Jueves de Yoandy
Hay quienes se niegan a reconocer la existencia de un daño antropológico a causa de la vida en un sistema que ha atentado contra la dignidad plena de la persona humana.
Hay quienes alegan que en cualquier latitud y por diversas razones ese daño antropológico está presente desde la esclavitud hasta nuestros días y es verdad que ha habido diferentes tipos de daño, pero eso no niega que en los totalitarismos, como el nuestro, ese daño sea mayor, más abarcador de las distintas dimensiones de la persona humana, precisamente porque el control del Estado es total. En cualquiera de los casos, las consecuencias hablan por sí solas y es tal la magnitud del daño que, incluso, llega a darse la tendencia de que, manifestando sus propios signos, no seamos capaces de darnos cuenta de que lo padecemos.
A pesar de que son diversas las formas en que este daño se manifiesta, hoy quisiera referirme brevemente a una que, aunque no sea la más elemental, puede inducir el sufrimiento de nuevas deformaciones: la apatía, la desidia, la anomia, y la falta de propuestas personales y sociales.
Quizá no somos conscientes del daño por su propio término, pero al describir sus síntomas nos asombramos de cómo, sin notarlo, somos también afectados. Estaremos hablando del daño antropológico causado por el totalitarismo en Cuba que ha considerado a la persona como una masa dúctil y maleable, adoctrinada y cuya capacidad de respuesta e interacción con el medio está condicionada por la ideología en el poder, los llamados “intereses colectivos” y por aquello de irreconocer la raíz del mal y, por tanto, vivir sin buscar las posibles soluciones.
En primer lugar, podemos hablar de la apatía que, en el caso cubano, no tiene que ver tanto con la impasibilidad del ánimo, sino con la dejadez, la indolencia, la falta de ímpetu, porque la actuación podría tener peores consecuencias que la inacción. Si no se educa para la responsabilidad, si no se enseña sobre la libertad humana y sus límites; si el ciudadano no ve los frutos de su esfuerzo traducido en condiciones dignas para la vida humana, satisfacción no solo material sino y principalmente espiritual, que le mantenga deseoso de vivir y creído del valor del trabajo, de la riqueza de las relaciones humanas y de la vida en la verdad, estamos generando ciudadanos no solo desmotivados, sino poco comprometidos con su realidad presente y mucho menos con el futuro.
La persona apática sufre la falta de motivación en su dimensión personal y proyecta ese desinterés hacia lo que tiene lugar en el entorno en que se desarrolla. Si no hay motivación, difícilmente se tengan objetivos claros y mucho menos pasos establecidos para conseguirlos. Vencer la apatía es la primera etapa del camino para decidirnos a aprender cosas nuevas, ampliar los horizontes conociendo nuevas personas y viviendo experiencias que propicien el desarrollo humano integral.
En segundo lugar, una de las consecuencias del daño antropológico en Cuba es la desidia. Si bien puede confundirse con la apatía, la desidia es, quizá, un escalón más alto que significa no solo desmotivación, sino la falta de esfuerzo. Este mal está relacionado con otras actitudes humanas que dan al traste con todo lo bueno y bello que se espera de la persona humana en el cultivo de los dones personales y el servicio que puede brindar, partiendo de ellos, hacia el exterior, que es el medio donde se desarrolla. Entre ellas: la indolencia, cuando no importa lo que pasa a nuestro alrededor porque vivimos en la cultura del “sálvese quien pueda”; la pasividad, cuando no interesa implicarse en ningún proyecto ni tomar la iniciativa porque “un palo no hace monte”; y el descuido consciente provocado por aquel exceso de colectivismo, que lo que ha traído es más individualismo mostrando que la “cosa pública” está mucho después de la práctica de “lo mío primero”.
Mientras miremos con desidia los problemas del país, de nuestros centros laborales, de nuestras iglesias, de nuestros barrios, estos se acumularán y seguirán escaseando las alternativas para encontrar una solución al problema basal.
El tercer elemento al que me quiero referir es la anomia, que es aquel irrespeto por todas las normas, por la ética, por los códigos de conducta. Es el relativismo moral practicado cotidianamente porque se han perdido los valores y se considera que respetar las normas de convivencia, conservar las buenas costumbres, cultivar las buenas tradiciones es algo que nos ata, restringe nuestro libertinaje individual y “nos mete en cintura”. Al vivir en la anomia se están dando pasos agigantados hacia el caos y la fragmentación comunitaria y social.
Por último, quiero referirme, precisamente, a la imposibilidad que provoca el daño antropológico para generar propuestas. El hombre, dañado en las distintas facultades que conforman la persona humana, pierde la capacidad de generar propuestas, de otear el horizonte, de vislumbrar un futuro mejor y proyectarse hacia él. El paternalismo de Estado que genera ciudadanos pasivos y dependientes, unido al acomodamiento de que todo “viene de arriba” y que otros son los que trazan las directrices de nuestras vidas, conduce a la escasez de vías de solución venidas desde abajo, es decir, del pensamiento y la acción de la persona que padece el daño y necesita paz y libertad, prosperidad y confianza en el futuro.
En esa confusión de términos, compartimentos y proyecciones de la persona dañada, si se llega a generar una propuesta, a veces se erige como “la propuesta”, obviando el aporte de los demás y negando la diversidad que hace verdaderamente rico el debate público y la vida humana.
Entonces, aprovechando la autoridad moral, el cobijo de la institución a la que se pertenece, la tradición de respeto de los demás con los que interactuamos o el simple ejercicio exacerbado del poder (olvidando que es para servir), la propuesta se convierte en una disposición general. Esta actitud anula a la persona del otro, ningunea el valor que tiene la voz de todos, aplasta la semilla de futuras iniciativas que puede ser que nunca germinen.
Los cubanos no estamos adaptados a las propuestas, más bien a determinar rasgos y consecuencias de los fenómenos que nos aquejan y, en algunos casos, se llega a establecer el diagnóstico de la situación. Pero este, igualmente, viene matizado con esos aires de anular la pluralidad de opciones.
El esfuerzo para superar la apatía, la desidia, la anomia y la no generación de propuestas es una tarea de todos. La centralidad de la persona humana nos convoca, justamente, a trabajar en la búsqueda de mejores condiciones de vida. El reconocimiento del daño constituye el punto cero de la línea de tiempo que nos conduce hacía la solución. ¡En sus marcas, listos, fuera!
Yoandy Izquierdo Toledo (Pinar del Río, 1987).
Licenciado en Microbiología por la Universidad de La Habana.
Máster en Bioética por la Universidad Católica de Valencia y el Centro de Bioética Juan Pablo II.
Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia. Responsable de Ediciones Convivencia.
Reside en Pinar del Río.