A principio de los años 70 ya el régimen totalitario había logrado copar todas las instituciones políticas y militares de la nación cubana. Eran también los dueños absolutos de la prensa, los medios de producción cultural, los centros educativos públicos, del cine, la radio y la televisión. En fecha tan reciente como 1968 habían logrado arrebatarle a la población sus medios de subsistencia económica, destruyendo un tejido empresarial formado gradualmente a lo largo de más de 200 años de trabajo, innovación y emprendimiento, en lo que se llamó: la ofensiva revolucionaria,ampliamente apoyada por la masa. Ese zarpazo a la pequeña y mediana empresa privada, costaría muy caro a la larga, no solo por sus implicaciones materiales sino, especialmente, por el daño irreparable a la mentalidad emprendedora criolla y a la cultura del trabajo.
El discurso público en todas sus variantes era propiedad exclusiva de los revolucionarios, “logro” que costó vidas humanas, destierros, encarcelamientos injustos, humillaciones, persecución y un profundo daño emocional a las familias, las cuales aún hoy, experimentan marcadas secuelas psicológicas provocadas por el odio que sembró el comunismo hacia el que no se ajustaba a sus principios ideológicos.
En el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, efectuado en el teatro de la Central de Trabajadores de Cuba (CTC), entre los días 23 y 30 de abril de 1971, se definiría por decreto, sin el consentimiento de la ciudadanía, cómo debía ser en lo adelante el funcionamiento de las instituciones encargadas de adoctrinar a la población y elevar los valores revolucionarios a la cúspide del universo moral cubano. Con respecto al arte y la cultura, la determinación de los comunistas no podía ser más clara: “El arte es un arma de la Revolución. Un producto de la moral combativa de nuestro pueblo. Un instrumento contra la penetración del enemigo” . Como se sabe, este congreso inauguró el llamado “quinquenio gris”, eufemismo empleado para nombrar una etapa de oscurantismo, censura, persecución y zozobra en la cultura cubana que duró más de cinco años y en alguna medida, ha condicionado la producción cultural doméstica hasta el día de hoy.
El contexto en el que se desarrolló la creación audiovisual del ICAIC en la década del 70 fue este páramo desierto en que se convirtió la cultura cubana, fue también el de la persecución feroz a los homosexuales, hippies e inadaptados, el del Caso Padilla, que fue un escarmiento adelantado para todo el que se atreviera a desafiar al estatus quo revolucionario, aunque fuera en el campo de la poesía. Fue la época de la sovietización, el estancamiento, el perfeccionamiento del aparato censor y represor. No es de extrañar entonces que la próxima década comenzara con un éxodo masivo de cubanos hacia los Estados Unidos conocido como Éxodo del Mariel.
Los materiales de ficción más destacados del ICAIC en estos años fueron: Escenas en los muelles (1970) Oscar Valdés; Los días del agua (1971) Manuel Octavio Gómez; Una pelea cubana contra los demonios (1971) Tomás Gutiérrez Alea; Un día de noviembre (1972) Humberto Solás; El extraño caso de Rachel K (1973) Oscar Valdés; El hombre de Maisinicú (1973) Manuel Pérez Paredes; Ustedes tienen la palabra (1973) Manuel Octavio Gómez; De cierta manera (1974) Sara Gómez; El otro Francisco (1974) Sergio Giral; Mella (1975) Enrique Pineda Barnet; Patty Candela (1976) Rogelio París; Rancheador (1976) Sergio Giral; La ultima cena (1976) Tomás Gutiérrez Alea; El brigadista (1977) Octavio Cortázar; Rio Negro (1977) Manuel Pérez Paredes; Los sobrevivientes (1978) Tomás Gutiérrez Alea; Retrato de Teresa (1979) Pastor Vega; Elpidio Valdés (1979) Animado. Juan Padrón; Maluala (1979) Sergio Giral.
Esta década se caracteriza por una marcada tendencia historicista, en la que se advierte un claro intento por reescribir episodios y épocas pasadas, (con eventos reales o ficticios) bajo el nuevo lente ideológico de la revolución. En casi todos los materiales entregados a la audiencia por el Instituto se critica cada vez que es posible, el antiguo orden republicano, la moral tradicional, las costumbres y especialmente la religiosidad popular. Hay una continuidad discursiva durante todos esos años, mucho más coherente que la de la década anterior, en torno a los valores de fondo de la revolución, la cual se presentaba al público como el pináculo de todas las luchas obreras y campesinas de los cubanos de todos los tiempos. Aunque existe alguna diversidad temática en las entregas del ICAIC en los setentas, en realidad, se pueden agrupar en unas pocas líneas discursivas: películas de actualidad, históricas y épicas.
Actualidad
Un día de noviembre (1972) Humberto Solás; Retrato de Teresa (1979) Pastor Vega; De cierta manera (1974) Sara Gómez
En estas películas de actualidad se debaten algunos aspectos de la realidad cubana del momento sin llegar a la raíz de los problemas. En esta “realidad” cinematográfica fabricada por el ICAIC la Revolución es una cosa omnipresente, una fuerza de la naturaleza, existe cierto nivel de fatalismo filosófico en la aceptación del paradigma revolucionario y no se impugnan jamás sus valores axiomáticos. Los conflictos de estos filmes, o se resuelven dentro de la revolución, o mediante la vinculación del propósito existencial de los personajes al proceso de transformación social comunista.
Por ejemplo, en Retrato de Teresa (1979), el problema del machismo, arraigado en la sociedad cubana desde tiempos inmemoriales, debe ser resuelto dentro de la visión revolucionaria del mundo, que exige más integración de la mujer trabajadora al sistema, en contraposición a la atención que esta debe dispensarle a la familia (lo cual se trata como un rezago republicano). Lo que parece ser un mensaje liberador de la mujer en realidad es una advertencia a la familia: la revolución está primero, la familia después. Este mensaje se recicla en muchas ocasiones a lo largo de toda la producción del cine revolucionario desde los 60 hasta el nuevo siglo XXI.
En Retrato de Teresa los problemas de los personajes se presentan como insuficiencias de la comunicación y subjetividades. Se desliza subtextualmente la idea de que los personajes serán más felices en la medida que puedan aceptar el futuro determinista que la Revolución ha preparado para ellos. Lo virtuoso es ser revolucionario, es el nuevo valor supremo que precede a todo los demás. Los conflictos surgen, en el fondo, por una falta de entendimiento de esta “verdad” axiológica. El machismo es aquí solo una justificación para el desarrollo de esta idea. Es de vital importancia comprender que una parte notable de los mensajes ideológicos del ICAIC se encuentran expresados en el plano subtextual de significación, en casi todos sus materiales audiovisuales.
Históricas
Una pelea cubana contra los demonios (1971) Tomás Gutiérrez Alea; Los días del agua (1971) Manuel Octavio Gómez; Los sobrevivientes (1978) Tomás Gutiérrez Alea; La ultima cena (1976) Tomás Gutiérrez Alea; El extraño caso de Rachel K (1973) Oscar Valdés; Maluala (1979) Sergio Giral; Rancheador (1976) Sergio Giral; El otro Francisco (1974) Sergio Giral
Los filmes históricos de los 70 (casi todos lo fueron en alguna medida), responden directamente a los reclamos del propio Castro en el Primer Congreso, cuando pedía a los creadores y educadores que se enfrascaran en un esfuerzo colectivo por “analizar la historia”, lo cual significaba a todas luces, reinterpretarla bajo los estándares revolucionarios: “nada nos enseñará mejor a comprender lo que es una revolución, nada nos enseñará mejor a comprender el proceso que constituye una revolución, nada nos enseñará mejor a entender qué quiere decir revolución, que el análisis de la historia de nuestro país, que el estudio de la historia de nuestro pueblo y de las raíces revolucionarias de nuestro pueblo”.
El ICAIC, Alfredo Guevara y sus subalternos, pusieron manos a la obra y lograron entregar a las audiencias una cantidad considerable de materiales de ficción de corte historicista, más o menos logrados según el caso. Aunque no se conocen cifras oficiales del costo de realización de estos filmes, en ellos es notable el derroche de recursos públicos puestos en manos del ICAIC para su producción. Como se sabe, las películas de época son extremadamente caras. Algunas ideas son comunes a estos filmes que retratan épocas más o menos cercanas en el tiempo. La más importante de ellas es la noción de que, a lo largo de la historia de Cuba, la injusticia y la maldad necesitaban un remedio definitivo, una “solución final”, en este caso: una revolución.
Esta idea es trabajada casi siempre en el nivel de significación subtextual, un plano de expresión en el que los directores cubanos se hicieron muy diestros, destacándose Tomás Gutiérrez Alea (Titón) entre todos, por su habilidad para trabajar los códigos audiovisuales implícitos con mucha madurez y estilo propio.
En Los sobrevivientes (1978), Titón realiza una crítica mordaz a la llamada “moral burguesa”, al orden sociocultural republicano y ridiculiza a la iglesia católica y sus sacramentos. El material muestra la decadencia de la mentalidad capitalista y clasista y se propone la violencia como único medio para destruir a la antigua “clase dominante”en el país. Una nota relevante en el plano simbólico de la película es la autofagia de la burguesía cubana que hace implosión bajo el cerco revolucionario, presentada en forma de canibalismo humano al final del filme. Vista en el contexto de la batalla ideológica que libraba de manera explícita y declarada el ICAIC, en contra de los “enemigos” del sistema totalitario, la película no es otra cosa que un intento de disuadir a la resistencia anticomunista en el país a través de la sugestión, la burla y el miedo.
Épicas
La saga épica propiamente dicha comienza con El hombre de Maisinicú (1973), de Manuel Pérez Paredes, le siguen en este orden: Mella (1975) de Enrique Pineda Barnet; Patty Candela (1976) de Rogelio París; Rio Negro (1977) de Manuel Pérez Paredes; El brigadista (1977) de Octavio Cortázar y Elpidio Valdés (1979), filme animado de Juan Padrón.
El hombre de Maisinicú (1973) es el primer largometraje de ficción donde se presenta de manera explícita el trabajo del aparato de contrainteligencia revolucionaria, la G2 o Departamento de Seguridad del Estado, supeditado al Ministerio del Interior (MININT). Mediante la historia de un agente encubierto, que había infiltrado algunos grupos de alzados anticomunistas pertenecientes al Ejército Guerrillero de la Rebelión del Escambray, localizados en el Macizo de Guamuhaya, se realizan varias caracterizaciones reduccionistas y malintencionadas, pero muy sugestivas de cara a la gran audiencia.
En este filme se presentan a los revolucionarios y sus agentes como personajes valientes, de temperamento recto, masculinos, esbeltos, inteligentes y abnegados; mientras que los alzados son presentados como elementos inmorales, salvajes, criminales; bandidos malvados sin más aspiraciones que huir hacia Miami, ya connotada en la narrativa revolucionaria como la capital de la “contrarrevolución”. A propósito de lo contrarrevolucionario se puede añadir que en esta categoría, creada por el discurso oficialista y reforzada por la narrativa fílmica del ICAIC, cabía todo lo que el poder designara como contrario a sus ideales y ocurrencias.
En El hombre de Maisinicú, una voz en off, a modo de encabezado, le narra a los cubanos los hechos presentados con un tono documentalístico y de reconstrucción histórica, presentando su interpretación de la realidad como la realidad en sí misma, cosa que las audiencias, sin más referencias sobre aquellos acontecimientos que la obra en cuestión, se creyeron al pie de la letra.
En el nivel de representación subtextual de la película se hace un “collage del mal”, donde se presentan a los alzados como un elemento menor, dentro de un entramado maligno formado por la Agencia Central de Inteligencia (CIA), el gobierno estadounidense y los cubanos del exilio político localizado en la ciudad de Miami. Este collage fraguaría en la mentalidad colectiva de las audiencias cubanas a lo largo de años de propaganda, siendo definitivamente consolidado en la serie En silencio ha tenido que ser. El súper-objetivo de este constructo intelectual fabricado cuidadosamente por la propaganda totalitaria, es dar a entender al público que la oposición real a la revolución no existe y cualquier manifestación de disenso interno, está creada por el enemigo externo. Huelga mencionar que este principio de no-legitimidad de la oposición interna,ha funcionado a la perfección en el tiempo y al día de hoy se emplea con notable eficacia en los medios oficialistas para restar credibilidad a los grupos opositores que existen en la Isla.
De este filme trascendieron algunas escenas y personajes que se convirtieron en íconos del cine revolucionario. Alberto Delgado, el protagonista de la historia, interpretado por Sergio Corrieri, el cual destaca (según la versión revolucionaria) por su valor, su lealtad a la revolución y su sacrificio personal. Por la parte antagonista Cheíto León,interpretado por la leyenda del cine cubano Reinaldo Miravalles, cuyo rol en esta película (de solo unos minutos) ha sido calificado de “mítico” por el sitio oficial del ICAIC.
El comandante guerrillero José León Jiménez (Cheíto), es caricaturizado en esta película como un villano maligno que martiriza al “buen agente” Delgado, ordenando su ahorcamiento por ser un espía comunista en contra del movimiento insurgente. Varios testimonios de exiliados cubanos han sostenido a lo largo de los años que en realidad el ajusticiamiento de Alberto Delgado no fue diferente de los fusilamientos a espías que ejecutaban los rebeldes fidelistas en la Sierra Maestra y que en la vida real, Delgado había confesado todo al final, suplicando por su vida y alegando que tenía familia para recibir clemencia.
Sin embargo, los caricaturescos personajes creados por el ICAIC, con fines más propagandísticos que estéticos, quedaron sembrados en el imaginario de la masa que no conocía nada de esto. El propio personaje de Cheíto León, el cual en el momento de los hechos era solo un jovencito de 26 años, es representado por un Miravalles de 41 años quien reconoció más tarde, mientras vivía en la ciudad de Miami que: “el cine cubano no le interesa al gran público (refiriéndose al gran público internacional) porque liga la política con el arte. Y no siempre está bien realizado, a veces es panfletario”.
El hombre de Maisinicú, calificada como una de las mejores producciones del ICAIC de todos los tiempos , dejó una indeleble impronta en la masa cubana. Como ha pasado con otros materiales de alto impacto emocional en las audiencias, ha sido retransmitida incontables veces en la televisión nacional. A los 50 años de su estreno en 1964, las plataformas oficialistas le rinden culto en diversos artículos, a propósito de un documental realizado en honor de la película.
Cine militante, político, combativo y propagandístico. Cine como arma de persuasión masiva y lucha ideológica, realizado con el fin último de legitimar el régimen totalitario. Cine de gran impacto emocional en la masa. Este material es una de las piezas más logradas del gigantesco aparato persuasivo revolucionario, que caló muy profundo en la sensibilidad popular contribuyendo a la formación de la historia colectiva, el control de la narrativa cultural y la creación de una consciencia política de masas en favor del totalitarismo. En las propias palabras del sitio oficial del ICAIC:
“¿Qué decir de El hombre de Maisinicú que ya no se haya dicho? El cronista solo puede escribir su impresión ante el filme y ante la acogida que el pueblo le dispensó. (…) El público ha expresado su opinión. Las colas, las reacciones en los cines, los aplausos, los elogiosos comentarios que se escuchan al final, así lo manifiestan. Nos alegramos mucho por el cine cubano, por el aporte que este filme constituye para un verdadero cine de combate, político y revolucionario de masas. En lo particular, nos alegramos por su director, Manolito Pérez, un modestísimo joven, que había depositado todo su amor y fervor revolucionario en este, su primer largometraje, que a decir de los espectadores, y el cronista no duda que el público en este caso tiene la razón, es el mejor largometraje realizado en nuestro país”.
El brigadista (1977) de Octavio Cortázar es otro de los grandes éxitos setenteros del ICAIC en la audiencia nacional. Basados en el considerable volumen de información que hemos consultado para este y otros trabajos similares, podemos tomar el riesgo de calificar esta película como una de las más queridas y significativas para el público medio cubano, especialmente para las generaciones nacidas bajo la revolución antes de los años 90.
Aunque el material no posee notables valores cinematográficos, desde el punto de vista estético y de hecho es una historia que por momentos peca de ser sensiblera e ingenua, prendió con fortaleza en el público cubano, tal vez precisamente por estas razones. El filme se suma a los relatos de corte historicista que dominaron los 70, aunque este material es fundamentalmente épico. Narra la inserción de un joven brigadista llamado Mario, sumado a la Campaña de Alfabetización de 1961, a una aldea rural cercana a la Ciénega de Zapata, Maneadero Chiquito. El conflicto inicial se fusiona más adelante con el relato de la respuesta revolucionaria a la invasión de Bahía de Cochinos, a decir verdad, de una manera poco orgánica.
Sin embargo, esta película toca fibras profundas en la sensibilidad popular, a través de varios elementos discursivos y eventos. Algunos de ellos son: el crecimiento moral del héroe (Mario), interpretado razonablemente bien por Patricio Wood con solo 15 años; la evolución de la relación con el héroe del campesino anfitrión (Gonzalo), interpretado por el actor Salvador Wood, padre de Patricio en la vida real; el desarrollo atinado de elementos humorísticos vinculados a la identidad del universo rural cubano; el planteamiento de un ingenuo triángulo amoroso entre el héroe, un adolescente local (Gilberto) y una linda muchacha campesina que se siente atraída por el joven maestro; el asesinato de un querido jefe alfabetizador y un campesino a manos de guerrilleros “contrarrevolucionarios”; la dinámica social propia de las pequeñas comunidades rurales y otras razones de naturaleza político-ideológica.
Existe una especie de culto sentimentalista hacia esta película en la ciudadanía cubana, no solo de parte de aquellas personas que se entienden a sí mismos como revolucionarios. En sitios oficiales se le alaba como a pocos materiales audiovisuales cubanos. Recordada casi siempre como un trabajo entrañable, con la participación de varios adolescentes que se introducen en la cinematografía nacional al lado de figuras consagradas como Salvador Wood, Mario Limonta, Mario Balmaceda, Adela Legrá, Luis Rielo, René de la Cruz y Luis Alberto Ramírez, entre otros.
No obstante, el filme también está cargado de la peligrosa propaganda ideológica que a la larga, ha servido para dividir a la ciudadanía, imponer una narrativa cultural excluyente y afianzar el sistema totalitario a través de la persuasión y la modelación de las mentalidades.
En la película se traza una explícita línea divisoria entre el bien y el mal, que se corresponde con las posiciones ideológicas en pugna al principio de la revolución, mientras se iba construyendo el régimen totalitario de forma acelerada. De manera simple y tajante se establece que “lo bueno” es lo revolucionario, el bueno es el que está con Fidel, con el socialismo, con el gobierno. “Lo malo” es la categoría donde caen todos los demás que no comulgan con los principios de los comunistas: alzados, expropietarios cubanos, expedicionarios anticomunistas, inconformes y blandengues.
A través de uno de los personajes antagonistas (Juan González), interpretado por el excelente actor Luis Rielo, se muestran algunos de los atributos negativos que posee el villano clásico del ICAIC. Juan es un campesino de la comunidad que está inconforme con el actual régimen, tiene críticas para el gobierno revolucionario y su gestión, particularmente de la tierra. Se le presenta siempre malhumorado, apartado, resentido. Es analfabeto y no le entusiasma la campaña de alfabetización. Manifiesta apatía hacia las “tareas revolucionarias” y cuestiona los fundamentos ideológicos de la revolución. Como era de esperar dentro de la línea discursiva del ICAIC, termina colaborando con los alzados y participando en el asesinato de un jefe alfabetizador (Adrián) y el bondadoso revolucionario Tito, interpretado por Luis Alberto Ramírez.
En su primer encuentro con el alzado Marcos “el loco” (Mario Balmaceda), Juan se alegra de saber que probablemente la invasión esperada por Bahía de Cochinos sean los “propios americanos” y califica la presencia del brigadista en la aldea con la frase: “…ahora tienen un maestrico comunista ahí que los está adoctrinando”.
En la escena del ahorcamiento de Adrián y del campesino Tito, por órdenes de Marcos“el loco”, Juan es quién proporciona el alambre de púas para la ejecución. Minutos antes, Tito intercedía ante el maltrato al que los alzados sometían al brigadista, a lo que Marcos le responde: “…a ti también te voy a ahorcar comunista de mierda”.
Absolutamente en ningún material audiovisual del ICAIC existe un espacio de reflexión ni diálogo con aquellos personajes que no están de acuerdo con el régimen totalitario: los “contrarrevolucionarios”. Siempre presentados como villanos despreciables, inmorales, asesinos a sangre fría, hombres de escasa cultura y poca educación. En las películas con mayor carga ideológica como El Brigadista, El hombre de Maisinicú, Patty Candela o Río Negro, entre otras, los antagonistas son tipificados como un agregado de vicios, antivalores y conductas reprochables. De manera sencilla y terminante el cine revolucionario resolvía esta diferencia de pensamiento a través de la aniquilación del villano. El mensaje siempre ha sido claro, desde una de las instituciones más importantes del Estado totalitario: para los “gusanos” no habrá perdón.
A pesar de haberse instalado en la memoria colectiva nacional como una película entrañable e “inocente”, El Brigadista es otro poderoso documento fílmico propagandístico que cuenta entre sus méritos, el haber logrado crear una fuerte vinculación emocional con la masa, que aún le rinde culto a casi 50 años de su estreno. El poder persuasivo de un material como este, su capacidad de distorsionar la realidad y contribuir al Mito de la Revolución, no ha sido debidamente comprendido por la intelligentsia cubana.
Elementos visuales destacados a lo largo de la narración, textos explícitos como la primera frase que logra escribir el campesino Gonzalo en el pizarrón: “la revolución gana toda batalla”, o breves diálogos panfletarios, como el del brigadista Mario con un chofer de la zona: “-Ramón, patria o muerte”, a lo que Ramón responde: “-Venceremos muchacho, venceremos”, refuerzan el sesgo propagandístico del filme, el cual termina con escenas de los brigadistas vencedores en la “Plaza de La Revolución” y el Himno de la Alfabetización. Unas palabras eufóricas de Castro en el mismo acto rematan la obra al final:
“Qué vergüenza para el imperialismo comprobar que el crimen fue inútil, que el asesinato de un maestro humilde de nuestro pueblo, se convirtió en cien mil brigadistas Conrado Benítez. Adelante compañeros, a cumplir las nuevas tareas. ¡Viva nuestra juventud gloriosa! ¡Viva la Revolución Cubana! ¡Viva el socialismo! ¡Patria o muerte! (la multitud responde: ¡Venceremos!)…ya vencimos y seguiremos venciendo”.
Existe suficiente evidencia para calificar la década del 70 como una etapa de toma de consciencia colectiva del poder persuasivo del audiovisual. Etapa inaugurada con el nefasto Congreso de Educación y Cultura donde, básicamente, se delineó el nuevo espacio simbólico en la sociedad entre el “bien y el mal”, entendido desde la óptica de los comunistas. En definitiva se aplicaba con todo su rigor el principio castrista, manifestado por el propio Castro de manera explícita en sus Palabras a los intelectuales: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho”.Este principio absolutista costó no pocos exilios, divisiones familiares, sufrimiento, abusos de poder, represión y pérdidas irreparables para la cultura cubana.
Ese principio también fue aplicado al cine, desperdiciando un excelente espacio de debate y contraposición de ideas con alcance masivo, para el mejoramiento de la sociedad y el análisis profundo de los problemas que presentaba el régimen totalitario. Ni en un solo caso salió del Instituto, en las décadas del 60 y el 70, algún material que pusiera en tela de juicio cualquiera de los principios revolucionarios, aun cuando estos demostraban que eran inviables, excluyentes o perniciosos para la nación. El ICAIC se financiaba principalmente con el subsidio del Estado, este dinero público (que era considerable, por lo costoso de las producciones cinematográficas), era empleado para representar solamente a una parte de ese público: a los revolucionarios.
En los setenta el audiovisual de ficción es empleado como “arma ideológica del más grueso calibre” en toda su magnitud, como lo definió el propio Titón, quien es considerado el cineasta cubano más importante de la etapa revolucionaria. En manos de la élite cultural comunista, este medio ha sido uno de los pilares sobre los que se erige el Mito de la Revolución Cubana. Su poder de influencia es primordial en la formación de los imaginarios y las mentalidades colectivas. A través de poderosos mecanismos de persuasión masiva como la identificación con el héroe, la vinculación emocional con el contexto o la argumentación histórica llevada a la ficción, el ICAIC logró una desproporcionada influencia en la masa que ha contribuido de forma especial a reforzarla posesión ideológica en la población, fenómeno que al día de hoy configura los principales aspectos de la resistencia popular al cambio. En este hecho radica la importancia de comprender, en su mayor profundidad, estos procesos de formación de las mentalidades que determinan a largo plazo el comportamiento de los individuos en su contexto social más amplio.
- Fidel Gómez Güell (Cienfuegos, 1986).
- Licenciado en Estudios Socioculturales por la Universidad de Cienfuegos.
- Escritor, antropólogo cultural e investigador visitante de Cuido60.