Jueves de Yoandy
Los cristianos nos encontramos celebrando la Semana Mayor, la Semana Santa, el tiempo más importante de todo el año litúrgico. Específicamente hoy, Jueves Santo, conmemoramos la institución de la Eucaristía, la Misa y el sacerdocio, que se recuerda más fácilmente a través de los hechos que vivió Jesús con sus apóstoles este día: la última cena y el lavatorio de los pies.
Muchos de los que leen mi columna semanal pensarán que se trata hoy, nuevamente, de un tema religioso. No podía ser de otra manera para un cristiano por estos días. Sin embargo, como la religión es eso, precisamente, “religar”, y los católicos siempre tenemos presente la que a veces se queda como la pata coja de la mesa, la Doctrina Social de la Iglesia, vamos a hablar de este día en clave comunitaria, de vivencias de la sociedad y de nuestras vidas propias.
En primer lugar hablemos del gesto de la fracción del pan, de la última cena de Jesús. Sentarse a la mesa a compartir, incluso el jueves después del miércoles de la traición, sabiendo que uno de los doce le entregaría, es el mejor gesto de inclusión y de respeto al prójimo que pueda existir. Significa que la capacidad para perdonar y reconciliarse no tiene límites.
Entonces cabe preguntarse, por un lado: ¿Somos capaces de hacer lo que hizo Jesús? ¿Compartimos el pan con el más necesitado o ajustamos cualquier tipo de ayuda a nuestra conveniencia? ¿Nos mostramos solícitos ante el verdadero rostro de Dios o nos congraciamos solo con aquellos de quienes esperamos un beneficio posterior, en una especie de toma y daca? ¿Cuando vamos a ejercer la caridad pensamos en el destinatario o lo hacemos por el mérito propio? ¿Damos de lo que nos sobra, de lo que no nos gusta, de lo que no nos cuesta desprendernos, o compartimos de lo que tenemos aunque toque a menos para nosotros mismos? Por otro lado, respecto a la oración más universal de la Iglesia, aquella que el propio Jesús nos enseñó, el Padrenuestro: ¿Perdonamos a los que nos ofenden como nosotros somos perdonados? ¿Nos cuesta dar el brazo a torcer y ensuciamos el rostro de los demás para sentirnos libres de toda culpa? ¿Aún sabiendo que hemos sido, somos o seremos traicionados, tenemos la fortaleza interior y la seguridad personal de pasar página y convivir pacífica y civilizadamente?
Aquella última cena sirve para actualizar, en cada situación que se nos presenta, la caridad humana, la solidaridad con el desfavorecido o el necesitado, ya sea material o espiritualmente. También nos propone la más elevada y profunda de las actitudes humanas: el perdón que nos hace humildes y sanos de corazón.
El otro de los momentos agudos que tuvo lugar en la última cena fue el lavatorio de los pies. Jesús, sin ningún tipo de complejo, ni encaramamiento de los que a veces padecen los jerarcas, se presenta como el primer servidor. Nos viene a recordar lo que significa una verdadera vocación de servicio: dejar de ser el primero para ir con los últimos, tener la humildad de ofrecer, en lugar de esperar pasivamente para recibir. Esto muestra la misión real de la Iglesia en medio del mundo, la misión de servir.
En el día del amor fraterno se nos recuerda que la vocación de servicio es una de las más elocuentes manifestaciones del amor. La máxima ignaciana “En todo amar y servir” define lo que debería ser la trayectoria de un creyente que sabe que, a imitación de Jesús, hemos venido a servir y no a ser servidos. La tradición de lavar los pies era tarea exclusiva para los siervos o los esclavos, el hecho de ofrecerse Jesús a hacerlo, con la misma dignidad y con el corazón henchido, habla de una riqueza espiritual que coloca a la persona por encima de diferencias de raza, de credo, de poder.
Servir no es fácil, pero es indescriptible la satisfacción de haber servido. Lavar los pies significa inclinarse hacia el otro, preocuparse por el otro, estar pendientes de los demás, salir de nuestro egoísmo para atender al prójimo. Si servir es una palabra clave en el Evangelio, debe pasar a ser también una palabra clave en nuestras vidas. ¿Cuántas veces negamos la ayuda a este o aquel porque no me cae bien? ¿Estamos disponibles allí donde nos necesiten, o condicionamos el servicio a nuestros intereses y entonces le ponemos reparos a la caridad? ¿Consideramos que inclinarnos ante la persona del otro nos hace más débiles? ¿Vivimos con un medidor para el servicio y calculamos cuánto hemos dado sin recibir?
Lo que más grande hace a una persona es que los demás puedan reconocer que, a pesar de su nivel, de codearse con las alturas, de sentarse a la mesa de los que ostentan algún poder, esa persona no hace alarde y vive con la sencillez óptima para igualmente estar junto al más débil, el que tiene menos nivel, el que carece de influencias y posesiones. El lavatorio nos viene a recordar que todos somos iguales ante los ojos de Dios y, en términos de liderazgo, nos demuestra que un verdadero líder está dispuesto a abajarse, a tener la suficiente humildad para colocarse en posición servil y estar para el otro. Cada vez que presenciamos un acto de bondad que surge de la humildad y el respeto hacia otra persona, podemos considerar que estamos ante hechos equivalentes al lavado de pies que hizo Jesús a sus apóstoles.
Por último, a tono con este día, les invito a recordar la oración de Jesús en el huerto de los olivos, al concluir la cena. Ya había lavado los pies a sus discípulos, había comido junto a ellos y les había anunciado, refiriéndose a Pedro, que le negaría tres veces y que uno entre ellos le traicionaría, refiriéndose a Judas Iscariote. Y allí, en Getsemaní “sudó como gotas gruesas de sangre que caían hasta la tierra”, y pronunció las palabras que Lucas nos recuerda: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.
¿Cuántas veces hemos sufrido como Jesús la tentación y el miedo? Pero más allá de sufrirlo, ¿cuántas veces nos hemos colocado en la actitud de entregarnos a la voluntad de Dios y no hacer o pedir que se haga nuestra voluntad? Si el propio Jesús, entre la agonía y la angustia de su alma, es capaz de confiar en la Divina Providencia ¿por qué somos impacientes ante la voluntad de Dios? ¿Por qué, si nos decimos cristianos, si creemos en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro, nos cunde la desesperanza e incluso, la insuflamos a los demás? ¿Cómo podemos ser reflejo de Dios si rechazamos las cruces que nos toca cargar, renegamos de ellas, maldecimos y hasta en ocasiones, muy lejos de imitar la actitud del cireneo, traspasamos la cruz a otros en lugar de caminar juntos hacia el calvario de nuestros días?
Que este Jueves Santo sirva para que, a semejanza del Cristo de Getsemaní, en la lucha contra nuestras angustias, en la realidad de Cuba que agoniza, en la oscura noche que atravesamos, en la soledad de los amigos, y en el aparente silencio de Dios, confiemos en la voluntad de quien todo lo puede.
Que nunca caigamos en la tentación desesperada de la rendición. Amar, servir y confiar son las claves para el camino.
Yoandy Izquierdo Toledo (Pinar del Río, 1987).
Licenciado en Microbiología por la Universidad de La Habana.
Máster en Bioética por la Universidad Católica de Valencia y el Centro de Bioética Juan Pablo II.
Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
Doctor en Humanidades por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia. Responsable de Ediciones Convivencia.
Reside en Pinar del Río.