Por Maikel Iglesias
Los pueblos deben mover sus cinturas, hacia un lado y hacia el otro, si no quieren que se les oxiden los metales de sus cuerpos. Hay que zarandear las caderas del espíritu, para que fluyan mejor las ideas y las emociones.
Por Maikel Iglesias Rodríguez
Cuando una flor se abre y la brisa esparce su perfume, las
abejas acuden sin ser llamadas.
Sri Ramakrishna
Los pueblos deben mover sus cinturas, hacia un lado y hacia el otro, si no quieren que se les oxiden los metales de sus cuerpos. Hay que zarandear las caderas del espíritu, para que fluyan mejor las ideas y las emociones. Es por esa razón que la danza, es un arte primordial en la historia de la humanidad, un patrimonio universal y de todas las eras sucesivas del hombre y la naturaleza misma; porque en verdad todos los animales, las plantas, el viento, las aguas y la Tierra, giran, se menean, tienen un ritmo interior y una armonía propia, son seres vivos, gracias a la virtud eterna de danzar.
Ningún otro lenguaje, más sublime que el de nuestros cuerpos, cuando son cabalgados por sus propias almas sin imposiciones, de manera espontánea y fluida, al compás de los ardores de las épocas que a cada quienes les concierne. Entonces ese potro crecido de nuestra materia, puede montarse con placer, incluso, con la elegancia que supone el arte, danzando, a pelo o mediante montura, y ya no importará lo accidentado de la subsistencia para proseguir el viaje evolutivo de los pueblos y sus descendientes; y hacerlo cada día más dichoso, auténtico, con sus respectivas dosis de descanso y galopar.
El tiempo es en cambio un caballo salvaje, que el ser humano necesita adiestrar por sí mismo, aunque es la colaboración con sus congéneres, la más certera vía para hacerlo. En diferentes épocas se torna indomable, demasiado cerrero para sus contemporáneos, y aún más para el hombre que se encuentra solo, confundido. En otras etapas de la historia, estos corceles mismos suelen comportarse como burros muertos, a los que de tanto darles palos en los sitios en los que hubieron de desplomarse alguna vez, les negaron por completo la ilusión de reencarnar en un mustango norteño, en un penco criollo o en un poni islandés.
Algunos consideran que es el látigo el mejor aliado del jinete domador, por eso se comportan de manera sadomasoquista y se destruyen en estériles hipnosis y agonías, se tornan tan dementes que se olvidan de sus vocaciones íntimas; sin embargo, los estados nacionales, saben de memoria, que ha sido el amor y la perseverancia, la fórmula más eficaz en busca de la realización de sus proyectos y sus sueños; siempre y cuando, este imprescindible tándem, vaya libremente acoplado al necesario entrenamiento consuetudinario, y al indispensable trabajo del hombre que obra con sana motivación, porque logra liberarse en sus acciones, porque se encuentra feliz en su sitio, compensado por todos sus esfuerzos.
Esta metáfora de trasfondo hípico, que he querido utilizar con relación a lo que significa el baile para las naciones, no es en absoluto el resultado de mi imaginación poética ni de mi propensión humana hacia los mares profundos de la filosofía; más allá de lo que representa el bardo y los flashazos que definen el conocimiento, el hecho de haber nacido en un país dechado y duchado por la inspiración, no me bastó para elegir semejante ruta de comunicación danzante/galopante. Pues a la hora en punto en que llegué a la cita con la fiesta de la danza pinareña, un cartel con gigantones y rubicundos grafismos, recibía a la gente en el portal de un teatro mitológico, nombrado José Jacinto Milanés, con la siguiente proclama en su puerta principal: “Jinete sobre la ciudad”.
De inmediato me sentí compelido a preparar mi cuerpo rumbo a lo que presagiaba ser, una cabalgata excitante, o bastante sui géneris para los días que corren con sombras y lloviznas provincianas en las tierras de Pinar del Río. En el extremo más occidental de Cuba, cuna de músicos insignes y variados ritmos de rangos internacionales como el chachachá, casi no existían recuerdos de que el baile tomara las calles con naturalidad y diversidad de estilos, y sacara a la gente a tirar sus pasillos de manera desideologizada, sin mezcolanzas políticas notorias o aberrantes.
Supe después que era solo un adelanto o una especie de performance abreviado y con premura, de algo que se pretendía realizar con más sentido y patrocinio, a finales de abril o principios de mayo en la provincia más verde de la isla cubana, con el fin de reunir a las principales compañías de danza de nuestra nación, entre sus barrios y plazas principales, de un modo más contemporáneo que como se había estado proponiendo el diálogo entre artistas y espectadores, con más intención ahora de conmover a las personas y cambiar, por unos instantes al menos, las zapatillas clásicas y el tabloncillo doméstico, en pos de descalzar al tiempo y así chocar con el asfalto verdadero.
Menuda suerte y menos mal que se trató nomás de un solo ensayo, porque la gente se sintió tan parte de la fiesta, tan conectada a las coreografías, que expresó en sus movimientos, pausas, guiños, sonrisas, asombros, pudores, desparpajos; toda una amalgama de códigos emotivos e intelectuales, que se tenía guardada para sí o quién sabe si luego; todos con un gran valor para la sociedad cubana, por mucho tiempo reprimida en muchas de sus aspiraciones. Tengo la certeza que a pesar de la llovizna, los transeúntes fortuitos o invitados que se concentraron, en el portal del teatro más representativo de la historia cultural vueltabajera, hubieran sido capaces de mojarse y continuar bailando junto a las compañías protagonistas, con tal de prolongar la fiesta.
Los que allí coincidimos, logramos percibir, que hay una sed inmensa de bailar y jinetear en Cuba. El pueblo se ha cansado que lo tumben del caballo de la felicidad o lo declaren incompetente para ser jinete de su propio tiempo y de su patria. Aunque en lo personal, extrañé mucho el danzón, y sobre todo, la buena rumba de cajón o el guaguancó, me satisfizo la selección de melodías que animaron la jornada, en las voces enervantes de Björk y Adelle, en los prodigiosos ritmos de Chucho Valdés y los músicos que le han acompañado en sus mejores producciones.
Los bailarines y los temas escogidos para tal celebración del cuerpo y el espíritu, lograron contagiar con alegría nuestro ambiente de flemática y mediana urbe colonial, barrer al menos los portales de este lado de la isla, y desalmidonar los corazones. Muchos de los expectantes, se sumaron febrilmente a la bailoterapia, hubo hasta quien se chupó los dedos, porque fueron retados en sus genes y en sus apetitos, prueba más que irrefutable de que el arte en Cuba, necesita salir del búnker donde se le ha confinado.
Las gentes se convirtieron en co-creadores verdaderos de lo que pretendió ser, un mero tanteo de espectáculo, de este bebé probeta entre los festivales de la danza mundial. No obstante a la ausencia notable y muy sentida, de los más reales bailadores callejeros. Aplausos y más atención para estos nuevos caballistas del ballet, no se trata para nada de aquellos fantasmas que atemorizaron en décadas anteriores a preuniversitarios enteros, los cuales se fueron extinguiendo al ritmo en que disminuían también las esperanzas de ganar la carrera de la vida, sobre los lomos sudorosos y raquíticos de nuestros pencos criollos. Dejémosles galopar por la ciudad de sus amores, y si les crecen alas, que nadie se atreva jamás a cortárselas, por favor.
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Maikel Iglesias Rodríguez. (Pinar del Río, Cuba 1980).
Poeta y médico.
Miembro del Consejo de Redacciónde la revista Convivencia.