Ensayo – “Hacia el fin de las exclusiones”

Por Orlando Freire Santana
Es indudable que el bregar por eliminar o disminuir las discriminaciones que padecen algunas personas por diversa índole constituye una de las tareas más apremiantes para cualquier sociedad. Mas, si en esa epopeya le corresponde un papel nada despreciable a un Estado sumamente ubicuo como el cubano, entonces asistimos a una pugna muy peculiar.
En efecto, y aunque así no lo consideren los distintos componentes que integran nuestra sociedad civil, ha sido el aparato de poder quien, a su conveniencia, ha movido en lo fundamental los hilos del enfrentamiento contra determinadas exclusiones que ha afrontado la nación cubana durante las últimas cinco décadas. El sesgo utilitario conseguido por las autoridades de la isla con semejante desempeño podemos apreciarlo desde dos vertientes: por una parte se brinda una apariencia de apertura social, mientras que por la otra se garantiza que dicha apertura transite por el matiz de no afectar el control político-ideológico ejercido sobre la sociedad.
Por supuesto que tal proceder cuenta también con su corolario en el hecho de que ha sido ese mismo Estado el promotor de esas y otras exclusiones en momentos específicos- o de un modo permanente, según sea el caso- de nuestro quehacer nacional. Se trata, pues, de extender una mirada hacia las distintas etapas por las que ha atravesado el proceso revolucionario para comprobar que, como tendencia, en los estadios de ascenso o presunta fortaleza del mismo se notaba un incremento en la cuantía de las marginaciones, y viceversa.
Una Revolución que arribó al poder con el propósito de remover los cimientos de la sociedad que había heredado, era lógico suponer que, a la par que beneficiaba a ciertos sectores del entramado nacional, perjudicaba a otros a medida que se radicalizaba. Precisamente, el gradual acercamiento de los gobernantes a la doctrina marxista-leninista, visible ya a partir de la segunda mitad del propio año 1959, iba a ser el detonante de una de las marginaciones más recurrentes que conocería la isla: la practicada por motivos de fe.
Un considerable porcentaje de la población cubana profesaba algún tipo de creencia religiosa a la caída del gobierno de Fulgencio Batista, no importa que muchas de esas personas no asistieran con asiduidad a cultos, templos u otras actividades afines. Podían proclamar su fe y nunca habían sido molestadas ni relegadas a causa de ello. Muy pronto, sin embargo, una desgarradora disyuntiva aparecería ante ellas: o abjuraban de sus convicciones para adaptarse a las nuevas realidades- una actitud, lamentablemente, adoptada por no pocos-, o soportaban con estoicismo la condición de ciudadanos de segunda categoría.
A medida que la Revolución se adentraba en la ideología comunista, con la consiguiente sentencia de que la religión era el opio de los pueblos, comenzaría el distanciamiento entre las distintas denominaciones religiosas y las autoridades del país. Todo iba a acontecer, según estas últimas, en medio del enfrentamiento clasista entre el Estado revolucionario y las capas pudientes de la sociedad. En ese contexto, tal y como se lo expresó Fidel Castro al teólogo brasileño Frei Betto, los mayores conflictos fueron con la Iglesia Católica, “porque no era la Iglesia del pueblo” (1), mientras que los choques con las denominaciones evangélicas y los cultos afrocubanos serían menores “porque se habían propagado más entre las capas humildes”. (2)
Lo cierto fue que tras un período inicial de apoyo casi unánime al gobierno revolucionario- en el que la Iglesia no fue la excepción-, se sucedieron una serie de acontecimientos que enturbiarían paulatinamente las relaciones Iglesia-Estado. La protesta de los estudiantes de la Universidad Católica de Villanueva por la visita del dirigente soviético Anastas Mikoyán; las declaraciones oficialistas en el sentido de que el cardenal Arteaga había sido íntimo de Batista; la carta pastoral “Por Dios y por Cuba”, dada a conocer en mayo de 1960 por el arzobispo santiaguero Enrique Pérez Serantes, en la que alertaba acerca de “el pesado yugo de la nueva esclavitud”(3); la nacionalización de los colegios religiosos; hasta llegar a la masiva expulsión de sacerdotes a bordo del vapor Covadonga, entre otros, fueron hechos que incidieron en lo antes expuesto. No podemos ignorar tampoco, de acuerdo con lo apuntado por el reverendo Raúl Suárez, que cerca del setenta por ciento de los pastores evangélicos abandonaron la isla al triunfo de la Revolución. (4)
Mientras tanto, y como parte de la labor transformadora para borrar las reminiscencias del pasado, los nuevos gobernantes casi declaran por decreto el fin de la discriminación racial en el país. Comoquiera que con posterioridad a 1888, fecha en que se abolió oficialmente la esclavitud en Cuba, los espacios privados constituyeron el escenario principal donde pervivió cierta actitud discriminatoria hacia negros y mulatos, y que la Revolución eliminó esos espacios como parte de su radicalización económico-social, el entorno resultó propicio para un pronunciamiento tan osado y que a la postre devino extemporáneo. Además, como nunca antes, cientos y miles de negros y mulatos se incorporaron a todas las esferas de la vida nacional.
Aquí conviene deslindar la marginación tangible y objetiva de aquella subjetiva que opera en la mente de algunas personas. Estimo que tras el surgimiento de la República en 1902, casi todas las manifestaciones de racismo en nuestro país han clasificado en el segundo grupo, pues muy pocas orientaciones o directivas oficiales— tal vez alguna durante la República referida al paseo en ciertos parques públicos o la entrada a determinada sociedad de recreo— sirvieron para amparar prácticas del primer tipo. Incluso, no obstante la opinión reciente de algunos historiadores en el sentido de que la República no incluía al negro, la Constitución de 1901, al otorgarles el derecho al voto, les confirió la categoría de ciudadanos de la República. Por otra parte, y según nos cuenta Serafín Portuondo en su texto Los independientes de color, “El 1ro de julio de 1912 los congresistas de color dirigieron un manifiesto a la opinión pública— también firmado por Juan Gualberto Gómez, no congresista— en el que afirmaban que no habían existido ni existían problemas de raza en el país”(5. Mas, a pesar de esa afirmación de las más prominentes personalidades negras del país, proferida incluso cuando ya corría en tierras orientales la sangre de los negros que se alzaron en contra de la Enmienda Morúa, siempre se mantuvieron durante todo el período republicano las reclamaciones y demandas de los que insistían en que aquí eran discriminados los ciudadanos no blancos.
Entonces la Revolución triunfante en 1959 transitaría por senderos algo paradójicos: de una parte hizo más que la República por eliminar esa especie de racismo residual, al decir del poeta y ensayista Víctor Fowler (6), que anidaba en el seno de nuestra sociedad; de la otra, al suprimir el debate público en torno al tema, alentó la suspicacia de los grupos que persistían en la lucha contra la hipotética desigualdad racial existente en el país. Así, situaciones que me inclino a ubicar más en el plano de lo subjetivo que de lo objetivo, como la no presencia de bailarinas de piel oscura en las compañías de ballet español, o la supuesta ausencia de galanes negros en la televisión, eran vistas por esos grupos como una muestra de racismo precariamente contenido. Y lo peor: sin posibilidad de discutirse en lugares que trascendieran los pequeños espacios informales.
Esos primeros años de Revolución fueron testigos también de otro tipo de marginación hacia las personas, esta tomando en cuenta su orientación sexual diferente; diferente, claro, de nuestra tradición heterosexual. Contrario a lo que sucedió en la antigua Grecia o el Imperio romano, donde se aceptaban o toleraban, respectivamente, las prácticas homosexuales, en nuestra sociedad de corte occidental esa inclinación siempre se consideró como una perversión, una enfermedad o, en la más eufemística de las variantes, como una secuela de experiencias traumáticas en la infancia o la adolescencia.
Según nos cuenta el ensayista Abel Sierra Madero (7), durante la República era grande el estigma que cubría a los homosexuales. A partir de 1928 se inició una campaña por los periodistas Sergio Carbó y Mariblanca Sabas Alomá en contra de esas personas. A los varones que gustaban de su propio sexo se les llamaba pepillitos, mientras que las mujeres que sentían inclinación por otras féminas eran denominadas garzonas. Estas últimas recibían las críticas más acres debido a que abandonaban su misión de conservar la especie.
La Revolución, por tanto, no hizo más que continuar una práctica casi habitual entre nosotros. Claro, esa aspiración de formar al hombre nuevo que construyera la sociedad comunista, es muy probable que influyera desde un principio en las políticas que implementaron las autoridades en pos de eliminar las lacras y vicios que obstaculizaban la referida intención. Y en ese sentido, por supuesto, la represión de las conductas homosexuales se hallaba en un primer plano. Así, durante la primera década de gobierno revolucionario, centenares de jóvenes homosexuales fueron conducidos a las tristemente célebres Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP) para tratar de “reeducarlos”.
Mas, si hubiese que escoger un sector ocupacional que ejemplificase la discriminación sufrida por los homosexuales, me inclinaría por la cultura y el arte. El novelista Guillermo Cabrera Infante, en sus memorables “chismes literarios”— en el caso que nos ocupa, al parecer, con noticias más verdaderas que falsas— (8), apunta que hacia 1965, en una de aquellas frecuentes redadas habaneras (conocida como la noche de las tres P: prostitutas, proxenetas y pederastas), fue atrapado por homosexual una figura cimera del teatro cubano. De igual forma el autor de Tres tristes tigres nos cuenta que tras la celebración del Primer Congreso de Educación y Cultura en 1971, un destacado escritor— hoy Premio Nacional de Literatura— fue trasladado al almacén de la biblioteca donde laboraba para alejarlo de los lectores, pues las resoluciones de dicho evento tendían a impedir que los homosexuales “descarriaran” a las nuevas generaciones.
Cinco días después de finalizado ese cónclave, la prensa nacional informaba del nombramiento de Luis Pavón Tamayo al frente del Consejo Nacional de Cultura. (9) O sea, Pavón accedió al cargo para llevar a la práctica las directivas del Congreso, que en lo referido a los homosexuales eran explícitas en cuanto a la discriminación institucional de esas personas. Entonces, ¿a quién podría ocurrírsele pensar, al cabo de más de tres décadas, que la responsabilidad por semejante política fuera únicamente de ese funcionario? En la más indulgente de las apreciaciones—indulgente, claro, para el Poder— debemos de aceptar la responsabilidad compartida. Es decir, comenzando por Pavón Tamayo y terminando en los más altos estratos del poder en la isla. Lo anterior nos permite destacar también cómo los cubanos manejamos con cierta frecuencia la relación hombre-circunstancia de acuerdo con nuestro arbitrio, y olvidamos un poco las enseñanzas de Ortega y Gasset, para quien el binomio debía de conservar la mayor armonía.
Cuando a principios de 1896 el presidente del Consejo de Ministros de España, Antonio Cánovas del Castillo, consideró que los intentos pacifistas del general Arsenio Martínez Campos habían fracasado, y era necesario el envío a la isla de un hombre enérgico, hasta cruel, capaz de liquidar a cualquier precio la insurrección en breve tiempo, nombró al general Valeriano Weyler para ese empeño. Atrás quedaban los ecos del Plan Maura para Cuba, con sus propuestas descentralizadoras y el aliento de la gestión autonomista, y salían a la superficie los afanes de la metrópoli por conservar la colonia aun si se consumiese “el último hombre y la última peseta”. Con frecuencia nuestra historiografía atribuye desmedidamente a la maldad de Weyler todos los sufrimientos que la política de reconcentración causó a los cubanos, y muchos miran solo hacia él para hallar la cara fea de la colonización española. No debemos olvidar, empero, que la felonía de ese momento fue instrumentada desde Madrid.
Más de medio siglo después los manuales soviéticos con que encauzábamos la dirección de la sociedad privilegiaban una especie de determinismo que restaba importancia a la labor de los hombres. Estos últimos nada podían hacer para oponerse a la marcha inexorable de la historia que indicaba el andar de la humanidad hacia un hipotético paraíso terrenal sin explotados ni explotadores. En el plano nacional los nuevos ingenieros sociales creían haber hallado en la planificación centralizada la varita mágica con que suprimir el mecanismo natural de la economía y la iniciativa creadora de las personas. Se podía tomar un cuaderno de historia de Rusia y era raro toparse con los nombres de Iván el terrible o Catalina la grande; casi todo se circunscribía al modo de producción, las relaciones sociales y la conciencia de clase. En ese contexto no faltaron las mentes trasnochadas que clamaron por una reescritura de nuestra historia para dar paso a ese engendro de la despersonalización.
Con el litigio en torno a Luis Pavón Tamayo, el Poder y sus colaboradores desearon girar nuevamente el péndulo hacia el hombre en detrimento de la circunstancia. Centenares de correos electrónicos inundaron las redes informáticas— imagino que la iniciativa partió del gremio homosexual— al ver en las pantallas de sus televisores la figura del antiguo funcionario. Pánico debe de haberles causado el pensar que el ambiente cultural retrogradaría a la época del “quinquenio gris”. Pero no, todo no era más que una falsa alarma, pues una Declaración de la UNEAC aparecida en el periódico Granma daba cuenta de que “la política cultural de la Revolución era irreversible”. (10) Ello dejaba bien sentado que se mantenía la apertura hacia los homosexuales. La cúpula del Poder contempló gozosa cómo la Revolución quedaba libre de culpas al diluirse el episodio en una pugna entre individualidades.
El crítico Desiderio Navarro, por ejemplo, culpó al hombre: “¿Cuántas decisiones erróneas fueron tomadas “más arriba” sobre la base de las informaciones, interpretaciones y valoraciones de obras, creadores y sucesos suministrados por Pavón y sus allegados de la época, sobre la base de sus diagnósticos y pronósticos de supuestas graves amenazas y peligros provenientes del medio cultural?” (11) De otra parte, y escribiendo desde Madrid, el ensayista Jorge Luis Arcos expresaba que el episodio desencadenado en la isla a raíz de la resurrección de Pavón constituía un acontecimiento más dentro de una realidad devastada. Al referirse a las reacciones de los intelectuales, afirmó: “Unos abogan por que el problema se resuelva dentro de casa, como si una parte considerable de las víctimas no estuvieran fuera de Cuba; otros tratan de negar que todo responde a una estrategia del Poder, como lo fue en el pasado, y como lo es en el presente incluso. Muchos critican lo sucedido, abogan por una reparación política, pero, por supuesto, sin nombrar— ni antes ni ahora— a los verdaderos responsables.” (12)
La etapa de mayor sovietización en la vida de la isla, a partir del ingreso de Cuba en el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) en 1972, y la celebración del primer congreso del Partido en 1975, iba a coincidir con el período de mayor exacerbación de las exclusiones en la sociedad. Era lógico suponerlo. El país había dejado atrás la incertidumbre de no saber realmente cuál era la estrategia para encauzar el futuro, y las carencias materiales de años recientes disminuían ante la acción solidaria de nuevos aliados que exigían un pacto ideológico.
En esas condiciones el socialismo cubano se sintió lo suficientemente fuerte como para prescindir de ciertos sectores de la población que se estimaban “contaminados” con lacras y rezagos del pasado. Así, los encontronazos más bien coyunturales entre los creyentes y el Estado que habían tenido lugar en los años sesenta, adquirieron visos de discriminación institucional al incluirse el ateísmo científico en la Constitución de la República aprobada en 1976. Una desconfianza generalizada hacia los creyentes se instauró en centros de trabajo y estudio a lo largo y ancho del país; en muchas ocasiones los estudiantes que profesaban una creencia religiosa se vieron privados de acceder a determinadas carreras universitarias; en planillas y formularios se contemplaba la pregunta acerca de la afiliación religiosa de la persona, para constituirse en una mácula si el requerimiento resultaba positivo; y, por supuesto, se les negaba el ingreso al Partido y la Unión de Jóvenes Comunistas aunque fuesen revolucionarios cabales en el resto de las facetas de su vida.
Una prueba palpable de que la alineación de la isla junto al bloque soviético fue un elemento que pesó enormemente en el ostracismo de los creyentes, la encontramos en la respuesta de Fidel a una pregunta de Betto en la ya mencionada entrevista. Corría el año 1985 y la Teología de la Liberación florecía en gran parte del subcontinente, al tiempo que muchos dirigentes de izquierda reafirmaban que los lazos entre creyentes y marxistas no eran solo tácticos, sino estratégicos. Además, el Gobierno sandinista de Nicaragua— como se sabía, íntimo del cubano— había objetado la sentencia marxista “del opio de los pueblos”. No obstante, cuando el teólogo preguntó si al año siguiente, en el tercer congreso del Partido, podría proclamarse el carácter laico de esa organización, y en consecuencia admitirse en su seno a cristianos revolucionarios, el líder de la Revolución Cubana contestó: “Yo creo que todavía no están dadas las condiciones en nuestro país para eso; te lo digo francamente”. (13) Claro, aunque ya Mijail Gorbachov y su nuevo equipo gobernante vislumbraban la perestroika, en el horizonte de la isla aún no se insinuaban las brumas que darían al traste con el Muro de Berlín y después con la propia existencia de la Unión Soviética.
En lo referido a la exclusión social de los homosexuales, fui testigo, en el apogeo de la homofobia cubana, de un episodio que no dudo en clasificar como un capítulo cubano de la Revolución Cultural maoísta. Eran los días iniciales de 1972, y un grupo de estudiantes de preuniversitario cumplían su etapa de la escuela al campo en los cañaverales del central “Puerto Rico Libre”, en Alacranes, Matanzas. Ignoro si por venganza, provocación u otro motivo diferente, lo cierto fue que uno de los estudiantes homosexuales allí albergado confeccionó una lista con el nombre de todos sus iguales. ¡Para qué fue aquello! De inmediato, las organizaciones estudiantiles del campamento, con el visto bueno de los profesores, y bajo la consigna de “a linchar a los maricones”, la emprendieron violentamente contra los homosexuales, a los que no les quedó otra opción que abandonar a toda carrera el campamento, y regresar como pudieron a La Habana, dejando abandonadas sus pertenencias.
El advenimiento de los años noventa, desde el punto de vista que nos ocupa, se presentaría como el reverso de lo acaecido en los setenta. Cuando la isla se vio sola, sin el apoyo de sus antiguos aliados ideológicos, y en medio de una penuria económica que amenazaba con destruir el sistema político imperante, fue el momento propicio para que los gobernantes comprendieran que las puertas debían abrirse para muchos de los que antaño fueron marginados. Únicamente iban a quedar fuera de la convocatoria aquellos que el oficialismo calificaba como anexionistas o representantes de la antiCuba. Es decir, sus adversarios en el terreno político ideológico.
El punto de inflexión en materia de fe sobrevino en el bienio 1991-1992, cuando el IV Congreso del Partido reformó sus estatutos para que los creyentes comprometidos con la Revolución pudieran ingresar en sus filas, y después con la enmienda constitucional que proclamó el carácter laico del Estado cubano. La eliminación o el aflojamiento de tensiones entre el Estado y las jerarquías de las diferentes denominaciones religiosas, lógicamente, tendría que repercutir en un estatus más favorable para los practicantes de las distintas modalidades de la fe. En esta atmósfera de distensión, a pesar de la visita papal en enero de 1998, iba a ser la Iglesia Católica la que encontraría el camino menos expedito, ya que en ocasiones sus análisis en torno a la situación social del país no contarían con el agrado de las autoridades de la nación. El ejemplo más elocuente de ello fue el mensaje pastoral “El amor todo lo espera” en 1993.
Ese documento, además de indicar las causas y las posibles salidas de la aguda crisis económica por la que atravesaba el país, aportaba importantes recomendaciones en pro de la democratización de la isla al sugerir un diálogo con todos, incluyendo a quienes pensaban de un modo diferente. La prensa oficialista la emprendió en los más duros términos contra el mensaje pastoral. El diario Granma, órgano oficial del Partido Comunista de Cuba, comparó el documento de los obispos con la línea más hostil del exilio miamense hacia el gobierno cubano: “Infeliz decisión la de compartir la tarima contrarrevolucionaria con la fauna Torricelli, Más Canosa etc, para no llegar tarde y marcar en la cola de Miami”. (14) Por su parte, el periodista Lázaro Barredo, en ese entonces un simple articulista del semanario Trabajadores— hoy director de Granma—, calificó a los obispos de cómplices históricos de todos los enemigos de la nación, y al mensaje pastoral de “un puñal clavado por la espalda en el momento más difícil, decisivo y heroico en la historia de la Revolución; que no podía darse el lujo de aceptar una diversidad irresponsable y un diálogo idílico”. (15) Mientras tanto, la respuesta que se estimó más mesurada, la del poeta Cintio Vitier, no vaciló en asirse al filón utilitario con que el Poder y sus aliados han manejado el concepto de nación: “Antes que aceptar el derecho a la diversidad, hay que defender el derecho del país a la supervivencia como nación independiente”.(16)
Por supuesto que la visita a la isla del Papa Juan Pablo II ha clasificado como el hecho más significativo para la Iglesia Católica cubana, tal vez en toda su historia. Fueron días en los que se vivió la fe de una manera muy intensa; jornadas precedidas de una labor misionera como no se recordaba en mucho tiempo, pues la Iglesia tocó puerta por puerta para que todos los cubanos fueran partícipes de ese acontecimiento inigualable. En una sociedad donde casi todo se programa y orienta “desde arriba”, resaltó la espontaneidad con que los habaneros se aglomeraban en las calles por donde sabían iba a pasar el Papa-Móvil con su ilustre ocupante. Al final, como feliz secuela de esos días gloriosos, los cubanos recobramos parte de nuestras tradiciones cuando las autoridades declararon feriado, para siempre, el Día de Navidad.
El viraje en el tratamiento a las personas excluidas debido a su preferencia sexual aconteció, primero, mediante señales aisladas, como fue la proyección en 1995 de la película Fresa y Chocolate, de Tomás Gutiérrez Alea, y basada en el laureado cuento de Senel Paz El lobo, el bosque y el hombre nuevo. Después vino la labor semioficial del Centro Nacional de Educación Sexual (CENESEX), con Mariela Castro Espín al frente, el cual brega por la plena incorporación a la sociedad de gays, lesbianas, bisexuales, travestis y transexuales.
Y, paradójicamente, esta apertura de los años noventa no se reflejaría de la misma manera en la cuestión racial. Con la llegada del período especial, y tener el país que adoptar una serie de medidas que tendían al mercado para tratar de impedir el colapso de la economía, fue significativa la catalización de ciertas disparidades raciales. La despenalización del uso y tenencia de divisas posibilitó un incremento en el envío de remesas a la isla por parte de los familiares residentes en el exterior. Si tenemos en cuenta que más del ochenta por ciento de los cubanos que componen la diáspora clasifican como personas de piel blanca, es lógico suponer que los negros y mestizos llevaran la peor parte en ese flujo monetario. La ampliación del marco para las inversiones extranjeras, por su parte, introdujo nuevamente ciertos espacios privados, los mismos que la Revolución había eliminado en los años sesenta, y que eran propensos para que afloraran determinadas manifestaciones de racismo. En ese contexto, al igual que en el sector turístico que también conoció de una expansión en el período, la presencia de trabajadores negros resultó exigua, tal vez como consecuencia de que se aceptaran algunos estereotipos que representaban al negro como perezoso, ineficaz, sucio, feo y hasta tendente a la delincuencia.
Lo anterior llevó a que los grupos que siempre continuaron alertando acerca de la existencia de una problemática racial intensificaran sus demandas con el objetivo de que el debate sobre el tema retornara al ámbito público. Ello propició que tan espinoso asunto, de manera paulatina, fuera insertándose en los espacios académicos, primero, y posteriormente en los medios de difusión masiva. Aquí el viraje, además, ha incluido la rehabilitación de algunas figuras que se destacaron en el estudio y la investigación del tema negro, la celebración del centenario del Partido Independiente de Color, así como la creación en la UNEAC de una comisión que monitoree las desigualdades raciales que aún subsistan. De igual modo, las autoridades han reafirmado que continuarán la política que asegure una genuina representación de todos los componentes raciales en las distintas vertientes de la vida nacional.
Si ahondamos en el tema de la rehabilitación de ciertas personalidades que descollaron en el estudio y la investigación de la problemática racial, resulta casi inevitable traer a colación a Walterio Carbonell, esa figura legendaria que, después de que la Revolución decretara la total armonía entre las razas y suprimiera el debate en torno al tópico, se asía a la doctrina marxista-leninista— cierto que con una interpretación de ella que se me antoja algo forzada— para enaltecer el papel del negro en nuestra historia.
Cuando empleo el término “rehabilitación” pienso en la reedición de su texto Cómo surgió la cultura nacional, un ensayo que vio la luz inicialmente en 1961, en plena apoteosis de los que pretendían reescribir la historia de Cuba al calor del Materialismo Histórico de Marx. A propósito, reeditar ese libro puede haber satisfecho una demanda— la rehabilitación—, pero también chocar con la tendencia semioficialista de la historiografía que se escribe en el país. En momentos en que, si bien no con el idealismo que acostumbraban los historiadores de la etapa republicana, se exaltan a figuras como Varela, Saco, Luz, Delmonte y otras a las que se consideran padres fundadores de nuestra nacionalidad, resulta contrastante toparse con un criterio como el siguiente: “Figuras oscuras, esclavistas de la peor especie, como Arango y Parreño; esclavistas atormentados como José Antonio Saco y Luz Caballero, enemigos de las revoluciones y de la convivencia democrática, todos ideólogos reaccionarios del siglo XIX, han sido falsamente elevados a la categoría de dioses nacionales por los historiadores, profesores y políticos burgueses”. (17)
Tal vez esa sea la razón por la que la reedición del texto de Carbonell haya circulado escasamente en el país. No obstante, comoquiera que el reto a la historia oficial ocurre desde posiciones revolucionarias (marxistas), el autor recibió ciertos homenajes. En cambio, si Alexis Jardines, por ejemplo, afirma desde posiciones no marxistas— parecido a lo que en otros contextos realizan Rafael Rojas, Emilio Ichikawa y otros—- que “la vertiente Caballero-Varela-Luz-Varona no representa filosofía cubana, sino filosofía en Cuba. Es tan solo receptiva y no creativa. La verdadera filosofía cubana surge en los años cuarenta del período republicano”,(18) entonces dicen de él que intenta desmontar el siglo XIX cubano y dejarnos sin historia. Nada, que cada vez me adscribo más a una opinión atribuida al trovador Silvio Rodríguez: “En Cuba lo importante no es qué se dijo, sino quién lo dijo”.
De forma paralela a este giro en lo tocante a la cuestión racial, los últimos tiempos han sido testigos de nuevas acciones encaminadas a reconocer los derechos de las personas con una orientación sexual diferente, aunque todavía subsistan algunas insatisfacciones al respecto. Hay quienes plantean que ahora, a diferencia del pasado, no se reprime la condición de homosexual, sino su manifestación pública. Argumentan, por ejemplo, las dificultades que hallan los travestis y transexuales para trabajar e integrarse a la sociedad. Empero, destacan las Jornadas de Arte Homoerótico, que bajo el auspicio de la Asociación Hermanos Saíz, se efectuaron en el centro cultural La Madriguera, en la ciudad de La Habana, durante los años 1998 al 2000. Mas lo que podríamos considerar como el punto culminante en esta atmósfera de distensión sucedió el 17 de mayo de 2008, fecha en la que se celebró por primera vez en Cuba el Día Mundial de la Lucha contra la Homofobia.
Sin embargo, es notoria la escasa cobertura informativa que en los medios de difusión oficialistas reciben las reclamaciones de la Iglesia en pos de recuperar el pleno rol que debe de corresponderle en la sociedad. En su homilía del 1ro de enero de 2009 con motivo de la celebración de la Jornada por la Paz, el cardenal Jaime Ortega expresó que la Iglesia no se contentaba solo con eventuales transmisiones radiales o televisivas, sino que debía poseer espacios sistemáticos en la prensa, la radio y la televisión nacionales.(19) Asimismo, el doctor Gustavo Andújar, al referirse al proceso de invisibilización de la Iglesia que continúa activo en los medios de difusión, ha manifestado: “Semejante práctica tenía sentido en la época del ateísmo institucionalizado, cuando las enseñanzas de la Iglesia se definían oficialmente como dañinas a los intereses de la población, pero después de la reforma constitucional de 1992 resulta un anacronismo absurdo”. (20)
Aquí cabría preguntarse el porqué de este doble rasero en el tratamiento de las exclusiones por parte del aparato de poder. Por una parte los gobernantes reconocen los resquicios de marginaciones que aún restan en los acápites de lo racial y lo sexual, y por la otra casi se silencia lo que falta por lograrse en materia de fe. Ah, claro, sucede que las exigencias de negros y homosexuales no comprometen el control político-ideológico que el Poder ejerce sobre la sociedad, mientras que las reclamaciones de la Iglesia— además de la antes mencionada, resalta la restauración de los colegios religiosos— sí podrían crear fisuras en el referido dominio. No hay que olvidar que en una conversación sostenida con el escritor español Manuel Vázquez Montalbán, el ministro de Cultura, Abel Prieto, declaró que las aperturas en los campos de la información y la educación serían las últimas que haría el socialismo cubano. (21)
Y he ahí, precisamente, el último tipo de exclusión que queremos tratar. No por ser la postrera va a resultar la menos significativa; al contrario, su trascendencia radica en el hecho de que no ha menguado a lo largo de todo el período revolucionario, a pesar de que nunca ha sido reconocida como tal por el aparato de poder: la marginación político-ideológica. Porque en los días que corren es muy difícil que a alguien se le niegue explícitamente el acceso a una corporación por ser homosexual, negro o creyente. Pero si el comité de defensa de la Revolución de su cuadra, o el centro de trabajo anterior, dan fe de que el aspirante no simpatiza con el sistema político de la isla, es casi seguro que le manifiesten por lo claro que esa corporación no es para él (o ella).
Y no me refiero a la imposibilidad que afrontan las personas con un credo político diferente para disputarle de manera legal el poder a las autoridades mediante la creación de otros partidos políticos o sindicatos independientes— acciones que, de realizarse de un modo pacífico, no habría por qué execrarlas—, sino a la simple apatía que un ciudadano pueda exhibir hacia las actividades o movilizaciones de la Revolución, o la negativa de una persona a pertenecer a cualesquiera de las organizaciones de masas que apuntalan el sistema político vigente. Todo más o menos en el marco de una reflexión del periodista católico Orlando Márquez publicada no hace mucho: “El reconocimiento de los derechos sociales y políticos de quienes piensan de modo distinto— aunque fuesen minoría— ha sido una carencia y una debilidad ética del proyecto socialista cubano, que solo ha tenido para tal reto dos propuestas siempre controvertibles y nada justas: el castigo o el exilio”. (22) A lo que podríamos agregar la que nos convoca, no por más benevolente menos dañina: el confinamiento social.
Si tomamos en cuenta la ubicuidad del Estado cubano, es comprensible que muchas personas simulen con el objetivo de obtener buenos empleos, los más cotizados centros de estudio, o sencillamente abrirse paso en la sociedad. De lo contrario es muy probable que permanezcan como ciudadanos de segunda categoría con precarias posibilidades de promoción laboral, superación profesional, y mucho menos pensar en becas o viajes al exterior. A medida que esa simulación va copando actitudes, su daño sobre el tejido social de la nación aumenta, pues no solo afecta el presente, sino que además compromete sobremanera el futuro. Y entre toda la madeja de interrelaciones que una marginación semejante enhebra en la vida de la isla, resalta, por tratarse del sitio donde se forman las generaciones que mañana dirigirán los destinos de la patria, el accionar en nuestras universidades.
La Universidad ha sido siempre objeto de celo por parte de la élite del poder revolucionario. Ya en los años setenta los denominados “procesos de profundización de la conciencia” dejaron fuera de las aulas a muchos estudiantes que no encuadraban en los marcos del proyecto socio-político prevaleciente. Desde entonces quedó claro que la Universidad era solo para los revolucionarios. ¿Qué opción restaba, pues, para aquellos estudiantes no adeptos a la Revolución y que anhelaban cursar estudios superiores? Solo una: la mentira, la simulación, o la doble moral, ese calificativo tan recurrente que define como ningún otro la escasez ética del quehacer nacional. Las universidades cubanas, lamentablemente, además de instruir en las ciencias, las artes, las humanidades, la tecnología y las ciencias sociales, entre otras ramas del saber, enseñan también a buena parte de los educandos a cómo comportarse de una manera diferente al modo en que se piensa. Son auténticas fábricas de personas con doble moral.
En el resumen del curso escolar 2008-2009 en el Ministerio de Educación Superior, el entonces primer secretario de la Unión de Jóvenes Comunistas, Julio Martínez, expresó: “En la Universidad no tienen espacio aquellos que no son revolucionarios— ni estudiantes ni profesores—, y que son las fuerzas políticas las que tienen la autoridad para hacerlos salir de ese espacio que no merecen”.(23) Ni la nueva dirección de la organización juvenil, ni lo acuerdos de su último IV Congreso se han pronunciado en otro sentido sobre este tema. Conserva plena actualidad la sentencia que indica quiénes deben de ser los futuros profesionales del país.
En estos tiempos se habla y se discute mucho acerca de la pérdida de valores entre nuestra juventud. Destacadas figuras de nuestro mundo intelectual discurren en torno a tan sensible asunto. Unos aducen que el fenómeno se debe a la violación continuada del principio de distribución socialista (de cada cual según su capacidad, y a cada cual según su trabajo). Otros plantean que se trata de una secuela de la corrupción y el oportunismo de dirigentes “sembrados”, lo que lleva a que la gente, con tal de imitarlos, simule para ostentar un cargo y así vivir mejor; y no faltan los que insisten en que se ha recargado mucho el trabajo mediante arengas y consignas, y no a través de una verdadera faena educativa que forme dichos valores. En cualesquiera de las variantes que se acepten, es difícil no asociar dicha pérdida con el desorden emocional que han de experimentar muchos de nuestros jóvenes en un momento decisivo para el futuro de sus vidas. Ahí se extravía un valor esencial: el valor de aprender a actuar y expresarse como realmente dicta su fuero interior.
Si alguna luz se atisba en el horizonte que pudiese mitigar este tipo de marginación, vendría dada como una secuela del sendero económico que el Poder ha debido recorrer últimamente. Parece muy probable que cuando cientos o miles de personas dispongan de una ocupación laboral al margen del Estado, y por tanto no precisen de simular una adhesión ideológica en caso de no simpatizar realmente con el sistema socialista, algo estará cambiando en la isla, no solo en lo económico, sino también en otras esferas de la sociedad. Y entre ellas, por supuesto, lo referido al terreno político-ideológico.
De todas maneras, la batalla que tenemos por delante en pos de acceder a un mejor hogar nacional no puede centrarse aisladamente en alguno de los obstáculos que un individuo o grupo de personas hallen en su camino. Está muy bien que los homosexuales, los creyentes, y los negros y mestizos luchen por sus derechos. Pero todos han de imbuirse con la convicción de que solo cuando se eliminen todas las exclusiones estaremos en vías de construir la patria que soñamos. Porque si nos convertimos en apóstoles de la lucha en contra de una sola de las exclusiones, e imaginamos que al obtener nuestra demanda habremos conquistado la Cuba que todos necesitamos, tal vez, aun sin proponérnoslo, le estemos haciendo el juego al Poder. Y en ese contexto la batalla contra la discriminación político-ideológica requiere de una puja adicional, ya que sobre ella la sociedad cubana ha mantenido un inveterado inmovilismo.
Fuentes
(1) Betto, Frei. Fidel y la religión. Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado. La
Habana, 1985.
(2) (Idem.)
(3) Soto Mayedo, Isabel. “La Iglesia Católica en el epicentro de las transformaciones” en Marxismo y Revolución. Editorial de Ciencias Sociales. Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana, Juan Marinello. La Habana, 2006
(4) Suárez, Raúl. Cuando pasares por las aguas. Editorial Caminos. La Habana, 2007
(5) Portuondo Linares, Serafín. Los independientesde color (2da. Edición) Editorial Caminos. La Habana, 2002
(6) Fowler, Víctor. “Contra el argumento racista”, en página web de Cubaliteraria, 21 de enero de 2009
(7) Sierra Madero, Abel. Del otro lado del espejo (la sexualidad en la construcción de la nación cubana). Fondo Editorial Casa de las Américas, 2006
(8) Cabrera Infante, Guillermo. Vidas para leerlas. Grupo Santillana de Ediciones S.A. Madrid, 1998
(9) Periódico Granma, 7 de mayo de 1971
(10) Declaración del Secretariado de la UNEAC, en periódico Granma, 18 de enero de 2007
(11) Mensajes de Desiderio Navarro, Revista Digital Consenso
(12) Mensajes de Jorge Luis Arcos, Revista Digital Consenso
(13) Betto, Frei. (Obra citada)
(14) Pita Astudillo, Félix. “Los ilustrísimos once, el amor a Caifás y la restauración colonial”, en periódico Granma, 30 de septiembre de 1993
(15) Barredo, Lázaro. “El amor todo lo espera… siempre que no venga de Caín”, en periódico Trabajadores, 20 de septiembre de 1993
(16) Vitier, Cintio. “Observaciones al mensaje de los obispos”, en periódico Granma, 22 de septiembre de 1993
(17) Carbonell, Walterio. Cómo surgió la cultura nacional. Ediciones Bachiller. Biblioteca Nacional “José Martí”. La Habana, 2005
(18) Jardines, Alexis. Filosofía cubana in nuce. Editorial Colibrí. Madrid, 2005
(19) Ortega, Jaime. “Homilía por la celebración de la Jornada por la Paz”, en Palabra Nueva no. 181, enero de 2009
(20) “Iglesia y sociedad en Cuba a los 15 años de El amor todo lo espera”, en Espacio Laical, año 4, no. 4, octubre-diciembre de 2008
(21) Vázquez Montalbán, Manuel. Y Dios entró en La Habana. Grupo Santillana de Ediciones S.A. Madrid, 1998
(22) Márquez, Orlando. “Las relaciones exteriores y las demandas de una nueva era”, en Espacio Laical, año 5, no. 1, enero-marzo de 2009
Periódico Juventud Rebelde. Viernes 24 de julio
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