Hay un binomio que tiende a separarse en el ámbito eclesial, a tal punto que se recae en actitudes que muchas veces tocan los extremos que tanto criticamos. A sazón de los acontecimientos que está viviendo la iglesia católica nicaragüense, nosotros, los cubanos, también debemos hacernos la pregunta: ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar en el camino del Evangelio encarnado? La dupla fe y acción se hace necesaria y urgente en el camino de la resolución pacífica, ágil y eficaz de los conflictos. Jesús es también sal y luz del mundo.
Con frecuencia vemos en nuestras comunidades la incidencia de esta separación con sus notables efectos negativos y polarizadores. También para los no creyentes, llamando en lugar de fe al sistema de ideas, ideologías o pensamientos desligados de las acciones concretas, de la realidad práctica. Es decir, el equilibrio al que aspiramos llegar entre fe y acción, y su traducción al lenguaje más laico, debe servir para cultivar también el ejercicio ciudadano, la dimensión volitiva y la dimensión práctica de nuestras vidas.
Vivir solamente de la fe, la creencia, la contemplación, la oración agradecida o suplicante sin llevar esa fe a cada acción cotidiana nos puede llevar a un grado excesivo de enajenación social. Es aislarse de la realidad para vivir en un intimismo tal que separa a la persona del ethos social y hace cultivar un espiritualismo excesivo, que no espiritualidad, dejando a un lado la otra cara del binomio que es la acción.
Por la fe es que podemos soportar muchas pruebas en la vida. La fe es un recurso vital para los que creemos porque oxigena el alma, da sentido a cada proyecto de vida, sustento a los planes , confianza en el camino y fuerza para llegar a la meta. Pero la fe también genera compromiso para que se pase de la alienada relación de la persona con Dios a un plano de fe encarnada y comprometida en un amplio tejido social. La fe conjugada con el mundo de la cultura, con el ámbito de la justicia, con el espíritu de la caridad hace que se pueda hablar de integralidad en el desarrollo humano.
Una fe enquistada solo en los espacios de la intimidad de los templos, sin salir a la luz o a la oscuridad de afuera, lejos de liberar, nos podría hundir en las tinieblas de la cerrazón, la ausencia de diálogo humano fraterno y el ejercicio activo de la fe que profesamos, que implica un compromiso transformador con el mundo en su totalidad.
Por otro lado, vivir solamente de la acción, olvidando el componente espiritual, también conduce a una vida asfixiante. Si enfrascados en el activismo, hacemos y hacemos cada vez más, volcados hacia fuera de nosotros mismos, sin cultivar nuestra vida interior, nos convertimos en máquinas, en sujetos desbordados de activismo sin tiempo para pensar, reflexionar, parar, meditar, orar y contemplar al trascendente que es Dios.
Todos los extremos son malos. En este caso, con el actuar excesivo sin cabida para la espiritualidad, corremos el riesgo de llegar a hacer solamente activismo dentro de la Iglesia. Y entonces es cuando se cuelan en los espacios de debate y reflexión, en los ámbitos de los proyectos de formación que tiene la Iglesia, en el carisma propio de las instituciones religiosas, ese espíritu del mundo, ese estilo de llamarnos los primeros porque somos los que más hacemos. Pero ¿de qué sirve ser los primeros “dando el paso al frente” si en nuestro interior estamos vacíos? Es muy necesario dar sentido a nuestra vida: que nuestra acciones sean coherentes con lo que creemos, con lo que pensamos, que alberguen también un componente espiritual y contemplen un espacio para parar, meditar y seguir.
Cuando encontramos a laicos comprometidos, o servidores públicos dentro de la Iglesia, que dejan toda la piel en proyectos y acciones concretas, pero luego no tienen tiempo de asistir a la Misa dominical o a la práctica de los sacramentos, nos damos cuenta que no llegamos ni estamos en el necesario camino del equilibrio entre la acción y la fe. Ese faltante puede conducir a consecuencias irreparables porque la reconciliación entre los dos componentes mencionados depende de nosotros. Nunca debemos ubicarnos en los extremos si de verdad queremos transitar los caminos de la justicia, la paz, la verdad y la libertad.
Mirar la acción y la fe como dos elementos aislados es no reconocer que son dos caras de la misma moneda. No puede haber constancia en la fe sino se fortalece en las obras que devienen de su ejercicio sostenido. No solo es un asunto de índole teológica, sino es un asunto humano cotidiano. La experiencia cristiana en el mundo se vive buscando la conjunción entre lo que creemos y lo que hacemos. Todo se suma, en lugar de aislarse o separarse. Todo genera complementariedad e interdependencia. Ya lo decía el Apóstol Santiago: “Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma. Pero alguno dirá: Tú tienes fe, y yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras” (Santiago 2,17). No hagamos raquítica nuestra fe, ni caigamos en un activismo que nos aparte de los valores y la espiritualidad a la que hemos sido convocados.
- Yoandy Izquierdo Toledo (Pinar del Río, 1987).
- Licenciado en Microbiología.
- Máster en Bioética por la Universidad Católica de Valencia y el Centro de Bioética Juan Pablo II.
- Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
- Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia.
- Responsable de Ediciones Convivencia.
- Reside en Pinar del Río.