la larga, el desorden y el caos que nadie en Cuba desea ni ve conveniente. Otro refrán de la sabiduría popular debería llamarnos a todos a la reflexión: “Tanto va el cántaro a la fuente, hasta que se rompe”.
Todos los cubanos y cubanas somos y debemos ser responsables de Cuba, de este querido “cántaro” caribeño, de esta amada cuba que contiene el vino bueno de nuestra identidad y de nuestra cultura, que eso significa también el nombre de nuestro país, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua: “Recipiente de madera, o también modernamente de chapa metálica, que sirve para contener agua, vino, aceite u otros líquidos, y está compuesto de tablas unidas y aseguradas con aros de hierro, madera, y cerradas con tablas por los extremos.”
Propuestas
Cada cubano es una tabla que conforma ese recipiente de la cubanidad. Cada tabla es necesaria. Ninguna debe ser desechada ni dañada porque, por esa herida, se desangra la nación, se vacía Cuba de sus mejores hijos. Es necesario parar ese sangramiento nacional, ese éxodo permanente y terrible que debilita a nuestra Patria, que la convierte en una comunidad en fuga. Para ello, no nos quedamos en la queja estéril, no nos embarrancamos en la crítica amarga e inútil. Siempre son necesarias las propuestas:
El futuro de una convivencia pacífica y ordenada en Cuba depende de esta cultura de la razón, la lógica, la ley y la justeza de las leyes y de su administración. Depende de que todos respetemos la ley y no permitamos la arbitrariedad. Cuba lo necesita.
Meditemos y actuemos a favor de un nuevo pacto social donde quepamos todos.
Hasta el próximo lunes, si Dios quiere.
Dagoberto Valdés Hernández (Pinar del Río, 1955).
Ingeniero agrónomo.
Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
Premios “Jan Karski al Valor y la Compasión” 2004, “Tolerancia Plus” 2007, A la Perseverancia “Nuestra Voz” 2011 y Premio Patmos 2017.
Dirigió el Centro Cívico y la revista Vitral desde su fundación en 1993 hasta 2007.
Fue miembro del Pontificio Consejo “Justicia y Paz” desde 1999 hasta 2007, A la Perseverancia “Nuestra Voz” 2011 y Premio Patmos 2017.
Dirigió el Centro Cívico y la revista Vitral desde su fundación en 1993 hasta 2007.
Fue miembro del Pontificio Consejo “Justicia y Paz” desde 1999 hasta 2006.
Trabajó como yagüero (recolección de hojas de palma real) durante 10 años.
Es miembro fundador del Consejo de Redacción de Convivencia y su Director.
Reside en Pinar del Río.
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