¡HABANAS!

Foto cortesía del autor.
  • Yo te amo, ciudad,
  • porque la muerte nunca te abandona,
  • (…)
  • “Testamento del pez”
  • G. Baquero.

 

A uno lo reciben con ese sol, esos árboles, y esos adoquines, con ese capitolio kremliniano de cúpula iridiscente y el aparataje de RTV ultimando detalles para la ceremonia nocturna, y no le queda más remedio que exclamar, que repetir el vulgar eslogan: “¡La Habana, lo más grande!”.

Pero no había llegado a la capital de todos los cubanos en fecha tan señalada para dejarme obnubilar por el oropel de un escenario presto a seducir a un selecto grupo de personalidades, sino para escribir la crónica de un enigma anunciado: ¡Habanas!

Para comenzar mi inyección de lucidez decidí empujar el émbolo de la jeringuilla en el edificio Manzana de Gómez, que como un gran número de inmuebles y calles en Cuba ha sido rebautizado, ahora Gran Hotel Manzana Kempinski, en alusión a la compañía suiza que lo gestiona. Recorrí sus galerías diagonales unas cuatro, o cinco veces, flanqueadas a ambos lados por numerosas boutiques. No entré a ninguna, de eso va el espíritu de La Habana utópica: estar pero no estar. Me detenía cinco segundos delante de cada vitrina, solo unos milímetros de vidrio separaban el pasillo caluroso del frío lujo de los interiores. Perfumerías y casas de modas: Hugo Boss, Lacoste, Mango, Versace, Giorgio…, exhibían los precios alucinógenos de sus productos en un grosero alarde de utopía; palabra que deriva del griego y que significa, literalmente, “no-lugar”.

Solamente era el principio de mi recorrido por la primera de las habanas. Seguí por Neptuno hasta Paseo; bajando por la marmórea pasarela, sin la elegancia fenecida de Karl Lagerfeld, llegué frente al sombrío pórtico del Hotel Packard. En un tramo de muro, entre dos de los bancos del paseo, me senté a contemplar la Utopía, que como dice un amigo, es una cosa esplendorosa, como esplendoroso es el sentido de la visión, y esplendoroso es el vidrio, que me permitía advertir, solo era cuestión de enfoque, el lujoso interior de la Utopía, y el reflejo de la realidad que se insinuaba tras de mí. Eventualmente aparcaba delante del hotel un convertible americano de los años cincuenta, pintado de color Pepto Bismol, o un grupo de jóvenes se desparramaba en la escalera a tomarse fotos en las más extravagantes posturas. 

Llegué hasta el más reciente cuartel de la Utopía; el Hotel Paseo del Prado. Crucé la Avenida del Malecón y me detuve a admirar, con el mar rugiendo a mis espaldas, el refulgente fuselaje aquella nave futurista. Una decena de asiáticos se abrió camino hacia la calle a través de otro rebaño de núbiles criaturas nacionales que se tomaban fotos en la fachada del edificio, uno de los chicos se cubría la cabeza con una caja de cartón, a guisa de máscara, con dos cruces negras por ojos y una raya en el lugar de la boca, ¡ay, los durakitos!…, qué les importaba a ellos el misterioso lujo en el interior de la Utopía, como a los otros, solo les interesaba el suvenir de una foto delante de ella, un poco de internet, y un puñado de hashtags para presumir en Instagram.

Los asiáticos pasaron por mi lado, asidos a pamelas y gorras que el viento del Caribe reclamaba para sí, a la vez que otro grupo de ellos intentaba acceder al hotel a través del despliegue circense de los durakitos enmascarados.

¡Eureka!, en apenas media hora había desentrañado a la primera Habana, la utópica, esa que existe en forma de agujeros negros, de vacío, de cuadras enteras que son como fuertes inexpugnables para los nativos. El “no lugar” en todo su esplendor.

Continué caminando por el malecón, salpicado por las olas, por entre violentos arcoíris atomizados sobre la avenida.

A mi izquierda, La Habana del Morro y La Cabaña; a mi derecha la de intramutros, con su Catedral, sus palacios, sus fuentes y conventos, la de roca incorrupta, y que bien poco necesita de la buena voluntad del hombre, porque, como las pirámides, se ríe del tiempo: la verdadera Habana Vieja. Y dentro de ella trozos de La Habana decimonónica y republicana, la del hormigón armado y el acero expuesto como el espinazo de un perro callejero; la Habana muerta de la calle Luz con sus fachadas cubiertas de enredaderas y sus interiores vacíos, oquedades donde antes hubo ventanas, y por las que ahora se pueden ver las nubes. La Habana muerta de la calle Habana con su #216 colapsado. La Habana muerta que ha matado y que sentencia a muerte a los inquilinos del #363 de la calle Inquisidor, con sus cornisas apuntaladas y balcones condenados. Ciudad necrópolis entregada, o tomada, por criaturas oscuras que tienden su ropa blanca en la penumbra de edificios, imposibles de reconocer hoy en algún plano original si se conservara. La ciudad de arterias desecadas que te llevan por galerías espacio-temporales de una realidad a otra. Un momento estás en la Plaza Vieja, reconfortado por el olor a café, la música y el surtidor, al siguiente estás chapoteando en la miseria que la circunscribe.

Por uno de esos corredores fantásticos salí a la Avenida del Puerto, cerca del embarcadero; cruzar la bahía no estaba en mis planes, pero las habanas me habían colocado allí, en el justo momento en que estaba por zarpar una de las lanchitas.

En pocos minutos estaba en Casa Blanca; el mejor asiento de la ciudad está allí, a los pies del Cristo tutelar que mira, y que puede dar fe, mejor que cualquier cronista, de cómo su protegida se transformó en poco más de medio siglo en una ciudad de personalidad múltiple.

Del otro lado de la bahía contemplaba una Habana fundacional cumpliendo aquella tarde quinientos años; una reliquia de piedra gris que celebrará en el futuro su milenio, sin importar la mano presuntuosa del encargado de turno. Del otro lado una segunda Habana, aterrizada como un OVNI, de vidrio, de vidrio soplado en cuyo interior el vacío utópico no celebra nada, y que a la vez es una fiesta eterna para los “otros”, los nuevos descubridores de la isla. Allá, también, una tercera Habana, prematuramente muerta, novia tuberculosa a la que el Hombre Nuevo no llegó a desposar, un legajo que se adentra en el crepúsculo sin que ningún fuego de artificio pueda devolverle ni un segundo de su antigua belleza, un cadáver emparedado entre lo vetusto y lo utópico que, ante la certeza de lo insalvable, solo nos inspira a regodearnos en estos versos de Gastón Baquero: 

  • Yo te amo, ciudad,
  • cuando desciendes lívida y extática
  • en el sepulcro breve de la noche,
  • (…)

 

 


  • Yerandy Pérez Aguilar (Pinar del Río 1990).
  • Poeta y narrador.
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