Hacia la gran Convivencia

Image¿Cómo llamar al pacto que necesitamos los cubanos para el próximo proyecto de nación que se avecina? Desde una perspectiva fundamental pienso que podríamos llamarle la gran convivencia.

Por Manuel Cuesta Morúa

Foto: Tomada de Wikipedia

G.W.F. Hegel según Jakob Schlesinger. 1831.
¿Cómo llamar al pacto que necesitamos los cubanos para el próximo proyecto de nación que se avecina? Desde una perspectiva fundamental pienso que podríamos llamarle la gran convivencia. Si este no es el nombre de consenso, es al menos mi apuesta y mi propuesta.
La visión de tres naciones: Francia, Alemania y Estados Unidos
Un nombre refleja un telos[1]. El telos provisional de las naciones ―esta es una contradicción consciente― surge de sus profundos desafíos. Francia tuvo los suyos en los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Esos eran en el siglo XVIII los retos de un tercer estado, el pueblo llano, que sufría las profundas desigualdades de una nación ―un conglomerado de pueblos según Victor Riquetti, marqués de Mirebeau(1719-1789) ― y que no tenía representación adecuada en la simulación de aquel parlamento con el que los reyes adormecían la vida política de Francia.
Pero el desafío detrás de aquellas desigualdades vivía en el pensamiento, en las pautas de organización y en el paradigma que regulaba la vida social. Libertad, igualdad y fraternidad constituyeron por tanto la proyección psicosocial con la que la Francia de la posterior revolución denunciaba una estructura cultural que no convenía a las exigencias sociales del país. Si ante las protestas por hambre la reina María Antonieta tuvo la indecencia de mandar a los franceses a que comieran pasteles a falta de pan, ella solo reflejaba con su desprecio ingenuo la naturaleza de una sociedad ancestralmente aristocrática en la que la libertad se confundía con la soberanía de los reyes, la igualdad con la participación de los cortesanos y la fraternidad con la piedad religiosa. Eso había que desestructurarlo y eso hicieron los filósofos con sus magníficas diatribas contra el ancien regime. Y a falta de uno propusieron tres nombres hoy ya manoseados por los libertarios de todos los lares en nuestra aldea global. Y entonces el proceso desembocó en el pueblo de los ciudadanos.
Alemania tuvo también su telos: buscar un Estado que satisficiera su realidad histórica y la fuerza de su grandeza y homogeneidad culturales. Es cierto que buscaron su telos erráticamente. Y fracturaron a Europa y de algún modo, además, al mundo. Pero su nacionalismo reflejaba el nervio central de su cultura, la idea de una sola lengua, pese a las especificidades del bajo alemán, y la construcción filosófica de un Estado que se concebía como el remate natural de un ser germánico único y singular, bien construido por un Federico Hegel. La labor restante y seminal la realizó el romanticismo, del cual todos somos un poco herederos, constituyéndose en la segunda democratización del espíritu detrás de la revolución igualitaria del cristianismo. Aquella segunda democratización que cristalizó en el volk, el pueblo romántico e irrepetible de la historia.
Los Estados Unidos tuvieron el suyo: la libertad de los individuos dentro de una comunidad de iguales a través de un orden cívico que debía buscar ante todo la prosperidad de sus ciudadanos, por encima de cualquier otro fin. Orden cívico equivale para ellos a orden legal, contrapeso del poder y desconfianza hacia el Estado. George Washington, el hombre, el expresidente, ilustra ese telos estadounidense de un modo ejemplar: se niega a repetirse en el poder, garantiza con ello su libertad de elegir, y vuelve al trabajo que le proporciona su espacio cívico rural. Él pertenece a ese otro pueblo que inaugura la modernidad: el pueblo cívico que impresionó a Alexis de Tocqueville.
A lo largo de sus desencuentros y necesaria reorientación, estas tres naciones ejemplares han mantenido su propio telos y ofrecido al mundo una biohistoria de consecuencia, determinación y progreso singulares. Y por una sola razón, que está siendo seriamente considerada por todos los estudios y proyectos de sociedad: porque desde el principio ese telos siguió el mandato de sus culturas, redefiniéndolas y redefiniéndose según el mandato mayor de cada época.
Francia, Alemania, Estados Unidos: ¿qué tienen ellas que ver con Cuba en lo que corresponde al telos de la nación cubana? A mi modo de ver, todo y mucho. Y sé que lo que sigue es cuando menos una hipótesis cultural e historiográficamente rara, pero a la que me arriesgo porque la considero cívica y políticamente fundamental. ¿Cuál es? Esta: España y África, vistas aquí sin especificidades antropológicas, dieron a Cuba sus modos de ser, pero aquellas naciones proporcionaron nuestros modos de concebir el espacio de convivencia. Si la cultura cubana miró siempre a Francia y nuestra mentalidad económica a los Estados Unidos, la cultura política, como visión y fundamento, no como institucionalidad, tuvo que ver mucho con Alemania. Las consecuencias culturales de esta trifurcación merecen ser analizadas, in extenso, con más rigor, pero parece innegable que el proceso de preparación y concepción de las pautas de convivencia está intelectualmente marcado por aquellas naciones.
La tensión entre el hombre historia, el hombre ciudadano y el hombre cívico
Me detengo aquí en un solo punto: las consecuencias cívico-políticas de la confluencia paradigmática de estas tres fuentes históricas en el tejido de nuestra convivencia fallida. De esa confluencia nace una tensión entre el pueblo romántico de la historia (Alemania), que nos hala hacia esa visión redentora que desde José Martí nos acompaña; el pueblo ciudadano de la política (Francia) que, a falta de cultura cívica y visión de Estado en nosotros, nos condujo a las mezquinas luchas por el poder, y el pueblo cívico de la sociedad (Estados Unidos) que hasta hoy trata de desarrollar sus actividades específicas y concretas, en toda su diversidad, alejado de esa visión de grandeza histórica de los mesianismos, y de espaldas a los ajetreos políticos vinculados a las luchas por el poder.
Esa tensión nunca ha sido resuelta en Cuba. De hecho su desigual contrapunteo favoreció siempre a una de estas tres fuentes históricas, la que más necesita del Estado para su propia realización: la del pueblo que se ve a sí mismo con un destino histórico a realizar. Un destino, el nuestro, que aunque nos cause risa tiene que proyectarse a escala mundial. De lo contrario, no sería un destino.
Desde luego por aquí aparece y reaparece el componente español. Curiosa y contra históricamente. Porque si nuestra convivencia como nación podía y debía tener un sentido propio era negando a España precisamente como tradición política. En lo que los Borbones tenían que ver con los Habsburgos y estos con los Hohenzollern era justamente en lo que Cuba como nación cívico-política no tendría que ver con España. Esa mentalidad mesiánica y que concibe al Estado como la más alta realización humana, que no es propiamente española debo aclarar, nos viene de fuente alemana pero por vía de las formas monárquicas que nos legó nuestra antigua metrópoli. Una mezcla rara que explica también por qué y cómo un Estado totalitario se concreta en Cuba a través y solo a través de una familia.
Este aparente desvío histórico tiene pues algunas raíces culturales, pero pudo lograrse en Cuba a costa de nuestra diversa matriz cultura. Razón por la que la posible y necesaria convivencia de nuestras pluralidades culturales no ha sido traducible al espacio cívico-político. Y más. La ausencia de solución satisfactoria de aquella tensión entre el hombre historia, el hombre ciudadano y el hombre cívico ha hecho imposible en un nivel profundo, que es el de los fundamentos culturales de una nación, la convivencia de nuestra pluralidad constitutiva.
Me interesa particularmente el siguiente ejemplo. Pese a la religiosidad popular, no hay un mínimo de comunicabilidad cultural entre babalawos y curas en Cuba. Menos entre aquellos y las pastores protestantes. Se podría pensar que este es un asunto de interés puramente religioso, sin embargo tiene que ver también con las posibilidades de nuestra cultura cívica y con su conclusión en el ámbito estrictamente político.
Las dificultades de este proceso no tienen solución sencilla. Solo pueden resolverse en el tiempo extenso de la historia e intenso de la cultura. Pero su interconexión fue truncada por la preeminencia del mesianismo político que nos viene de Alemania y que fue actualizado en la segunda mitad del siglo XX por el marxismo-leninismo. No puede olvidarse que este mesianismo trató de barrer con todos los fundamentos culturales de la nación cubana. Y que en su impotencia como demoledora cultural intente seguir dominando tiene que ver más con las zonas mezquinas del poder que con una cosmovisión consistente de Cuba, del mundo y de la sociedad.
La gran convivencia es justamente el intento de lograr este doble proceso: la convivencia en el nivel de la pluralidad cultural, que es el nivel más profundo, expresada con mejor nitidez en la diversidad religiosa y en la mentalidad tradicionalmente posmoderna de amplios segmentos sociológicos de Cuba, y la convivencia en el nivel cívico-político, que es el ámbito de la pluralidad ideológica, política y de la necesaria naturaleza consustancial del Estado con esa doble pluralidad.
Desde la convivencia cívico-política hacia la convivencia pluricultural
¿Cómo llegar a esta gran convivencia? ¿Desde qué premisas partir? Creo que se puede empezar desde el segundo hacia el primer nivel de convivencia.
Convocar a todas las sensibilidades políticas e ideológicas es un primer paso hacia esa gran convivencia. Todo ello, junto a la convocatoria del segmento ilustrado de cubanos dispuestos a poner su saber y experiencia en torno a este proyecto común. Y debo aclarar que me estoy refiriendo aquí a saberes fundamentales, esos que contribuyen a la estructuración de la sociedad y que son traducibles siempre en un tejido de valores. Esto es algo más y mejor que un proyecto ideológico, que posibilitaría una aproximación política desde toda la nación.
Hoy existen condiciones para potenciar este nivel. Primero que todo se va desvaneciendo la visión casi revolucionaria, en el sentido cubano, de que la democracia en Cuba llegaría con la inmediatez de la sopa instantánea de Campbell, lo que no favorecía un tipo de aproximación más sopesada y que apelara a la inteligencia como premisa de un proyecto global y estratégico.
La segunda premisa es más evidente aún: se requería, algo que ya existe, un tipo de maduración de la crisis como la actual, para conseguir que gente que se identifica con el concepto de revolución o que son militantes del partido comunista, pero con una visión crítica, se convenciera de que deben caminar al lado de otras visiones políticas e ideológicas para imaginar un proyecto de nación fundado en la convivencia. Ya se van logrando posturas interesantes en un punto intermedio de la nomenclatura, que es importante para filtrar dentro de las instituciones existentes la idea de la pluralidad y la tolerancia: dos precondiciones de la convivencia. Y lograr esto es básico para reorientar la democratización como un proyecto y necesidad nacionales, para que deje de ser vista como un proyecto meramente ideológico de unos grupos y sectores, por demás “aliados” de potencias extranjeras.
La tercera premisa tiene que ver con la maduración del pensamiento que, interesantemente, coincide con la maduración de la crisis. La cantidad y calidad de pensamiento cubano que corre por las redes, pero que no se canaliza en una dirección productiva en términos de proyecto común, es inmensa. Lo más fundamental: se trata en muchos casos de un pensamiento estratégico: esto es, un pensamiento de fundamentos dirigido a la satisfacción de soluciones globales y estructurales, con capacidad para asimilar las crisis coyunturales o sectoriales. Es decir, un pensamiento más allá del estómago y que involucra los valores.
Esto es esencial: la refundación de Cuba desde la convivencia debe ser una de tipo ilustrado. La maduración de la crisis y del pensamiento ofrece una oportunidad única para plantear el cambio como refundación. Porque pocas veces la crisis de una nación expone con nitidez la desnudez de sus bases y sus columnas como en el caso de la cubana.
Ahora bien se trata de una convocatoria al pensamiento pero a condición de comportarnos como ciudadanos: la posibilidad de enraizar la idea y el proyecto de convivencia pasa por reinventar a los ciudadanos, buscando animar su protagonismo político muerto en Cuba hace más de 60 años, para entonces reinventar la nación pero desde sus fundamentos. Es sumamente alentador que una miríada de proyectos en Cuba, asume al ciudadano como telos cívico y político, y no más como telos histórico. Y esto último es un inmenso progreso en términos de modernidad. Cuando el hombre singular se mide con la historia, crea auténticos desastres, como cuando se mide con Dios. Si cuaja esta idea habríamos adelantado un amplio trecho en el camino de legitimación, luego de fundamentada una nueva legitimidad.
Creo importante explicarme mejor: la participación es en calidad de ciudadanos. Ello no implica compromiso político con alternativas específicas. De hecho sin pensamiento de contraste no hay convivencia, pero sin reinventar al ciudadano no existe tampoco su posibilidad. Interesa, más y primero, que los ciudadanos sean quienes definan el futuro antes que organizaciones o grupos de interés, que siempre tenemos tendencia a corporativizar el Estado a la primera somnolencia ciudadana. Empezar por aquí es estratégico para el futuro de Cuba, creo que también para el presente.
Entonces abrir, ampliar y fortalecer este primer círculo de legitimación con cubanos ilustrados e ilustres es un paso necesario ―no en el orden cronológico―, del que depende en mucho la calidad del segundo círculo de legitimación estratégico. ¿Cuál es?: convocar al ejercicio de la ciudadanía ilustrada. ¿Y en qué consiste la ciudadanía ilustrada? No hay que espantarse; para llegar a ella no hace falta ir a la universidad. Se verifica cuando se reconoce al ciudadano como el más importante funcionario de una república; cuando se sabe que no hay nada ni nadie por encima de esta condición de ciudadano, uno que se forma y se informa permanentemente para discutir los fundamentos y las decisiones del Estado; y cuando aquel se asume como igual junto al resto de los ciudadanos, respetando la expresión pública de la diversidad y pluralidad políticas, naturales en una democracia.
¿Cómo articular la convivencia? Creando redes de pensamiento estratégico: un banco común de propuestas plurales
¿Cómo se articula la convivencia, entre uno y otro círculo? Pues bien, ajustando una red de inteligencia estratégica que suministre ideas, información y valores a un banco común de propuestas y alimente las prácticas deliberativas de la democracia en sociedades plurales.
Junto a la ciudadanía ilustrada, la democracia deliberativa es la mejor garantía de la convivencia cívica y política, que podrían impactar y estimular la convivencia cultural como fundamento de la nación. El acuerdo cívico y político entre diferentes puede neutralizar los conflictos fundamentalistas sobre valores y visiones del mundo; y esto porque desde el momento en que esos valores y visiones distintos se ponen a conversar creativamente, y según reglas de juego compartidas, sobre los posibles proyectos de vida en común, que de eso se trata en la democracia deliberativa, aflora naturalmente un espacio cívico laicizado que permite disolver el conflicto moral sobre valores distintos a favor de la lógica argumental. Y la política empieza ahí.
Para ello es importante desterrar la idea de un grupo específico y cerrado definiendo y decidiendo el rumbo de la nación cubana. Tal y como parece estarse fraguando ahora en una versión más o menos light del viejo tipo de alianza histórica entre la espada (los militares) y la cruz (la iglesia). Fragua política y alianza contrarreformista, letales en sociedades altamente complejas, plurales y diversificadas como la cubana, que reinstaura el concepto y la figura antidemocrática de la vanguardia.
Y el tema de las vanguardias en Cuba merece un capítulo propio. Me atrevo a considerar, no obstante, que el tema de la modernización cívica y política pasa por pulverizar la pretensión de las vanguardias. Todavía aquí existe el concepto de que una clase de iluminados tiene el deber y el derecho de conducir a la masa por el camino correcto. El despotismo ilustrado en marcha. El dilema de los clérigos en la sociedad que muy bien describió el pensador francés Julien Benda. ¿Qué derecho tenemos, por haber estudiado toda la vida, haber desarrollado una disciplina cualquiera y habernos reunido en una academia cualquiera, prestigiosa si se quiere, a determinar lo que otro ciudadano menos ilustrado –o ilustrado de otro modo– debe tener, hacer o decir? Realmente ninguno.
Nuestros conocimientos pueden tener valor para la sociedad desde luego, y de hecho lo tienen, pero no nos dan poder vicario por encima y en representación del resto de los ciudadanos. Esa es la razón por la que la autoridad intelectual en sociedades políticamente modernas y formadas por ciudadanos y ciudadanas maduros se alcanza como crítica y desentrañamiento del poder, cualquier poder.
Transitar del Nosotros, el pueblo al Nosotros, los ciudadanos
Cuando se trata de construir la convivencia, el intelectual es igual a cualquiera del resto de los ciudadanos. Ni más ni menos. El día en que sustituyamos el Nosotros, el pueblo ―un error sintáctico que desplaza el poder y la legitimidad hacia arriba― por el Nosotros, los ciudadanos habríamos triunfado como sociedad y nación.
Esa meta histórica en Cuba hace tanto más necesaria aquella modernización cuanto que a veces la vanidad de nosotros los intelectuales es inmensa, precisamente en un país de despotismo ilustrado donde, históricamente, hemos sido incapaces de definir un proyecto más o menos satisfactorio de nación. Para empezar, toda nuestra epistemología, la que nos marca el saber posible, ha estado divorciada de la planta cultural cubana. Y sobre este fracaso histórico y cultural se puede erigir la nueva plaza pública de discusión y definición desde el fundamento más legítimo: el ciudadano en toda su diversidad y pluralidad. El modo de desplazar el poder y la legitimidad hacia abajo.
Por eso me parece claro que el éxito de un proyecto de convivencia depende de que la gente participe más como ciudadano que como grupo político específico. En época de refundación lo mejor parece ser reconstruir la legitimidad sin mediaciones entre las instituciones futuras y el proyecto de sociedad y de Estado. Las mediaciones son inevitables, pero no deben ser confundidas con la fuente última de legitimidad: el ciudadano.
· La gran convivencia debe lograr, casi al mismo tiempo, la compatibilidad estructural entre tres dimensiones: primero la política, relacionada con la coyuntura, la naturaleza del poder, el lugar de los ciudadanos, el modelo y la mejor estrategia de Estado; segunda, la cultural, vinculada a los factores culturales de la nación, los valores, los modelos educativos, los paradigmas y el manejo de la pluralidad y diversidad de Cuba, y tercera, el tecnocrático, ligado a la economía, que por supuesto implica también los valores, y las demás ramas más o menos neutrales pero imprescindibles para una sociedad moderna: desde la ecología, pasando por la comunicación hasta la organización de la policía.
Entonces, si los cubanos asumimos e incorporamos el telos que implica la gran convivencia habremos logrado, no resolver todos los problemas del país, pero sí sintonizar el modelo institucional de la nación con sus fundamentos culturales.
Semejante empresa merece todos nuestros esfuerzos.
Manuel Cuesta Morúa (Pensador cubano)


[1] Teleología (del griego telos, ‘fin’; logos, ‘discurso’), en filosofía, la ciencia o doctrina que trata de explicar el universo en términos de finales o causas finales. Se basa en la proposición de que el universo tiene una intención y un propósito. En la filosofía aristotélica, la explicación, o justificación, de un fenómeno o proceso debe buscarse no sólo en el propósito inmediato o en su origen, sino también en la causa final, es decir, la razón por la que el fenómeno existe o fue creado. En la teología cristiana, la teleología representa un argumento básico para fundamentar la existencia de Dios, en donde el orden y la eficacia del mundo natural no parecen ser accidentales. Si el mundo creado es inteligente, debe existir un último creador. Los teleologistas se oponen a las interpretaciones mecanicistas del universo que cuentan en exclusiva con el desarrollo orgánico o la causalidad natural.

Scroll al inicio