Gratitud y reciprocidad: el corazón oculto de la ecología

En esos momentos raros en que he tenido el privilegio de estar alejado del bullicio cotidiano y de las moles de cemento en que cotidianamente nos desplazamos los seres humanos, casi siempre emerge en mí una pregunta que me acompaña desde que era niño en Cuba: ¿qué significa realmente pertenecer a la Tierra? No me refiero a poseerla, como sugiere la arrogancia de nuestras sociedades extractivas y depredadoras, sino a sabernos parte de su tejido, a reconocernos como un hilo en la trama.

Recuerdo mis primeras exploraciones en los bosques y costas de mi isla, la emoción de descubrir una planta nueva o un insecto escondido bajo la corteza húmeda. No había entonces palabras sofisticadas, solo un estremecimiento: el asombro. Ese asombro fue mi primer maestro, y ha sido para mí tan o más poderoso que los libros de botánica o ecología.

El problema es que hemos aprendido a despreciar esa emoción. La educación moderna, con su culto a lo “objetivo”, nos dice que la belleza y la emoción son sospechosas, que la ciencia no debe arrodillarse ante un flamboyán en flor ni detenerse a escuchar la música de los manglares. Que luchar por salvar una especie de ballena ya a punto de extinguirse es un despropósito y no vale la pena dedicarle una lágrima.

Pero ¿acaso no fue el asombro el que nos trajo hasta la ciencia? Sin asombro, la biología es anatomía sin latido.

He escuchado hasta el cansancio que los humanos somos una plaga para el planeta, los “enemigos de la naturaleza”. Ciertamente, lo hemos demostrado: mares ahogados en plástico, bosques reducidos a cenizas, atmósferas saturadas de humo. Sin embargo, ese no es el único relato posible. También podemos ser y hemos sido medicina, amparo, feroces defensores.

Pienso en ese retoñar casi cíclico de los defensores del arbolado urbano en la ciudad de La Habana, donde la reforestación local se mezcla con la educación ambiental en pequeños grupos autónomos considerados “ingenuos” por todos los bandos del espectro político. Pienso en nuestros campesinos que, sin llamarlo “economía del regalo”, practican la reciprocidad con la tierra: devuelven abono, respetan los ciclos, agradecen lo recibido.

Ser destructores no es nuestro destino inevitable. Es apenas la consecuencia de un relato equivocado: el de creernos dueños, no parientes. Y aquí emerge un concepto crucial: el de “los Comunes”.

Los Comunes son ese territorio invisible que nos sostiene y que, sin embargo, rara vez nombramos con la reverencia que merece. El aire que respiramos, el agua que corre bajo la tierra, los bosques que purifican nuestras tormentas, los arrecifes que protegen nuestras costas: ninguno de ellos pertenece a alguien en particular, porque todos pertenecen a todos. En la jerga de la ecología, se los llama recursos de uso común, pero esa palabra, “recurso”, ya los reduce a objetos de consumo. En verdad, los comunes son más bien un pacto tácito de interdependencia.

Aun cuando miradas extremistas como las del microbiólogo eugenista Garrett Hardin los hizo célebres al advertir que, en la lógica del egoísmo, cada individuo tenderá a sobreexplotarlos hasta agotarlos; lo cierto es que la vida nos ofrece contraejemplos: comunidades que han cuidado pastizales, bosques o pesquerías durante generaciones gracias a normas colectivas y vínculos de confianza.

La cientista política Elinor Ostrom demostró que la tragedia no es destino, sino advertencia, y que la cooperación puede prevalecer sobre el saqueo. Ella estudió durante muchos años la interacción entre las personas y los ecosistemas, y demostró que el uso de estos comunes por parte de grupos humanos (comunidades, cooperativas, fideicomisos, sindicatos) puede ser racional y puede también prevenir el agotamiento del “recurso” sin la estricta necesidad de intervención estatal, ni la “mágica autorregulación del mercado” basado exclusivamente en la propiedad privada.

Ostrom documentó casos emblemáticos como la gestión comunitaria de sistemas de riego en Nepal y de pastizales en Suiza, a los que se suman experiencias recientes de comunidades pesqueras en México y Chile que han establecido vedas colectivas para asegurar la sostenibilidad de la captura, y transformaron la necesidad de subsistir en un acto de reciprocidad con el mar.

Hablar de los comunes, entonces, es hablar de la posibilidad de que la humanidad se reconozca guardiana de bienes compartidos, de que la codicia se subordine a la continuidad de la vida. En tiempos de crisis climática, la noción de los comunes nos recuerda que ni el oxígeno ni los océanos admiten fronteras: son herencia colectiva y, al mismo tiempo, examen de nuestra madurez ética como especie.

La metáfora de la semilla

He estado escuchando y leyendo a la escritora y botánica Robin Wall Kimmerer, quien nos comparte cómo en la sabiduría indígena, el agradecimiento y la reciprocidad, más que valores, son principios ecológicos esenciales.

Para Robin, la semilla guarda una lección. Es el regalo más humilde y a la vez el más poderoso: un punto minúsculo que contiene futuro. En la lógica del mercado, la semilla es mercancía, patente, objeto de compraventa. Pero en la lógica de la vida, la semilla es promesa compartida. Ningún árbol cobra por la sombra que ofrece, ni por el oxígeno que produce. Da, porque esa es su forma de existir.

¿No deberíamos aprender de esa economía circular, donde todo residuo se transforma en alimento de otro ser?

Como cubano, veo con claridad que nuestro drama social y político también ha estado marcado por semillas robadas, sueños mutilados y generaciones incapaces de germinar. Pero sé, como ecólogo, que hasta el suelo más degradado puede volver a ser fértil si se siembra y alimenta con paciencia y cuidado.

Los pueblos originarios de América desarrollaron la idea de la cosecha honorable: tomar solo lo necesario, agradecer y devolver. Un ejemplo es la tradición de las ‘Tres Hermanas’ (maíz, frijol y calabaza) de los iroqueses, entendida como un pacto de cooperación y no de dominación. En este sistema agrícola simbiótico, el maíz sostiene a los frijoles, estos enriquecen el suelo con nitrógeno, y la calabaza cubre la tierra para conservar la humedad y frenar las malezas. No es solo una técnica productiva, sino también una práctica con profundo sentido espiritual y cultural.

Yo no nací en esa tradición, ni es posible incorporar artificialmente cosmovisiones externas a nuestra propia cultura, pero la ciencia misma me aproximó a esa noción. Todo ecosistema se regula con bucles de retroalimentación: no hay consumo sin producción, no hay pérdida sin renovación.

Y entiendo el desespero del hombre común en nuestra isla, y sus deseos de consumo, pero la vida no nos pide abstinencia, nos pide reciprocidad. Comer es un acto de muerte y de gratitud a la vez. Lo mismo al cortar leña o al beber agua. Es la paradoja de vivir: alimentarnos de nuestros parientes. Por eso, cada acto de consumo debería ser un ritual de cuidado.

En Cuba, esa ética ha sido a veces olvidada bajo el peso de la escasez, la colectivización forzada, y la represión. Hemos aprendido a consumir sin opción, a veces hasta destruir lo poco que queda y enfermando nuestros propios cuerpos, porque el miedo es un mal consejero. Pero la lección de la naturaleza es otra: la abundancia surge de la reciprocidad, no de la acumulación.

Lenguaje, pertenencia y sanación

Ya sabemos: el idioma que usamos revela cómo pensamos. Llamamos “recursos naturales” a lo que deberíamos llamar “regalos de la Tierra”. Decimos “explotación” como si fuese un término neutro, cuando en realidad suena a violencia y depredación. ¿Qué ocurriría si habláramos de los árboles como hermanos, de los ríos como abuelas, de los suelos como úteros? No. No es poesía ingenua: es un giro en nuestra interpretación del mundo hacia una necesaria Ética de la coexistencia vital. El lenguaje es semilla de valores, y los valores son las raíces de nuestras acciones.

La sanación del daño antropológico producto del totalitarismo cubano, pasa necesariamente por la sanación de nuestra relación con la Tierra, que a su vez comienza por procurar sanar el relato: dejar de ver al planeta, al país, como propiedad y comenzar a verlo como pertenencia. ¿Recuerdan esa frase gastada y casi vacía de “sentido de pertenencia”? Nunca debió interpretarse como que todo “me pertenece”, esa utópica manipulación marxista de la propiedad social; sino como que pertenecemos a un ecosistema mucho más amplio sin el cual no podemos sobrevivir. No se trata de “salvar a la naturaleza”, porque ella sobrevivirá con o sin nosotros. Se trata de salvar nuestra humanidad al volver a reconocernos parte del coro de voces vivas.

No niego que la herida es honda: selvas arrasadas, especies desaparecidas, océanos acidificados, corales blanqueados, ciudades infestadas de basura. Pero como biólogo aprendí de la resiliencia de la vida. Los ecosistemas saben recomponerse si los dejamos respirar, si acompañamos su sanación.

Quizás nuestro mayor don como especie no sea la inteligencia técnica, sino el lenguaje. Con palabras podemos nombrar, agradecer, convocar. Con palabras podemos cambiar el relato del dominio por el de la reciprocidad. Quiero pensar que, como hijo de una isla golpeada por huracanes y dictaduras, mi misión es esa: ayudar a escribir un relato distinto. Uno en que no seamos plaga, sino remedio. Uno en que volvamos a ser, no los dueños del planeta, sino su familia. Porque al final, la vida es eso: un regalo que no pedimos y que debemos aprender a honrar. Y la única respuesta posible a un regalo, es otro regalo.

Referencias generales:

  • Hardin, G. (1968). The tragedy of the commons. Science, 162(3859), 1243–1248.
  • Ostrom, E. (1990). Governing the commons: The evolution of institutions for collective action. Cambridge University Press.
  • Kimmerer, R. W. (2013). Braiding sweetgrass: Indigenous wisdom, scientific knowledge and the teachings of plants. Milkweed Editions.
  • Shiva, V. (1993). Monocultures of the mind: Perspectives on biodiversity and biotechnology. Zed Books.
  • Gudynas, E. (2011). Buen Vivir: Germinando alternativas al desarrollo. América Latina en Movimiento, 462.
  • Boff, L. (1995). Ecología: Grito de la tierra, grito de los pobres. Editorial Trotta.
  • Callicott, J. B. (1989). In defense of the land ethic: Essays in environmental philosophy. SUNY Press.

 

 

Isbel Díaz Torres (Pinar del Río, 1976).
Escritor y Biólogo (Universidad de La Habana 2000).
En Cuba se desempeñó como investigador en el Instituto de Sanidad Vegetal y fue fundador y director de la organización ambientalista independiente El Guardabosques.
Actualmente dirige Canal Guardabosques desde Florida, una plataforma dedicada a la divulgación ecológica y la promoción de una conciencia ambiental crítica.

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