Por Maikel Iglesias Rodríguez
Casi todas las tardes, un cangrejo adolescente, solía visitar la biblioteca y entregarse a la lectura con fervor. El mundo en sus estancias, resultaba tan maravilloso, que el tiempo se le iba volando sin probar ni un bocado. Algunas veces, los murciélagos asiduos, que venían a entrenarse en las pericias del sistema braille, lo invitaban a un café que él ingería al instante, sin aparentar desprecio alguno en su rechazo por los pastelillos de guayaba o el turrón de ajonjolí, que también le ofrecían, tratando de recompensar sus notables favores.
Casi todas las tardes, un cangrejo adolescente, solía visitar la biblioteca y entregarse a la lectura con fervor. El mundo en sus estancias, resultaba tan maravilloso, que el tiempo se le iba volando sin probar ni un bocado. Algunas veces, los murciélagos asiduos, que venían a entrenarse en las pericias del sistema braille, lo invitaban a un café que él ingería al instante, sin aparentar desprecio alguno en su rechazo por los pastelillos de guayaba o el turrón de ajonjolí, que también le ofrecían, tratando de recompensar sus notables favores. Ellos eran conscientes de sobra como para manejarse en recintos oscuros, pero el cangrejo los guiaba en la búsqueda de los principales títulos, sin pedirles nada a cambio por las sugerencias; no obstante a que sus favoritos, carecían de traducción al idioma de los ciegos, él estaba dispuesto a leerles fragmentos sin ninguna vanidad, e inclusive comentarles sobre los autores y la época en cuestión, apenas percibía que ya estaban los usuarios repitiendo el mismo texto. No le importaba en absoluto que los libros estuvieran viejos, cundidos de polvo y parásitos, en un estado de forma a la medida de su alergia; mucho menos que este saludable hábito, ya hubiese pasado de moda o decayera su ímpetu, ante los extraordinarios mitos del cine y la Internet. Flavio era un ser que se mantenía con vida gracias a los libros, por eso aprovechaba al máximo sus horas en la biblioteca, sin reservar un espacio en la semana para dedicarse al fútbol o las delicias de la natación. Su sed infinita por el conocimiento, lo llevaron a un insomnio irremediable, que lo motivara a convertirse en una enciclopedia nómada, totalmente inédita, si tenemos en cuenta la edad de este marisco. Se consagró de tal manera a los estudios, que aprendió a caminar por encima del agua, además de su probado talento en la confusa lengua de los dinosaurios. Por tal razón, muy pocos se asombraban con la magnitud de sus ayunos maratónicos, so pretexto de que era tan exquisito el café de sus amigos, que en verdad podía beberse solo. Flavio siempre declinaba todo refrigerio, mientras agradecía a los murciélagos con una sonrisa amable, y retornaba en el acto a sumergirse entre sus páginas selectas. En más de una ocasión se le aguaron los ojos, cada vez que las polillas venían a anunciarle que la instalación estaba próxima a cerrar sus puertas.
– Si pudiese quedarme a vivir entre estos anaqueles –musitaba el juvenil cangrejo.
– A este tipo lo pegaron con cola loca, o vaya usted a saber si es un agente de la CIA –esparcían rumores las bibliotecarias.
– Sus tenazas no parecen naturales, habla con un acento raro -seguían en el chisme las trabajadoras. Todas ovejas, para ser más exactos. Quienes tras la bizantina discusión, que enfrentaba a unos arácnidos con las cucarachas, lo inquirieron de frente:
– Ven acá, Flavio. ¿Los libros se comen?
– Pregúntenle a las polillas, por favor -dijo el cangrejo, señalando con sus patas los estantes vacíos.
Un hondo silencio recaló de golpe en el entorno y nunca más lo afligieron, después de este brevísimo cruce de palabras. Las ovejas comenzaron a adularle desde aquel momento, y lo propusieron en infinidad de veces como el lector más destacado de nuestra zoo-república. Lo que pasó es que unas cucarachas de la capital, votaron en su contra para complacer a los viejos leones, pues aunque estos no tenían cabeza ni melena suficiente para leer el periódico, hervían en el rencor porque sus dentaduras arcaicas, ya no les permitiesen triturar ni un carapacho de cangrejo, aunque fuera novicio. Así todo marchó sin más contradicciones en la casa de los libros, donde las ovejas prometieron a los cuatro vientos, reeditar todas las obras que estuviesen defectuosas, y modernizar en gran escala los géneros diversos que componían su colección. Puede ser que detrás de los estantes, muchos continuasen rumorando disparates, más nadie se atrevió jamás, a importunar de manera directa, las lecturas de Flavio y las pequeñas charlas en las que iniciaba a otros, por la senda perenne de la sabiduría.
Hasta que una tarde infausta, al cangrejo que ya había madurado tanto, como para aspirar a un puesto relevante en la academia del idioma de los animales, se le ocurrió decirle a sus amigos murciélagos, que tenía entre sus nuevos sueños abrir una biblioteca independiente en las inmediaciones de su cueva. Esta sola confesión, y los embustes de quienes le tenían envidia, o le temían, o acaso desconfiaban de sus patas y tenazas inocentes, bastaron para catapultar la pena máxima, sin compasión, sobre aquello que consideraban su herejía imperdonable. A 7 días con sus respectivas noches en una cisterna, fue condenado el crustáceo erudito. Los arácnidos fiscales rechazaron la propuesta que firmasen los murciélagos, con el propósito de revisar a fondo la causa del cangrejo. La jurista defensora, fue una bisoña mariposa que quedó muy mal parada, ante la negación de las polillas a rendir sus testimonios en el tribunal.
A la semana exacta de que Flavio hubiese sido confinado en el estanque, lo extrajeron sin rastros evidentes de descomposición. De inmediato firmaron el acta del deceso en donde se explicaba, que el mismo había perecido en un lúgubre accidente.
La despedida de duelo, estuvo a cargo de una araña peluda, de quien se presumía escuchar un panegírico excelso acerca de la voluntad y la consagración, pero al sentir la fetidez de los orines, de un histórico león que fue invitado a las exequias, solo se le oyó decir:
– ¡Wow!, hay que tener coraje para entregar la vida, por rescatar un par de gafas en un pozo ciego.
Maikel Iglesias Rodríguez (Pinar del Río, 1980).
Poeta y médico.
Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia.