Hombre de Iglesia en el corazón del mundo

Lunes de Dagoberto

Hace 12 años un obispo amigo me regaló una copia del libro “Meditación sobre la Iglesia” del teólogo y jesuita francés Henri de Lubac (1896-1991). Era un gesto y una tarea. Agradecí el gesto de comunión y emprendí la tarea que, por supuesto, no era leer el libro que ya conocía sino hacerlo vida. Algunos comprenderán lo difícil de la tarea.

Doce años después, aún estoy en la faena que pienso durará lo que me resta de vida pero quiero hacer un alto para mirar el camino. Lo he tratado de asumir como laico católico porque esa es mi vocación y mi proyecto de vida. Hoy puedo adelantar unos leves trazos de mi propia “meditación” sobre la Iglesia. Nada de teología, ni de tratados, son solo experiencia y aprendizaje.

He tenido la gracia de nacer en una familia que me condujo a la fe de Jesucristo y al compromiso con su Iglesia. Desde niño viví, crecí y aprendí en su seno. Lo poco que soy por dentro y por fuera, se lo debo a la educación que mi familia y la Iglesia me han dado. En ella he encontrado laicos, hombres y mujeres, catequistas y formadores, verdaderos testigos, en  el sentido martirial de la palabra; sacerdotes santos y entregados como el P. Cayetano y el P. Jaime Manich; religiosas, especialmente, Hijas de la Caridad, cuyos nombres y empuje llevo por dentro; obispos santos y valientes como Rodríguez Rozas y José Siro, todos ellos, y muchos más que no menciono para no hacer largo este testimonio, formaron una Iglesia de Pinar del Río, sencilla, encarnada, profética, evangelizadora, intrépida y firme: una luz en la oscuridad, guía y motivación en mi juventud y adultez.

La Iglesia me dio infinitamente más de lo que busqué y me merecía. Junto con mi familia, me hizo persona, me ayudó a elegir mi proyecto de vida, me acompañó en la cruz de cada día, llenó mi corazón de imbatible esperanza afincada en la verdad y en la libertad. No puse mis anhelos en ilusiones, ni falsas utopías, no en  lo material, ni siquiera en el saber mundano y los títulos negados.  Por eso me enorgullezco de ser un aspirante a cristiano, un hombre de Iglesia, un discípulo que cae y se levanta, barro redimido y moldeado con sus Manos. Tierra y semilla que mueren cada día para dar vida sin aspavientos.

Durante los primeros 50 años de mi vida fui un “hombre de mundo en el corazón de la Iglesia” como dice el aún vigente documento final de la Conferencia de Puebla y que recoge y encarna nuestro ENEC, en cuya preparación y celebración tuve la bendición de participar especialmente en la Comisión de Historia y en la Organizadora, con el mismo obispo que me regaló el mencionado libro. Durante esos largos años traté de aprender, de asumir, de comprometerme, de trabajar para la Iglesia, aún más, de vivir para ella y no de ella. Fui tremendamente feliz.

En los últimos 12 años, creo que Dios cambió mi vida. Con sus renglones incomprensibles pero sabios, con sus planes “tejas arriba” mientras nosotros nos entretenemos en eventos transitorios, “tejas abajo”, como decía Santa Teresa. Durante esta larga docena de años, otro obispo, padre y amigo, me repetía: Ruego por ti, y pido tres dones: fidelidad, fecundidad y perseverancia. Este tiempo ha sido como un entrenamiento, como un noviciado laical, del que tengo que agradecer a Dios y a esta, mi Iglesia, tal cual ha sido y es, que me fuera convirtiendo en un “hombre de Iglesia en el corazón del mundo”, dimensión de vida que profundizaba y agregaba a la que tuve desde niño: hombre de mundo en el corazón de la Iglesia. En el crisol de estos 12 años se ha hecho la candente síntesis vital. Ningún crisol es fácil, pero de todos se sale mejor que como se entra. Se desecha lo que no sirve, se centra uno en lo esencial y perdurable. Se madura y se fortalece por dentro. Se aprende a vivir en la intemperie y a capear el temporal. Se le ofrece a uno lo que Viktor Frankl llamó en su obra “El hombre en busca de sentido” las dos últimas y únicas opciones en situación crítica: dejarse aplastar por ella o ponerse en pie sobre ella para mirar más lejos.

Doy gracias a Dios por estos 12 años. He sido también tremendamente feliz pero de una manera más profunda, más serena, disfrutándolo más. Nunca antes había sentido, comprendido y vivido mi vocación cristiana en Cuba, lugar en el que nací y que escogí libremente para vivir. Abrazar la cruz de cada día no es ni romántico ni fácil. Es una sucesión de caídas y remontadas, de soledad moral y silencio punzante, de dudas existenciales y preguntas sin respuesta. Se trata de cerrar los ojos, tirarse por la ventana, esperar contra toda esperanza y ofrecer, ofrecer, ofrecer.

Este es el tipo de oración que más he rezado en estos 12 años, y en toda mi vida, por eso resuenan con especial timbre en mi corazón estas dos plegarias del Canon de la Misa, uno que dice:

  • “Que él nos transforme en ofrenda permanente para que gocemos de tu heredad…”
  • (Plegaria III),  y esta otra que he rezado sin cesar con toda la Iglesia:
  • “Señor, danos entrañas de misericordia frente a toda miseria humana,
  • inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado.
  • Ayúdanos a mostrarnos disponibles y generosos ante quien se siente explotado y deprimido.
  • Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de justicia y de paz.
  • Para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando…”
  • (Plegaria Eucarística V/b)

Nunca antes me había sentido más profundamente laico en medio del mundo, confiando solo en Dios y en la comunión de los hermanos, creyendo en la Iglesia y no en sus estructuras temporales, repitiendo cada noche aquellas letrillas de Santa Teresa de Jesús, que fue la primera oración que enseñé, de pequeños, a mis tres hijos y que ahora trato de enseñar a mis nietos. Hoy, las repito porque vienen a mi mente con toda la fuerza de la experiencia vivida y ofrecida:

  • “Nada te turbe,
  • Nada te espante,
  • Todo se pasa.
  • Dios no se muda
  • La paciencia todo lo alcanza
  • Quien a Dios tiene nada le falta
  • Solo Dios basta.”  
  •  

Aprovecho este tiempo de gracia, para renovar mi profesión de fe en Dios, en su Hijo, Jesucristo, el único Mesías, el único Señor, el único Maestro, el único y eterno Pastor y el único Santo, en el Espíritu Santo que guía al que tuerce el sendero, sana el corazón enfermo, riega la tierra en sequía e infunde calor de vida en el hielo…que es fuente del mayor consuelo, descanso de nuestro esfuerzo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga en las lágrimas y reconforta en los duelos… Y creo en su Iglesia que es una, santa y pecadora, católica y apostólica, que sobrevive y perdurará únicamente gracias a este Espíritu, Señor y Dador de Vida.

Doy gracias a Dios por este tiempo de maduración y purificación. De compromiso en medio del mundo, sin buscar falsas seguridades y entregándome confiadamente al riesgo, que no fue caer al vacío, sino en el regazo de Dios y de su Madre, María de la Caridad.

Dios me ayude a doblar la rodilla solo ante Dios y no cejar en la oración del Padre y amigo Obispo:

Señor, dame fidelidad, fecundidad y perseverancia. Pero sobre todo, fidelidad, que sea fiel hasta la muerte. (Ap. 2,10)   

 Hasta el próximo lunes, si Dios quiere.

 

 


  • Dagoberto Valdés Hernández (Pinar del Río, 1955).
    Ingeniero agrónomo. Premios “Jan Karski al Valor y la Compasión” 2004, “Tolerancia Plus” 2007, A la Perseverancia “Nuestra Voz” 2011 y Premio Patmos 2017.
  • Dirigió el Centro Cívico y la revista Vitral desde su fundación en 1993 hasta 2007.
    Fue miembro del Pontificio Consejo “Justicia y Paz” desde 1999 hasta 2006.
    Trabajó como yagüero (recolección de hojas de palma real) durante 10 años.
    Es miembro fundador del Consejo de Redacción de Convivencia y su Director.
    Reside en Pinar del Río.

 

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