Joaquín Ruiz-Giménez: una vida para el diálogo y la inclusión

Por Dagoberto Valdés
Al despedirse de su visita a Pinar del Río, frente al Obispado, enero de 1999.

Al despedirse de su visita a Pinar del Río, frente al Obispado, enero de 1999.
Hombres camino. Hombres y mujeres paradigmas. Hombres y mujeres que dan la luz larga por delante. Uno de ellos ha sido Don Joaquín Ruiz-Giménez, cristiano comprometido que fue bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, que vivió en el nombre del diálogo y del pluralismo y del derecho. Que ha entregado su vida por la inclusión, el servicio, la justicia y la paz.
Este es el testimonio de un cubano, aspirante a cristiano, que vive y trabaja en Cuba y que un día se encontró con una de las más fuertes y constantes inspiraciones vivientes de su vida: Joaquín Ruíz-Giménez.
Fue con mi primera salida de la Isla del Caribe para el XXV Congreso Mundial de Pax Romana, un Movimiento Internacional de Intelectuales Católicos que celebraba su 50 aniversario en Roma durante el mes de septiembre de 1987. A mis 32 años me sentí un principiante en aquella asamblea de notables. En la mesa presidencial el día de la inauguración bajo una inmensa tela que nos invitaba a “Responder hoy a los desafíos del mañana”, estaba aquel caballero alto, digno, sereno y sonriente que a sus 26 años, en 1939, ya era presidente mundial de esa organización de insignes pensadores católicos.
Me lo presentó, durante uno de los almuerzos, la Sra. Susana Villarán, inefable peruana, que era responsable del Movimiento en América Latina y con quien desde entonces he mantenido una fraterna y solícita amistad. La cercanía y jovialidad de Don Joaquín fue la puerta, su sonrisa inclaudicable y en ocasiones ingenua, fue la aldaba, y su amor a Cuba, mi pequeño país, la invitación franca a cruzar el difícil umbral que los más jóvenes y desconocidos interponemos, instintivamente, frente a esas personas que han vivido mucho, bien y entregadamente.
No fue así con Ruiz-Giménez, al otro día fue él quien me buscaba por los pasillos con el pretexto de regalarme un libro dedicado, el primero de muchos, pero en realidad era para hablar de Cuba. Más aún, para preguntar incesante y apasionadamente por Cuba. Yo había preguntado por él durante la sesión y ahora tenía que responder exhaustivamente ante aquel hombre-luz. Me batí como pude, como diría un buen cubano. Le fui desgranando lo que para mí era Cuba, su presente y su futuro. Quedamos en reencontrarnos el día siguiente. Ya no pudo más y me preguntó cómo verían una visita suya a Cuba. El 1 de Octubre en la Solemne Misa Papal en la Basílica de San Pedro para inaugurar el Sínodo de Obispos de todo el mundo, dedicado precisamente a los laicos, cuál no sería mi sorpresa al verme colocado por invitación del cardenal Pironio, en la misma fila del ala izquierda del crucero, junto al altar de la Confesión de San Pedro, a seis sillas de Don Joaquín. Todavía me pregunto cómo llegué hasta allí. Como no me colé- así lo haría un buen cubano- entonces me consuelo pensando que fue un nuevo gesto de Pironio para con Cuba.
Lo volví a ver sencillo y radiante, como su sonrisa, en dos ocasiones en que la solemnidad parecía congelar al más cordial: Una sesión conmemorativa en el Capitolio de Roma y la Audiencia con el Papa Juan Pablo II. Pensé: algo muy grande y muy coherente debe haber en el interior de este hombre. Idéntico a sí mismo tanto a esas alturas como con el guajiro cubano.
Luego, leyendo su biografía en un libro homenaje me enteré que había sido embajador de España ante la Santa Sede en 1948 con solo 35 años, amigo del papa Pablo VI, que fue elegido como uno de los pocos peritos laicos del Concilio Vaticano II (1962-1965). Supe que había presidido el funeral de Ortega y Gasset en 1955 y que renunció a su cargo de Ministro de Educación durante la dictadura de Franco, ya eso bastaba para impresionar a cualquiera. Y a mí, además, para apreciar más la humildad y el cercano afecto solidario con que me había distinguido durante aquellos 15 días en Roma.
De la admiración pasé imperceptiblemente a considerarlo una inspiración para mi vocación laical, cuando profundizando en su biografía, descubrí que en 1963, doce años antes del cambio a la democracia en España, Ruíz-Giménez fundó con otros la Revista “Cuadernos para el Diálogo”, considerada por muchos como una de las dos publicaciones, junto con Cambio 16, que más contribuyó a difundir la verdad y a preparar la transición española. En 1975, Cuadernos es secuestrada y Cambio 16, cerrada. Y ese mismo año moría el dictador Franco. Joaquín Ruiz-Giménez había dejado de ser director de Cuadernos desde 9 años antes.
Joaquín fue el primer presidente laico de la Comisión Nacional de Justicia y Paz y desde ella impulsó una Petición de Amnistía que logra recoger 160 mil firmas. Al llegar la democracia cambio el nombre del Partido de la Democracia Cristiana por el de Izquierda Democrática, buscando huir de la confesionalidad partidista. Hablamos de eso muchas veces, era para mí algo nuevo y audaz. Su vocación incluyente y su carácter respetuoso y pluralista lo llevaron a buscar la apertura de organización política a todos sin poner la etiqueta religiosa que, por otro lado, para nada ponía en duda o peligro la coherente y comprometida identidad cristiana del devoto Joaquín, quien hasta que pudo valerse no dejó de participar en Misa diariamente.
En Madrid. De izq. a der.: Neyda Ferro, Ruiz-Giménez,  al fondo su esposa Mercedes, Dagoberto, Elena Arnaiz y Lázaro Ortiz.

En Madrid. De izq. a der.: Neyda Ferro, Ruiz-Giménez, al fondo su esposa Mercedes, Dagoberto, Elena Arnaiz y Lázaro Ortiz.
Aquella audacia en coalición con la ingratitud y el resentimiento de no pocos, le costó que su partido no sacara el número suficiente de votos en las primeras elecciones libres de 1977 para tener un puesto en el Parlamento. La dignidad y la serenidad con que Joaquín encajó este agravio, era comentado muchos años atrás por su valiente esposa con tanta naturalidad y magnanimidad que me recordaba aquel refrán español: junto a cada hombre grande hay una gran mujer. Ahora habría que decir: y viceversa.
Sin embargo, conversando con Don Joaquín en Roma, conocí una institución muy propia de las democracias modernas que es el Defensor del Pueblo, cargo independiente del Gobierno y encargado de recibir, gestionar y solucionar las reclamaciones por la violación de los Derechos Humanos de los ciudadanos. Él fue el primero en España, al ser elegido en 1982.
Más de una década después se haría realidad aquella pregunta de Roma. Joaquín Ruíz-Giménez, con su brillante y discreta esposa Doña Mercedes y su hija mayor Merche, llegan a Cuba con una doble invitación: ofrecer una conferencia en el Aula Fray Bartolomé de Las Casas que dirigía el Padre Uña, y luego venir el fin de semana a un Encuentro Anual del Centro de Formación Cívica y Religiosa de la Diócesis de P. del Río, presidida entonces por Mons. Siro. Aún recuerdo vivamente desde la llegada al Aeropuerto y su recibimiento en el salón VIP. Llegó con una gripe y pedía una tableta de antibiótico que debía tomar. Hasta aquel inefable fin de semana con los animadores del Centro Cívico. Todo: sus tres conferencias, el aluvión de preguntas, la participación discreta pero comprometida de Mercedes y Merche, su deseo de que los jóvenes se le acercaran. La manera en que pasaba su mano y sus cercanos ojos a la Revista Vitral y su frase de que le recordaba a Cuadernos para el Diálogo. Tan inmerecida como generosa. La entrega de todo el tiempo. Su deseo de fotografiarse con los diversos grupos. Y al final, frente al Obispado, aquella foto y aquella despedida. Era uno más de la familia. Su abrazo se me pareció a los ya lejanos de mi padre. Se apoyó largamente sobre mi hombro. Volvió a abrazarme como si quisiera abarcar todo Pinar, ancho, caluroso, cordial.
Pensaba que no nos encontraríamos más en esta tierra. Pero, al nombrarme miembro del Pontificio Consejo Justicia y Paz, pasé varias veces por Madrid para visitar a mi familia y cercanos amigos. Recuerdo especialmente la última visita en el atardecer madrileño con mi prima Neyda, Lázaro y Elena. Allí, don Joaquín, con corbata y sonrisa batiente. La inseparable Doña Mercedes y la laboriosa Merche. No podré olvidar algo que me dejó sin aliento al acercarse la despedida. Me pregunta poniendo su mano sobre mi brazo izquierdo, como tirando hacia él: “Dígame, Dagoberto, ¿cabe la posibilidad que lo encarcelen, que le hagan daño, quiero decir, podría usted ser encauzado?”. Mi pasmo se encogió como mis hombros y le dije: “Don Joaquín, estamos en las Manos de Dios”. Y él, sin respirar, me dice: “¡Ya lo creo!, pero sepa Usted que así como me brindé para ir a defender a Luis Corbalán durante la dictadura de Pinochet en Chile, estoy dispuesto a ir a Cuba a defenderlo a Usted en caso de que algo le ocurriera.”
Ni en los momentos más difíciles de mi vida hubiera podido imaginarme ese gesto y esas palabras. Pero como venían del mismo hombre-luz que había tendido un puente súbito en aquel Congreso en la Ciudad Eterna, no solo creí en su decidida disponibilidad sino que tuve que contener, sin poder, la conmoción que aún hoy empuja desde el hondón de mi alma por inundar cualquier razonable serenidad. Ese es el hombre que me inspiró en mi vocación y compromiso cristiano. El mismo que cada día que convivió con nosotros en Pinar preguntaba dónde había Misa temprano. El mismo que desde la presidencia de la Unión Internacional de Juristas o desde la dirección de la UNICEF en España se entregó sin medida y apasionadamente al servicio de los demás. Con tanto garbo y tanta simplicidad que resultaba imposible no admirarlo queriéndolo, o mejor, no quererlo por admirarlo.
Así lo conocí y así lo pongo ahora como intercesor en el Hogar del Padre Común. Con el ruego de que lo que hizo y soñó para Cuba lo consiga ya, de la entrañable misericordia del Dios hecho hombre al que llamamos Jesucristo.
No puedo terminar este testimonio agradecido sin compartir su propia apreciación sobre la muerte, ahora que ya se encontró con ella el pasado 26 de agosto:
Teresa Rodríguez de Lecea en su libro “Vivir la historia”. INSERSO, 1996 le pregunta: ¿Cómo ve la muerte? A lo que dice:
“Pues yo no tengo ganas de que llegue, pero la veo con serenidad emotiva, con fe. De la muerte me duele más que se me van muriendo todos los amigos. Pues ese drama es el que tenemos los que llegamos a los ochenta años. Los que tenemos fe, aunque nos cuesta entender el misterio del más allá, lo aceptamos. Para eso yo soy muy unamuniano y quisiera para mi tumba como epitafio un verso suyo:
“Guárdame Padre eterno, en tu pecho, misterioso hogar.
Dormiré allí, que vengo desecho del duro bregar.”
¡Al fin llegaste, Don Joaquín, al pecho de donde recibiste, acompasados e indetenibles, toda tu pasión y talento! Duro y largo ha sido tu bregar, pero tu vieja red se ha roto por la desbordante faena, a babor y estribor.
Al separar, en las descansadas playas del Cielo, los frutos de la pesca de los desechos marinos, no olvides, por favor, colocar a la perla del Caribe muy cerca de tu corazón.
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