Por Hirán Cartaya Hernández
Entre las innumerables diferencias que pudiéramos enumerar entre los seres humanos y el resto de las especies, la más dramática, sin dudas, es la certeza de la muerte, esa angustia ancestral que Lezama Lima definiera coma la conciencia de la propia fenitud. El peso de este privilegio cognoscitivo ha sido para el hombre como una piedra de sísifo que le impide ver y vivir su tiempo con la confianza de lo eterno, aunque un día, por causas incomprensibles esta eternidad llega a su fin. Esa sí que nace en las tantos subterfugios con que la humanidad ha tratado de conjugar este espectro, prometiendo una vida más allá de la vida y una dicha en un tiempo en que sólo cabe la palabra ausencia.
Y es en esta certeza fatal que tiene su origen la nostalgia, ese sentimiento de irrecuperabilidad que nos hace más preciados cada uno de nuestros actos pasados, de nuestros recuerdos gratos y de cada uno de nuestros seres lejanos y queridos.
Desde que el hombre del paleolítico pintara sobre una roca la silueta de su propia mano, creando un testimonio eterno de una realidad entrañable y efímera, quedó comprobada la posibilidad de conservar en la imagen artística una huella del paso por la existencia, un testimonia de las luchas y esperanzas del ser humano.
Así, desde las cavernas primitivas hasta las galerías contemporáneas, desde las antiguas escrituras sagradas hasta la escritura automática y el monólogo introspectivo, el hombre ha tratado de mandar al futuro el mensaje de su propia existencia, fragmentos, retazos, huellas que permitan a otros reconstruir, aunque sea en parte lo que fue su andar por este mundo. De ese paso por este mundo, de esa intención de trascender lo circunstancial, de eternizar el instante irrepetible y condenado, trata la muestra que hoy nos propone Enrique Alonso Daussa.
La nostalgia transita por estos cuadros como un sentimiento tenaz y omnipresente. Cartas olvidadas que sirvieron de portadoras al desespero de amores y angustias, retratos de bellezas que el tiempo ha mordido definitivamente, estampas que dejan adivinar los sueños e ideales de un tiempo hoy remoto en apariencia ajeno, pero aun presente. Encontramos aquí con exquisita recreación estética aquellos fragmentos de vida que hubieran tenido su fin en cualquier fogata o vertedero si la sensibilidad del artista no hubiera sabido ver y rescatar la presencia humana que escondían calladamente. Daussá incansable coleccionista de recuerdos reconstruye en universo integrador y coherente lo que fue testimonio disperso, la letra muerta, mensaje sin remitente y destino.
Esta muestra representa un momento culminante de la madurez creativa de su autor.
Se aprecia en ella un dominio de los recursos formales y una soltura en el manejo de los mismos que nos habla ya no de un joven que promete sino de un artista que cumple. La increíble fusión entre los más actuales se consiguen solo gracias a la maestría y la sensibilidad de este artista.
Quiero, sin más, dejar que juzguen, aprecien y disfruten ustedes mismos, no sin antes agradecer a Enrique esta oportunidad de reconocernos en su obra, de reencontrarnos con nuestros ancestros, de reafirmar la convicción de que siempre algo queda.
Hirán Cartaya Hernández (abril de 1989)