Cuando mi profesor de Moral y Cívica (así se llamaba esa asignatura en los años 50) nos explicaba el concepto de responsabilidad, preguntó por que ningún alumno había intentado hacer algo para impedir que una ventana, movida por el viento, siguiera dando esos golpecitos incómodos a los que ya estábamos acostumbrados. Antes de recibir una respuesta, caminó hasta el fondo del aula y colocó un trocito de cartón entre el marco y la hoja de la ventana.
“Eso es ser responsable” dijo y añadió “aunque nadie nos haya impuesto esa responsabilidad”.
Aquella inolvidable lección podía aplicarse a acciones aparentemente insignificantes de la vida diaria como avisarle a un niño que camina con los zapatos desacordonados o señalarle al chofer de un automóvil que lleva las luces encendidas en pleno día. Pero también la enseñanza trasciende al ámbito de la conducta ciudadana.
En las sociedades democráticas donde la alternancia en el poder se define por la decisión de los electores, la responsabilidad se expresa acudiendo a las urnas el día de las elecciones y votando por el candidato que a cada cual le parezca más apropiado. Cumplir las leyes, pagar los impuestos, cuidar la propiedad social como si fuera propia, proteger el medio ambiente, respetar el derecho ajeno, son normas elementales de la disciplina social que dependen de la responsabilidad de todos los ciudadanos.
Cuando un ciudadano se encuentra sometido a un régimen tiránico donde carece del elemental derecho de elegir a sus gobernantes, las leyes resultan abusivas, no está permitido expresarse ni asociarse libremente, entonces se produce un divorcio entre la responsabilidad individual y lo que los que mandan en el país entienden por disciplina social.
En un primer intento lo responsable es manifestar civilizada y pacíficamente el desacuerdo, de ser posible dentro de las reglas establecidas. Pero si las reglas no contemplan la discrepancia, no queda más remedio que acudir a recursos alternativos. La vocación por la responsabilidad lleva a las personas a hacer cosas que están mal vistas, incluso prohibidas, porque en la evaluación individual que se hace de la situación se estima que hay que defender lo que tiene más valor.
En los primeros 30 años de esta experiencia histórica que vivimos los cubanos, digamos hasta 1991, las personas que tenían una firme fe religiosa ejercieron su responsabilidad asistiendo a la iglesia, bautizando a sus hijos y sobre todo reconociendo su fe en los formularios donde se le interrogaba al respecto, a pesar de que ese reconocimiento traía como consecuencia no acceder a una carrera universitaria, perder la oportunidad de un ascenso laboral o ser excluido de la asignación de una vivienda.
La tenencia de una fe religiosa ya no constituye el mismo problema que en aquellos años, sin embargo se mantiene la exclusión discriminatoria contra las opiniones políticas diferentes de las que proclama el partido gobernante, que es además el único permitido.
El recientemente aprobado Código Penal castiga con penas de hasta diez años al ciudadano “que ejercite arbitrariamente cualquier derecho o libertad reconocido en la Constitución de la República” si ese ejercicio tiene como finalidad “cambiar, total o parcialmente, la Constitución de la República o la forma de Gobierno por ella establecida”.
De manera que a partir de ahora constituye un delito expresar un argumento para demostrar que hay algo en la Constitución que debiera ser modificado o que sería necesario cambiar la actual forma de gobierno. Esto es así porque el Artículo 120.1 no penaliza el acto mismo de realizar los cambios, sino hacer algo que tenga esa finalidad, aunque el acto esté respaldado por los derechos que otorga la Constitución.
Volviendo al tema que da título a este texto la pregunta que debiéramos estar formulándonos ahora mismo es si nos vamos a quedar sentados mientras la ventana movida por el viento sigue haciendo ese ruido insoportable.
Reinaldo Escobar Casas (Camagüey, 1947).
Periodista.
Jefe de redacción de 14ymedio.
Reside en La Habana.