Por Yoani Sánchez
Con una saya muy corta y el teléfono celular adosado a la cadera, sale Yanisleidy de su casa en un populoso barrio de La Habana. Tiene diecisiete años y una visa para emigrar a Bélgica. Mira para ambos lados y se cuida de la policía, pues no quiere buscarse problemas faltándole tan pocos días para subirse al avión. Desde hace un par de años está metida en la prostitución, aunque no habla de sí misma en términos tan duros, pues junto al sexo ha dado cariño a varios clientes solitarios. Cumplir su sueño de irse de Cuba le ha costado mucho, pero se siente afortunada si se compara con su madre que jamás ha podido viajar ni a Camagüey.
Es una de esos jóvenes que debió ser “el hombre nuevo” o en su caso “la mujer nueva”. Aquella que habitaría una sociedad de igualdad y oportunidades para todos; pero el futuro terminó por desteñirse antes de llegar. Nació cuando ya no existía el mercado racionado de productos industriales y las adolescentes recibían sólo un paquete de compresas al mes para su período menstrual. Tampoco ha oído hablar nunca de la emancipación femenina, aunque fue enviada con cuarenta y cinco días de nacida al círculo infantil, para que su madre se pudiera incorporar al trabajo. No rebasa los veinte años y sin embargo, ya ha aprendido que sólo en la billeteras masculinas encontrará los recursos para vivir como ella quiere, con buenos zapatos, ropa de marca y una casa propia.
Yanisleidy era sólo un óvulo en el vientre de su madre cuando se pretendió eliminar de la sociedad cubana todos los vestigios de machismo y discriminación racial. Los dos propósitos fallaron y el de convertir a la mujer en una ciudadana de plenos derechos e iguales posibilidades se quedó en el papel sobre el que se redactan las leyes. Es cierto que ni una sola cláusula de la Constitución, ni en una línea de los reglamentos laborales hay algo que promueva o acepte la subestimación de las féminas, pero la realidad es mucho más que cuños y resoluciones. Cincuenta años después de haber comenzado un proceso social que se propuso reformar toda la sociedad cubana, las mujeres siguen aguardado su turno en la abultada agenda de los necesarios cambios.
En los años sesenta era común verlas vestidas de milicianas, en los surcos de trabajo voluntario o rechazando el delantal para ir a cumplir la misión que su revolución les encomendara. Aquella zafra para cosechar diez millones de toneladas de azúcar, las encontró con el machete en la mano y el sombrero encasquetado hasta las orejas. Salían en las portadas de las revistas, sonrientes y confiadas del futuro, tan diferentes de la imagen señoril y reservada que sus madres habían mostrado en las fotos una década antes. Sucumbieron -como casi todo el resto de la población- a la ilusión de crear para sus hijos un país comunista y no se percataron que eran leños en la hoguera de un proyecto que tenía el apetito de miles de incendios.
Con el fracaso de la gigantesca cosecha azucarera llegaron unos años grises, feos, donde los soviéticos comenzaron a ser para esta Isla como el marido que pone el dinero y dicta las reglas. Cuba entera se emputeció a cambio de petróleo, protección y un puesto en el subvencionado mercado llamado CAMECOM. Para ese entonces mucho había cambiado en la vida de las mujeres. Ya no llevaban los apellidos de los maridos, podían acceder al aborto con la misma facilidad que se extrae una muela enferma y el divorcio había perdido todas sus connotaciones negativas. Las grandes movilizaciones agrícolas y militares, les propiciaron relaciones sexuales diversas y la virginidad comenzó a ser un estigma más que una virtud.
La implementación forzada del ateísmo hizo que la moral católica cayera en picada y el propio acto de casarse perdió sentido, ante la posibilidad de gozar de los mismos derechos en una unión libre. Eufóricas por tantas transformaciones en tan corto tiempo, las mujeres no se percataron de que a cada nueva cuota de libertad adquirida le colgaba la pérdida de algún derecho ciudadano. Así comenzaron a graduarse en las universidades pero les quedó prohibido fundar sus propios grupos para exigir más autonomía. Ya podían comprar un condón sin abochornarse, sin embargo nunca más lograrían manifestarse en las calles por los derechos que les faltaban. En fin, dejaron de ser las hembras serviles del hombre que tenían al lado, para convertirse en las trabajadoras domésticas de ese gran señor llamado Estado.
Llegaron entonces los ochenta con su ilusión de prosperidad, apoyada en el hombruno oso que nos miraba desde el Kremlin. Con apenas catorce años se entraba a la Federación de Mujeres Cubanas (FMC) que no había logrado representar a las mujeres frente al poder, sino que bajaba hacia ellas las orientaciones acordadas en las masculinas oficinas del gobierno. Sus sonrisas de felicidad se seguían viendo en las fotos de los periódicos, pero ya el maquillaje de la utopía se había comenzado a correr a causa del cansancio. Estaban las tortuosas obligaciones domésticas para recordarles que las transformaciones no parecían tan profundas, ni la emancipación llegaba tan lejos como habían llegado a creer.
Con la caída del muro de Berlín y el desmembramiento de la Unión Soviética muchas féminas dejaron sus trabajos y regresaron a ser amas de casa. Les resultaba más rentable quedarse en el hogar apuntalando las mil necesidades de su prole y sus maridos, que lanzarse a la incertidumbre de un empleo pésimamente pagado. Tuvieron que recordar los trucos de las abuelas para remendar la ropa, que ya no tenía los precios subsidiados de antes. Muchas asumieron la docilidad que trae la dependencia económica. Poner un plato de comida cada día en la mesa se convirtió en un acto de magia que tenían que llevar a cabo con la poca colaboración de sus esposos. Repetidas veces no lograron completar el acto ilusionista de alimentar a la familia, pues la pérdida del “comercio justo” con los países de Europa del Este había dejado a toda Cuba como una divorciada, sin derecho a ningún patrimonio.
La prostitución regresó sin el repudio social que la había acompañado antes. Volvió bajo la mirada de complicidad de padres y maridos que vieron los jóvenes cuerpos femeninos trocarse en un ventilador o un nuevo colchón para la vieja cama. Antes de eso no había tenido sentido intercambiar sexo por objetos o servicios, pues –con excepción del periódico y el ómnibus- todas las otras cosas que se podían adquirir estaban racionadas en el mercado. Con la implementación de la dualidad monetaria y la apertura de las tiendas en dólares, los turistas encontraron a bellas cubanas dispuestas a alcanzar sus sueños materiales con el sudor de su pubis.
Mientras los descalabros económicos se sucedían, desde las tribunas un discurso bien macho seguía usando frases como “resistir”, “pueblo enérgico y viril” y “trinchera de ideas”. Con tanta testosterona verbal, terminaron por olvidarse sustantivos maternales como “prosperidad”, “reconciliación” y “tolerancia”. Ante la barba, el uniforme verde olivo y la enérgica consigna de “Socialismo o muerte” poco pudo hacer la ternura de la madre que quiere igual al hijo que está en el exilio que al otro que tiene al lado.
Paradas en una esquina de cualquier ciudad, hoy pueden comprobar que la mayoría de los conductores de autos son hombres, los niños van a la escuela especialmente con sus madres y las bolsas para buscar comida cuelgan -en un porciento muy elevado- de los hombros de las mujeres. De aquella búsqueda de la emancipación, les quedó una jornada laboral duplicada y el temor ante la evidente ausencia de valores morales en los que crecerán sus hijos. La poca natalidad infantil obligó a los hospitales a cerrar el grifo constante de los abortos y actualmente, sólo en caso de que el embarazo constituya un peligro para la vida de la madre o del bebé, puede practicarse una interrupción. Aunque en el parlamento se intentó poner cuotas destinadas a las mujeres, el verdadero poder sigue teniendo pelos en el pecho.
Muchas jóvenes como Yanisleidy, no quieren verse en el espejo de sus madres que al superar los treinta años han perdido los sueños y los proyectos propios. Son de una nueva generación y están más preocupadas por su estética: van al gimnasio y hacen dieta. No se han creído los cantos de sirena de la emancipación femenina pues han crecido en un ambiente donde el hombre es rey y poco sirve el oponérsele. Con su elevada formación profesional han comprobado que para una saya no hay las mismas oportunidades que se le abren a unos pantalones. Controlan mejor su fertilidad, no sólo porque los métodos anticonceptivos se han extendido en las farmacias, sino porque el acto de parir puede significar años de atraso en sus carreras laborales. Muchas ven el nacimiento de un bebé como el paso irreversible que les impedirá emigrar de este país que no sienten como suyo.
El marido dominante llamado Estado, se ha tornado decrépito y celoso. Ya no quiere alimentarles a las mujeres sus deseos de independencia, porque las necesita junto a la cocina. Frente al plato, ellas son el último eslabón de una infraestructura económica en bancarrota y deben hacer todo lo posible para que los tenedores y los cuchillos hinquen un trozo de algo cada día. Ya ni siquiera usan el verbo emanciparse, que tiene reminiscencias de fracaso conocido, de ilusión postergada.
Yoani Sánchez (La Habana, 1975)
Filóloga. Autora del Blog Generación Y.
Premio Ortega y Gasset de periodismo digital 2008
(Exclusivo en español para Convivencia. Publicado en versión al alemán en el periódico TAZ http://www.taz.de)