Equinoccio, en invierno. La peña del júcaro, de Rafael Almanza

Por Henry Constantín Ferreiro
Feria del Libro (2010). Fortaleza de San Carlos de la Cabaña.

Feria del Libro (2010). Fortaleza de San Carlos de la Cabaña.
En Camagüey, en un pretérito caserón barnizado por los gases que exhala la calle Rosario y la panadería vecina, tiene su casa alguien que venera, en Martí, las virtudes que cree necesarias para su país. Y en ese mismo caserón, el escritor Rafael Almanza organizó, como ha hecho desde 1995, a su cuenta y riesgo –no es una forma de hablar- la Peña del Júcaro.
Esta peña es una reunión por Martí. Un señor blanco en canas y una niña con sus padres, una docena de jóvenes que admiran en Almanza su capacidad de amistad, de valor, y de conocimiento, y otros nuevos y viejos amigos de la celebración, concurrieron a la peña de los quince años, en la noche del 26 de diciembre de 2009.
Desde muy lejos llegó un estudio con ánimo de artista de filigranas sobre la presencia de las palabras que indican partes vegetales –hoja, raíz, semilla- en la poesía de Martí. El autor es José Raúl Vidal, cubano exiliado.
Luego, el propio Rafael Almanza, apelando a esos políticos encontrados que fueron Gómez y el de los Versos Sencillos, y a partir del propio diario del Generalísimo, desató una vigorosa defensa del credo civilista, democrático, y por lo tanto, honestamente revolucionario de Martí, frente a la voluntariosa tentación autoritaria del dominicano. Almanza no deja nunca una idea anclada en su parcela inicial: su intelecto fluye en todas direcciones, no es de los que embotan los filos para no tener que pelear: de la historia, sin mucho esfuerzo, avanzamos hasta el presente, todavía inundada nuestra voluntad civil por los arrebatos autoritarios de un fiel estudioso, ¿de Gómez?, ¡no, tampoco!, de Weyler. Almanza terminó parafraseando lo que el Apóstol le dijera al militar dominicano: “Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento” (sic).
Feria del libro de La Habana: todavía arde la hoguera
La Feria Internacional del Libro en Cuba. Las imprentas no pueden más de trabajo: las tres inmensas partes de Archipiélago Gulag 1918-1956 deben estar listas antes de la Feria, para su lanzamiento, por primera vez, en una isla que ya no padece los absurdos de la justicia a lo Vishinski. Simultáneamente, un respetado escritor nacional durante muchos años honrado por la censura, prepara monumental conferencia sobre el Nobel soviético que murió aclamado como traidor, por haber escrito una novela honesta.
Un anciano que habla el francés con el resbaloso deje de los eslavos, envía desde el otro lado del Atlántico algunas novelas casi desconocidas aquí. Pero el vigor del nombre basta para abrirles las puertas a La inmortalidad, La lentitud, La ignorancia y, por supuesto, La insoportable levedad del ser.
La prensa anuncia convulsionantes colas para las ediciones de la más violenta y morbosa novela de dictadores latinoamericanos, La fiesta del chivo, y para la epopeya de fanatismos y miseria que narra La guerra del fin del mundo; decenas de jóvenes lectores quieren sentir por sí mismos el laberíntico arte con que Vargas Llosa edificó una catedral irrompible y luminosa a partir de una Conversación; y los amantes de enrevesadas emociones eróticas se agolpan frente a las librerías donde se pondrán en venta Los cuadernos de don Rigoberto.
Por último, la paloma que soltó Noé desde la entrada del arca no regresa más: el diluvio y su inundación ceden, de nuevo, el espacio a la vida. Las autobiografías del suplicio son esparcidas en toda la nación, con Antes que anochezca, de Reinaldo Arenas, y Cuando llegó la noche, de Huber Matos, en los primeros lugares de preferencia. El cubano que más cerca ha estado del Premio Nobel literario, Cabrera Infante; las taquilleras y exiliadas Zoé Valdés y Daína Chaviano; el origenista Baquero, el revolucionario Padilla, y Raúl Rivero; y el hombre que trató de armar sobre sus odios de antaño un propósito de encuentro, Jesús Díaz; son al fin publicados y leídos y comentados fuera de los círculos de unos cuantos devotos y tímidos admiradores. Finalmente, los enmudecidos artistas que ahora, en el tiempo real, no en el de esta feria que he imaginado en una Cuba que está por existir, finalmente esos escritores que viven en silencio y en Cuba, porque el ruido de las cadenas no puede ser música de fondo para palabras que necesitan libertad, hablarán por todo el país. Entonces, se sabrá que la época del diluvio ha terminado.
Josefina la viajera
Una figura esperpéntica y refulgente se instala en el escenario. Consciente de que es observada, Osvaldo Doimeadiós transforma el monólogo de Abilio Estévez en la más descomunalmente cómica, y arriesgada, búsqueda que un actor ha intentado sobre tablas cubanas.
¿Hubo pecado gramatical en el párrafo anterior? Consciente de que es observada, Osvaldo Doimeadiós, dice la oración que parece lucir un error de concordancia genérica. Pero no hay tal. Doimeadiós es Josefina la viajera, y la fluidez y la costumbre con que el histrión asume los personajes de su sexo opuesto ya no chocan en el público, como sí le ocurrió, parcialmente, a Fernando Hechavarría en Las amargas lágrimas de Petra von Kant. Esta vez nos sentamos ante el espectáculo de una mujer que arrastra antiquísimas penas, y solo el humor que exhala la protagonista nos recuerda que dentro, está Osvaldo Doimeadiós.
El director general de Josefina la viajera es Carlos Díaz, que ha creado una especie de marca de agua en sus obras, salpicándolas de provocadores aires trasvestis y gays.
Pero el espectáculo se perdería en el concurrido espacio teatral habanero, si no fuera por dos elementos dependientes entre sí: la concurrencia de público, y el contenido. Josefina la viajera es éxito. Desde inicios de enero, que se estrenó en la Sala Adolfo Llauradó de la Casona de Línea, hasta bien entrado el mes de marzo y trasladadas las presentaciones para la Trianón, sede de El Público –el grupo de Carlos Díaz que, quizá por precaución, no aparece en los créditos de Josefina… aunque la puesta es todo El Público-, el lleno se mantiene. Josefina, -la alusión a la esposa del emperador Napoleón no es inútil- recorre ansiosa la tristísima historia cubana hasta el más decepcionante presente, mientras viaja en busca de su verdad, que es la verdad de todos los que aceptamos el gentilicio de esta isla, parafraseando la sinopsis promocional. De su boca escuchamos frases que provocan poco menos que electricidad: ¡Qué falta hace que desaparezcan estos viejos!, y si algo confunde, por momentos, es la risa en que parece desvanecerse todo el impulso energizante de la obra, risa que alivia y a la vez deja la lamentable impresión de que ese sufrimiento, nuestro sufrimiento, solo es motivo de eso, de risa.
La tarde se ha puesto triste, pero Ferrer canta esta noche
en el Teatro Tassende, de Camagüey, unos días después de que muriera de hambre y desatención médica el preso político Orlando Zapata, y fueran privados de sus universidades dos estudiantes de periodismo mal-llevados con –por- la censura. Camagüey estaba un tanto convulso: familiares y amigos de Zapata habían sido arrollados por las autoridades unos días antes del fallecimiento del mártir, y el resto de la quincena se lo pasó amaneciendo con problemáticos carteles en varios rincones de la tranquila comarca de sombreros y pastores.
Por suerte, no se canceló el concierto que Pedro Luis Ferrer, el más inaudible de los grandes trovadores vivos cubanos, tenía previsto en la noche del sábado 28 de febrero. No solo no se canceló, sino que el teatro quedó repleto con todos los que solo conocían al cantante, guitarrista, tresero y compositor, merced a la distribución samizdat. Ferrer estaba eufórico y amable: iniciaba ahí su primera gira nacional tras eternos años de prohibición, y con desacostumbrada puntualidad –cortesía que se echa de menos en muchos artistas- cantó heroicamente por dos horas. Los camagüeyanos lo ovacionaron.
La oreja peluda de la censura –a la que Ferrer le dedicó parte de sus comentarios al público- solo se hizo notar por el hecho de que le concedieran para actuar un espacio de infelices condiciones técnicas, y no el Teatro Principal, que es insignia de la ciudad. Los censores todavía cantan, parece que intentaron decir.
Henry Constantín Ferreiro.
Periodista, escritor y fotógrafo.
Expulsado de los estudios de Periodismo en dos ocasiones, ambas por problemas políticos.
Único representante de Cuba en el II Concurso Hispanoamericano de Ortografía Bogotá‘2001.
Graduado del Curso de Técnicas Narrativas del Centro Onelio Jorge Cardoso.
Colaborador de la revista Convivencia.
Textos suyos han sido publicados en medios de prensa cubanos, incluso oficiales.
Hace el weblog Reportes de viaje (www.vocescubanas.comReportes de viaje).
Dirige la revista La Rosa Blanca. email: henryconstantin@yahoo.es.
Reside en Camagüey.
Scroll al inicio