El miedo y la responsabilidad

Foto de Adrián Martínez Cádiz.
Foto de Adrián Martínez Cádiz.

Una de las preguntas que más escuchan en Cuba los opositores políticos, los activistas de la sociedad civil y los periodistas independientes es “¿Y tú no tienes miedo?”

Entre las respuestas más socorridas está la del que afirma: “Lo que más miedo me da es tener que vivir con miedo”, otros prefieren explicar que están dispuestos a pagar las consecuencias con tal de cumplir con lo que entienden es su deber, su responsabilidad.

Las dictaduras se esmeran en elevar el precio a pagar ante cualquier desobediencia; saben cómo hacerlo sin importar el costo político y para ello apelan a las humillaciones, los maltratos físicos y sicológicos, la persecución, los encarcelamientos desproporcionados, y en última instancia a la muerte, amparada por la ley o extrajudicial.

Pero las dictaduras, así en plural, no temen al costo político cuando maduran hasta el totalitarismo. Si en el Parlamento no hay un ala discordante que castigue al gobierno con una votación adversa, si todos los diputados, los ministros y sus vices, los jueces y fiscales, los que están al frente de las organizaciones de la sociedad civil permitidas, los periodistas de los medios oficiales, los intelectuales con cargos en las instituciones y hasta los cantantes de moda, se muestran sistemáticamente de acuerdo con todo lo que baje de la máxima instancia, entonces el precio político se reduce a ese “menudo” con que los dictadores valoran los comentarios de pasillo, el comadreo de los vecinos con sobrado talento para los chistes, pero carentes del coraje requerido para mostrar abiertamente su descontento.

El miedo alcanza la estatura del terror cuando, para no incomodar con sus quejas a los que gobiernan, las personas desisten de cumplir con el deber ciudadano de reclamar lo que les pertenece. Mientras más generalizado sea el silencio de los padres de familia, de los jóvenes con aspiraciones de futuro, de las madres que ponen por delante la seguridad de sus hijos, de los que no quieren arriesgar lo que han logrado con tanto sacrificio, será así que más se perpetuarán los males que padecen.

Hasta aquí las verdades generalizadas que casi son perogrulladas.

Actuar sin miedo en Cuba es un acto de temeridad. De esta manera los naturales impulsos derivados del instinto de conservación, que se extienden a la familia y al patrimonio, entran en conflicto con el mandato cívico de no ser indiferentes ante las injusticias, las negligencias, la corrupción o el incumplimiento de las obligaciones de quienes gobiernan el país.

Como los ciudadanos carecen de un canal adecuado, pacífico, permitido, civilizado, para tramitar sus inquietudes e inconformidades (ya ni se hacen las reuniones de rendición de cuentas con el delegado), los problemas no encuentran solución. Si el mandato cívico los lleva a saltarse las prohibiciones, la censura, la presumible represión, es cuando se ven en la situación de poner en riesgo lo que el instinto de conservación les aconseja defender a toda costa.

El resultado de esta contradicción, al menos el más visible, es la reducción a sus mínimos de la responsabilidad ciudadana. Como la fiera de feria temerosa del látigo de su domador, el ciudadano salta dentro del aro de fuego que evidencia ante el público que aplaude haber sido domesticado.

Ese menoscabo de una cualidad indispensable para la vida en sociedad no solo ha traído como consecuencia que protestar se vea como algo extraordinario, incluso como una actividad enemiga, desestabilizadora y legalmente punible, sino que además ha llegado a hacer metástasis en forma de indiferencia, lo que obviamente afecta por igual los intereses del Estado.

Esta desobediencia solapada que es la indiferencia se refleja en la no colaboración con las demandas, incluso correctas, que lanzan las entidades oficiales, como ahorrar agua y electricidad, botar la basura en los lugares y el horario establecido, evitar la contaminación de ríos y playas, denunciar a los acaparadores, coleros, revendedores o violadores de los precios establecidos. La corrección ha llegado a ser mal vista porque, paradójicamente ser correcto se ve como ser cómplice.

Pero los que mandan en Cuba prefieren tener ciudadanos obedientes, al menos en apariencia, antes que alentar el auténtico sentido de pertenencia que nada tiene que ver con la sumisión.

A los indiferentes los tolera, a los que no soporta son a los indóciles que se respetan tanto a sí mismos que no aceptan el yugo del silencio sobre sus conciencias, a los que no pueden permanecer callados ante el abuso, la arbitrariedad, la injusticia.

Y allí es dónde las dictaduras totalitarias trazan las indelebles líneas rojas de la intolerancia. En Cuba, al que protesta en la calle o filma y difunde las manifestaciones de los inconformes, se le hace saber que no habrá misericordia y que, como dijera alguien una vez, les espera una cárcel “preñada de amenazas, de ruin y cobarde ensañamiento”.

Sí, porque en la cárcel se infringe un miedo de mayor envergadura: el temor al castigo injusto y desmedido sin posible apelación. Nada produce tanto espanto como estar a merced de un verdugo despiadado que goza de total impunidad.

En ese entorno aparecen los que se niegan a aceptar sus condenas y rehúsan repetir los infantiles lemas “revolucionarios” que las autoridades penitenciarias obligan a gritar a los reclusos so pena de perder el derecho a las llamadas telefónicas, la bolsa de alimentos que le envía la familia o las visitas conyugales.

En algunos textos que tienen la ética como tema se afirma que sin libertad no hay responsabilidad, pero esto no es una excusa para eludir los deberes que impone la conciencia sino la descripción de los límites con que las personas se tropiezan para cumplir el deber. No es que esté mal romper esos límites, es que éticamente no es justo exigirle a quien está atado de pies y manos que cumpla sus responsabilidades bajo esas condiciones.

Los miedos solo existen dentro de nosotros. Son esas riendas, esas mordazas invisibles que nos hacen mansos y que nos obligan a aceptar la afrenta, el oprobio, de vivir entre cadenas.

 

 

  • Reinaldo Escobar Casas (Camagüey, 1947).
  • Periodista.
  • Columnista del diario digital 14ymedio.
  • Reside en La Habana.
Scroll al inicio