Editorial 15: El respeto absoluto de toda vida humana

La vida humana está por encima de todo y de todos. Según el desarrollo de la conciencia de la humanidad de hoy, ningún argumento puede justificar que se lesione o se pierda, o se interrumpa, la vida plena de todo hombre y mujer.
En el mundo actual, cada persona normal y decente, experimenta un gran rechazo a las agresiones a la vida humana. Vengan de donde vengan o se justifiquen manipulando los más elaborados argumentos. Nada justifica la muerte infligida o permitida, directa o indirectamente, a una sola persona, ni siquiera la violación de una sola de las dimensiones corporales, morales y espirituales de la más humilde o desconocida persona humana.
Es por la centralidad y la prioridad de la persona humana sobre toda institución, ideología, religión, poder político o interés económico, que los Derechos Humanos son, hoy día, el rasero y la medida ética de la legitimidad y la bondad de los gobiernos y de las relaciones internacionales.
Ningún Estado puede, sin ponerse en contradicción con la búsqueda del bien común, que es su razón de ser, definir cuáles son esos derechos y mucho menos escoger cuáles sí y cuáles no, o separar unos de otros, o priorizar unos a costa de violar otros. Y mucho menos justificar la violación de alguno de ellos porque en otros países o regiones enteras se violen esos u otros derechos. Que los demás roben no significa que robar sea bueno o permitido o que se relativice la gravedad moral del robo. Todos sabemos en la segunda década del siglo XXI, que los Derechos Humanos son indivisibles, universales e inalienables.
Existe ya en el mundo una conciencia, un estado de opinión creado, aunque aún no consolidado, de que toda violación de los Derechos de la Persona Humana debe ser denunciada, condenada y diligentemente evitada. Esa es la causa y la razón por la que ante un hecho flagrante de violación de esos Derechos Universales se logre un concierto de denuncias y exigencias que no debe asombrar a nadie y que debe alegrarnos a todos porque refleja la madurez alcanzada por la humanidad.
No se puede endilgar a los medios de comunicación inventar una muerte, o una discriminación, o una pena de muerte, o un encarcelamiento injusto. Su deber es mover la opinión pública y su derecho es observar, investigar y denunciar los abusos de todo poder, esté a la izquierda o a la derecha, en el primer mundo o en el último. El único modo de lograr que los Medios de Comunicación digan la verdad es que la verdad esperada coincida con la verdad vivida. Es decir, si no se desea que hablen mal de una actuación, la única posibilidad eficaz es actuar bien. No se puede éticamente actuar mal y esperar que los medios hablen bien. Otra cosa es la difamación o la mentira. Y otra, tratar de no magnificar lo que es de por sí grande.
¿Cómo es posible escuchar a algún intelectual que diga que se magnifica cuando se denuncia la muerte de un solo ser humano justificándolo con la incoherente razón de que mueren a diario o son ejecutados miles de personas en el mundo? Como si la vida valiera por la cantidad acumulada y matemática de muertes. Una sola vida vale lo que vale toda la vida humana. Restarle importancia o relativizar la muerte de una sola persona puede abrir la puerta para justificar lo que es peor: matar o dejar morir por cualquier razón de estado, o política, o religiosa, o económica, a miles o millones de personas. Todo genocidio comienza por una persona y si no encuentra un fuerte rechazo, el relativismo moral de la cantidad justificará el crecimiento exponencial de la muerte. Es peor condenar la magnificación de la muerte de una persona que dejarla morir.
Relativizar la muerte de una persona o descalificar su actuación para minimizar la importancia de su fallecimiento es más grave cuando el hecho se nos encima en la cara y en la conciencia y tenemos tiempo e información para discernir. Toda relativización de la muerte de una persona es éticamente inaceptable y justificadamente condenable. Cuando alguien se hace cómplice de la muerte o defensor de la vida, por encima de todo argumento político o social define diáfanamente su propia estatura moral.
Si se trata de una persona quien valora y se pone del lado de la violencia y de la muerte es muy lamentable y preocupante, pero si se trata de un grupo religioso, una mafia organizada o incluso un Estado moderno, es aún más grave, y entonces el deber de denunciar, de buscar solución y de crear estados de opinión que desestimulen y eviten estos excesos, debe ser una responsabilidad de todos, compartida por cada ciudadano honesto, por cada grupo social, por toda institución que se respete. Esta responsabilidad alcanza y compromete también a la entera comunidad internacional. Se trata de la responsabilidad de proteger la vida de cada ser humano y de reconocerle dignidad y plenitud.
Así lo declara ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el Papa Benedicto XVI:
“El reconocimiento de la unidad de la familia humana y la atención a la dignidad innata de cada hombre y mujer adquiere hoy un nuevo énfasis con el principio de la responsabilidad de proteger. Este principio ha sido definido sólo recientemente, pero ya estaba implícitamente presente en los orígenes de las Naciones Unidas y ahora se ha convertido cada vez más en una característica de la actividad de la Organización. Todo Estado tiene el deber primario de proteger a la propia población de violaciones graves y continuas de los derechos humanos, como también de las consecuencias de las crisis humanitarias, ya sean provocadas por la naturaleza o por el hombre.” (Benedicto XVI en la Asamblea General de las Naciones Unidas, Nueva York, viernes 18 abril 2008. Este texto fue publicado íntegramente en Convivencia no. 3, mayo-junio de 2008, www.convivenciacuba.es)
Debemos dejar claro y preciso que todas las naciones deben respetar la soberanía, la independencia y la autodeterminación de los pueblos. Este es un principio fundamental de las relaciones internacionales y de la dignidad y el respeto que merece todo pueblo, nación o grupo de naciones. Los imperios y los colonialismos o neocolonialismos están igualmente reprobados por la conciencia universal. Nadie quiere con razón que se intervenga en los asuntos internos de una nación. Pero este principio, por muy importante que sea, no es más sagrado que la vida humana. Si aceptamos que el valor primario, supremo y central es la vida de las personas, entonces podremos comprender que un líder religioso como el Papa o la más representativa organización internacional aclaren que quienes no respetan la vida humana, aún cuando fuere en una sola persona, son los primeros que dan razones, ponen la causa y provocan la reacción de la comunidad internacional:
“Si los Estados no son capaces de garantizar esta protección, la comunidad internacional ha de intervenir con los medios jurídicos previstos por la Carta de las Naciones Unidas y por otros instrumentos internacionales. La acción de la comunidad internacional y de sus instituciones, dando por sentado el respeto de los principios que están a la base del orden internacional, no tiene por qué ser interpretada nunca como una imposición injustificada y una limitación de soberanía. Al contrario, es la indiferencia o la falta de intervención lo que causa un daño real. Lo que se necesita es una búsqueda más profunda de los medios para prevenir y controlar los conflictos, explorando cualquier vía diplomática posible y prestando atención y estímulo también a las más tenues señales de diálogo o deseo de reconciliación.” (Benedicto XVI en la Asamblea General de las Naciones Unidas, Nueva York, viernes 18 abril 2008)
Queda claro que se trata de la intervención de los organismos internacionales y bajo la Carta de las Naciones Unidas y con los instrumentos jurídicos internacionales. El daño real, dice el Papa, es la indiferencia y la falta de intervención internacional cuando se viola el principio de proteger a los ciudadanos sin distinción. Nada tiene que temer un gobierno que respete el deber sagrado de cuidar de la vida humana de todos: ciudadanos honrados y delincuentes, presos políticos y comunes, la vida desde su concepción hasta su fin natural, la vida de una sola persona y la de millones, la vida en los pueblos del Norte o del Sur, la vida en Abu Graib o en Guantánamo y la vida en las cárceles u hospitales cubanos. Nada justifica que se pierda una sola vida humana. Es lamentable que se relativice la gravedad de la pérdida de la vida por el número de los que la perdieron o por el inmenso número de los que son cuidados en el País o fuera de él en ejercicio de solidaridad. Uno solo de los haitianos tiene el mismo valor de todos los que murieron aplastados bajo el derrumbe. Nuestro humanismo rechazaría que se dejara de atender a uno porque murieron miles. ¿Por qué allá funciona este principio sagrado y aquí lo relativizamos?
Lo mismo vale la vida de una persona psicológicamente sana que la vida de un interno en un hospital psiquiátrico. ¿Por qué se crea una comisión para investigar la muerte en uno de nuestros hospitales y no se crea otra, para investigar quién dejó morir a una sola persona en otro hospital? Es un deber de los gobernantes y es un derecho de los gobernados. Y no es un invento de campañas mediáticas de ahora o de una tendencia ideológica de derechas. Es un patrimonio de nuestra cultura jurídica y ética de siglos, codificada en el conocido Derecho de Gentes que se fundó y fraguó en la Universidad de Salamanca en el siglo XVI con la aportación de los Padres dominicos especialmente con nuestro cercano Padre Fray Bartolomé de Las Casas. Así lo dice el Papa en su conocido discurso ante la ONU:
“El principio de la “responsabilidad de proteger” fue considerado por el antiguo ius gentium como el fundamento de toda actuación de los gobernantes hacia los gobernados: en tiempos en que se estaba desarrollando el concepto de Estados nacionales soberanos, el fraile dominico Francisco de Vitoria, calificado con razón como precursor de la idea de las Naciones Unidas, describió dicha responsabilidad como un aspecto de la razón natural compartida por todas las Naciones, y como el resultado de un orden internacional cuya tarea era regular las relaciones entre los pueblos. Hoy como entonces, este principio ha de hacer referencia a la idea de la persona como imagen del Creador, al deseo de una absoluta y esencial libertad.” (Benedicto XVI en la Asamblea General de las Naciones Unidas, Nueva York, viernes 18 abril 2008).
La esencia es la libertad de cada persona humana, que no es dada por ningún Estado, ni por ninguna ley, sino por su Creador. Es la verdad la que nos hace libres, como dijo Jesús. La verdad sobre el hombre y la mujer; la verdad sobre la misión del Estado; la verdad sobre los derechos humanos y sus deberes; la verdad sobre la condición sagrada e inviolable de toda vida humana y de todas las dimensiones y etapas de la vida.
El cultivo, la cultura de la verdad sobre la dignidad humana “es el único modo de ser libres”, como dijo Martí. Su postulado felizmente recordado en la actual Constitución de Cuba, resume nuestra cultura política, nuestro humanismo: nos ratifica el valor de la vida y los derechos humanos, nos invita a poner ese criterio ético como la ley suprema de nuestra República y, aún más, nos apremia a hacer del respeto absoluto de la vida humana un culto que ofrezcamos todos en el altar de la Patria:
“Yo quiero que la ley primera de nuestra República sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”.
Pinar del Río, 10 de abril de 2010
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