El desorden social

Editorial No. 48 Revista Vitral, marzo-abril de 2002

Por la vigencia del tema, el Consejo de Redacción de ‘Convivencia’ ha querido publicar estos Editoriales de la Revista Vitral (1994-2007), como muestras del esfuerzo desarrollado por el Centro de Formación Cívica y Religiosa (CFCR) (1993-2007) y esa revista, para la educación ética y cívica de todos los cubanos.

Por la vigencia del tema, el Consejo de Redacción de Convivencia ha querido publicar estos Editoriales de la Revista Vitral (1994-2007), como muestras del esfuerzo desarrollado por el Centro de Formación Cívica y Religiosa (CFCR) (1993-2007) y esa revista, para la educación ética y cívica de todos los cubanos. El 29 de enero del 2013 se cumplieron 20 años en esta labor continuada por el Proyecto Convivencia (2007-2013).


Editorial No. 48 Revista Vitral, marzo-abril de 2002
Portada de la revista 'Vitral' No. 48.
Portada de la revista ‘Vitral’ No. 48.
Estamos viviendo en un período crítico de nuestra historia y cada uno de los cubanos, los que vivimos aquí y los que viven en cualquier lugar del mundo necesitamos una convivencia social distinta. Distinta en cuanto a la vida personal. Encontramos, con más frecuencia de la que es normal, personas que viven en un constante agobio, en una agonía por la subsistencia, en un permanente estado de crispación. A esa situación de tensión en el alma de las personas se le llama ahora estrés. Todos nos dicen que constituye, en sí misma, una alteración de la salud física y mental y que es, además, causa de otras muchas enfermedades. En el interior de la mayoría de los cubanos se libra cada día una lucha sorda, callada, silenciada hasta que explota: se trata de la lucha por la vida, o mejor, por sobrevivir. Si alguien se cruza con usted en la calle o aguardan juntos por un ómnibus que no llega o está en la autopista repleta de viajeros sin transporte y con la incertidumbre de si podrá llegar o por lo menos salir de donde está hace horas, entonces uno puede percibir, sin mayor esfuerzo, la verdadera “batalla” que está librando nuestro pueblo: la lucha por vivir hoy el día de hoy sin saber cómo será el de mañana.
 
La realidad es que la causa profunda de este desorden en el alma de la gente es la angustia y la inseguridad de la supervivencia. Esa angustia surge, entre otras, por algunas razones muy elementales y comprobables sin necesidad de investigaciones ni encuestas: no tener trabajo, trabajar cada vez más lejos, pues con mayor frecuencia los centros de trabajo son trasladados sin miramiento y sin garantizar transporte para lugares fuera de las ciudades y se le exige al trabajador una puntualidad inhumana que le crea cada día al despertar el primero de los agobios diarios: cómo llegar al trabajo. Otra causa es trabajar en algo que ni le guste, ni le realice como persona. Otra razón de la lucha interior es que el salario no alcanza para casi nada, que existe una doble moneda, es decir, que con la que pagan por el trabajo realizado no es la misma que la que sirve para comprar en la inmensa mayoría de las tiendas y mercados por divisas que cada vez son más, más caros y con menor calidad en los productos y en los servicios.
 
Esta raíz del desorden social puede parecer simplemente económica. Ganarse el pan de cada día, sostener, alimentar y educar a una familia, mantener un trabajo estable, gratificante y que permita a cada cubano tener un proyecto de vida realizable aquí, en su patria y no, únicamente, tras la salida a cualquier lugar de este planeta, no es solo problema de economía, sino de la vida toda, de la propia estabilidad y de poder ver el futuro con esperanza realista y realizable. En un país como el nuestro, en el que existe un solo empleador, que es el Estado que lo controla y lo dirige todo y en todas partes, las personas sufren el más sofisticado y meticuloso de los controles y la más fuerte y decisiva presión sobre todos los aspectos de su vida, pues es su trabajo, el sustento de su familia, la comida y la educación de sus hijos, las que están en juego. Juego macabro de que si no haces lo que se te exige desde el contenido de trabajo hasta la participación en actividades políticas, culturales, deportivas, etc., sin ningún amparo laboral independiente de la administración, te verás forzado a pedir la baja, o a someterte a una medida laboral en la que te ofrecerán un puesto de trabajo que muy difícilmente podrás realizar con honestidad o con puntualidad.
 
Entonces el cubano no puede acudir a otro empleador, a otro centro de trabajo que no sea controlado por el único y total dueño. Lo que queda es ir a engrosar el mundo de los desempleados que además tienen la desgracia adicional de ser considerados, a priori, sin más, como un ciudadano de segunda categoría con una marcada «peligrosidad». Esto demuestra que no se trata solo de un asunto económico o laboral, sino que indefectiblemente desemboca en un problema social y hasta jurídico. Este orden social debe cambiar.
 
El orden social debe cambiar también en cuanto a la convivencia familiar. Las familias cubanas están profundamente divididas. Es rara la familia que no sufra la separación, el desgarro y la tristeza de no poder convivir cotidianamente en paz por tres plagas sociales que hacen de Cuba una nación dispersa de familias desarraigadas. Esas tres plagas son: el divorcio, la salida del país y los trabajos lejanos del hogar para los padres, junto con las movilizaciones continuas de los hijos a las escuelas al campo y en el campo, y a las acampadas. Todo se hace como si lo que se buscara fuera que la familia estuviera el mayor tiempo posible dispersa. No hay derecho a esto, ni el Estado, ni el trabajo, ni la escuela, tienen derecho a desarticular nuestra más íntima convivencia. Así no hay familia que subsista, ni educación que progrese, ni nación en paz. Este orden social debe cambiar.
 
Estas dos realidades que hemos mencionado: la angustia, la inseguridad personal por no poder tener un proyecto de vida estable y la desarticulación sistemática de la familia son, en nuestra opinión, dos causas profundas del creciente desorden social en Cuba.
 
Otra causa es que la educación ética y cívica, o lo que también se conoce como la formación en valores y la participación ciudadana, ha estado prácticamente abandonada hasta hace muy poco tiempo en que se intentó una campaña de educación en valores que se ha reducido a «explicar» una reducida e ideologizada «lista de valores» mientras que el comportamiento cotidiano tanto en la casa, como en la calle, como en los centros de estudio o trabajo, incluso en las iglesias y otros espacios culturales, son lamentables.
 
La política y la ideología no alcanzan a todo el hombre y la mujer, sirven a una faceta de su existencia, pero reducir voluntariosamente toda la vida de las personas y los pueblos bajo un prisma únicamente político e ideológico, por demás, totalizador y excluyente, provoca que los demás aspectos de la personalidad humana, su carácter, su escala de valores, sus actitudes, su espiritualidad, su capacidad de entrega y sacrificio, su buena voluntad, incluso, sus sentimientos, no encuentren el espacio necesario para su cultivo y desarrollo. Entonces se asfixia el alma de los pueblos y se agota su existencia, y se desvían sus caminos, en estrategias políticas y supuestas contiendas ideológicas. Esto empeora cuando invariablemente se achacan todos los males sociales a un enemigo externo.
 
Nada desordena más la vida de un pueblo que hacerle creer que nada depende de sus errores propios, ni de su voluntad complaciente y debilitada por continuos esfuerzos «heroicos» que le desvían de lo que es más fundamentalmente heroico, que es vivir en la virtud cotidiana y discreta, labrando el espíritu humano, buscando el perfeccionamiento personal, cuya gracia fundamental consiste en aprender a tomar las riendas de la propia vida para entregarla al servicio de los demás.
 
Nada desordena más la vida social que la masificación, que el colectivismo, que la despersonalización. Cuando todo es de todos y nada es de nadie. Cuando no importa el rostro y el nombre de las personas sino que repitan consignas y cumplan tareas con la debida incondicionalidad, todo se desequilibra por su raíz.
 
Sin responsabilidad personal no hay orden social posible. He aquí el problema. Sabemos del esfuerzo que los órganos encargados del orden interno hacen. Pero el orden no depende solo de castigar el delito, depende, sobre todo, de prevenir el delito y educar para un nuevo orden social. Pese a ese esfuerzo puede verse cómo es casi imposible evitar el desorden. Es más, parece que, en sentido general, el desorden crece. No se trata de las estadísticas de los crímenes, o los datos de la delincuencia, o de las sanciones que se aumentan. No se trata tampoco de que sea renovado el Código Penal precisamente para crear figuras delictivas que antes no eran tan significativas como para ser especificadas en la ley positiva, o recrudecer las medidas punitivas en intento de disuadir a los delincuentes.
 
Todo el mundo sabe, y especialmente los juristas y sociólogos han investigado, que las medidas coercitivas no bastan para disminuir la delincuencia. La solución está en erradicar la causa que impulsa directa o indirectamente a los ciudadanos a delinquir.
 
Últimamente la violencia verbal y física parece que aumenta en Cuba. Parece que aumenta la indisciplina social y la corrupción. Algunos casos sangrientos no son más que muestras de que algo no está funcionando como antes, que algo se ha descuidado, de que no son solo personas que, como en todos los países del mundo, se colocan ellas mismas al margen de la sociedad. En efecto, el mundo de hoy es cada vez más violento. Cuba se inserta en este mundo. Pero acostumbrados como estábamos a una tranquilidad y a un orden que dependía mucho de las causas antes mencionadas, tenemos derecho a alarmarnos ahora cuando, a ojos vistas, se dan casos que no encuentran una explicación convincente o que al explicarlos nos damos cuenta que hay razones más profundas que no han sido abordadas.
 
Debemos prestar atención a estos fenómenos de desorden social. Estamos a tiempo. El desorden puede devenir en caos y el caos genera violencia ciega. Pero de un extremo al otro hay un trecho en que podemos y debemos trabajar para solucionar las causas profundas que provocan el desorden. Si se quiere controlar todo y no dejar casi nada a la iniciativa y a la conciencia ciudadana, el Estado no podrá alcanzar cada rincón del país y mucho menos cada rincón del alma de cada persona.
 
Una cultura de la resistencia impuesta, puede desembocar en estallidos de impaciencia y desesperación. No se puede pedir una resistencia infinita y sin horizonte de solución real a corto o mediano plazo. Pedir resistencia y hacer creer que todo el mundo está llamado a vivir en el límite de sus posibilidades y de sus capacidades personales es tentar a Dios y colocar a la gente al borde del precipicio de sus propias fuerzas. Ni la Iglesia, escuela de una espiritualidad ascética, o maestra de los grandes místicos, juega con los límites personales ni con la resistencia de los pueblos. Nadie sabe hasta dónde va a aguantar la liga.
 
Nadie debe exigir cada vez más y todos los días más, poniendo a los demás en un gran riesgo. Riesgo que no puede calcularse fríamente. Riesgo que es un atentado contra los derechos y contra la convivencia pacífica. Riesgo que puede conducir a la violencia y a la muerte física, o lo que es peor, violencia sicológica, martirio cívico, genocidio cultural por agotamiento.
 
El cansancio y el hastío, fruto de los abusos del tiempo y de los sacrificios sin futuro, pueden desembocar en el desorden sin causa aparente, en el caos sin sentido, en la indisciplina sin razón y en la delincuencia menos esperada por un pueblo que se pregunta qué está pasando, si no éramos así. Lo peor que puede pasar es soslayar las causas reales que son de nuestra entera responsabilidad y colocar la responsabilidad en otras personas, en otras instituciones o en otros países.
 
Cuba necesita un orden social nuevo. No hay desorden social que sea única y exclusivamente causado desde afuera. Algo ha faltado dentro, algo ha fallado en nuestra propia responsabilidad, algo hemos hecho mal. Pero todavía es más grave dejar a otros la solución de los problemas que originan esos males. Los problemas son nuestros y la responsabilidad también, aún cuando vengan provocaciones de fuera de nosotros o de fuera del país. Un pueblo adulto no se deja provocar, unas personas que comparten una convivencia sana, no necesitan estallidos para colocarse al margen. Excepción hecha de que en toda sociedad existen personas marginales por razones personales o familiares.
 
Más vale precaver hoy que lamentar mañana. Muchos fenómenos que se presentarán mañana solo podrán explicarse por los límites y los riesgos a los que hemos sido sometidos hoy. No pueden surgir, de hoy para mañana, la delincuencia y la corrupción, las mafias y la violencia organizada. Esos fangos de mañana pueden estar fraguándose en las pequeñas polvaredas de hoy. Todos, sin excepción: la familia, la escuela, el Estado, la Iglesia, pero sobre todo, cada uno de los cubanos y las cubanas, piensen como piensen y vivan donde vivan, debemos estar muy alertas sobre este fenómeno social y ante cada caso no conformarnos con explicaciones superficiales y aisladas, sino exigir que se llegue a las causas profundas y se apliquen remedios eficaces y estructurales. Hoy mejor que mañana. Ahora mejor que nunca.
 
Cuba puede recuperarse de esta situación. Cuenta para ello con su mejor reserva: los propios cubanos. Cuenta para ello con una historia de virtud cotidiana y responsabilidad compartida. Cuenta con una espiritualidad enraizada en la fe sencilla de muchos hombres y mujeres honestos. Cuenta, en fin, con Dios.
 
Pinar del Río, 25 de marzo del 2002.
Encarnación de Jesucristo.
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