Con ocasión de celebrarse, el 10 de septiembre de 2017, los 150 años de que la reina Isabel II de España le otorgara el título de ciudad a Pinar del Río, deseamos expresar nuestras consideraciones generales, no localistas, sobre la ciudad y los ciudadanos. Sabemos que se está rescatando este tipo de celebraciones en todo el país y que se han escrito, y escribirán, numerosos artículos de carácter histórico o folclórico intentando destacar logros y desafíos, anécdotas y leyendas locales. Nosotros nos detendremos en una arista poco tratada en estos aniversarios: el concepto de ciudad y el civismo de sus ciudadanos.
También se aclarará, por enésima vez, que no se trata de los 150 años de la fundación de Pinar del Río, que en realidad es un asentamiento mucho más antiguo, ya que su fecha de fundación es el domingo 2 de agosto de 1699, datación del primer bautizo efectuado en la entonces Ermita de San Rosendo de Pinal del Río, cuya prueba documental obra en el número 1 del Primer Libro de Barajas, en los archivos de la actual Iglesia Catedral de San Rosendo de Pinar del Río. Entonces, estamos arribando al 318º aniversario de la fundación del poblado vueltabajero, cuando los primeros y pocos pobladores, casi todos de origen gallego, reunidos como era costumbre religiosa, para elegir el santo patrono del naciente asentamiento, a la sombra de un pinar a orillas del hoy conocido por río Guamá, depositaron con piedad, en un sombrero, pequeñas boletas con el nombre del santo de su devoción bajo cuya protección deseaban poner a la incipiente comunidad. Después de invocar la inspiración del Espíritu Santo, el de mayor edad sacó uno de los papeles y leyó el nombre de San Rosendo, que fue alcalde, virrey, obispo y abad de Celanova, Galicia, España, y que nació el 26 de noviembre del 907 y murió el 1 de marzo del año 977 d.C. Por tanto, este año estamos celebrando el 1110º aniversario del nacimiento de nuestro patrono San Rosendo, cuya imagen y reliquia son veneradas en nuestra Catedral; su procesión y verbena fueron jalones de nuestras más acendradas tradiciones. El 26 de noviembre es el Día de la Dignidad Pinareña, el día de la fundación del Comité “Todo por Pinar del Río” y ese día fue precisamente escogido por sus fundadores por ser el natalicio de nuestro santo patrón.
Resulta también, por lo menos interesante que, a pesar del matiz colonial del origen de estas fundaciones, se rescaten como parte de nuestro patrimonio histórico, sin dejar que las sombras e intervenciones foráneas de su origen, lesionen la esencia cultural de sus entrañas. Y esto nos parece bien. Precisamente por eso nos preguntamos por qué no celebrar el nacimiento de nuestra República el 20 de mayo de 1902, como resultado de las luchas de nuestros compatriotas mambises, aún con las enmiendas limitantes y, por el contrario, podemos celebrar, sin complejos de subalternidad, el aniversario de un título de ciudad otorgado por una reina del imperio colonial que nos dominó durante siglos. Celebrar el nacimiento de una ciudad, de una república o de una persona, nunca es perfecto y siempre tendrá luces y sombras que lamentamos, pero también es verdad que esas sombras hegemónicas no deben oscurecer la luz de la vida, del talento y del camino recorrido por la ciudad, la nación o la persona que, en el trayecto histórico, han dado pruebas de su soberanía e independencia.
Y es precisamente de esta dimensión cívica que deseamos reflexionar en vísperas del 150º aniversario del título de Ciudad de nuestro sencillo y verde Pinar del Río.
Lo que verdaderamente ha sido el origen, la causa y la motivación de nuestras villas, ciudades y nación, son raigalmente dos capacidades, que son también derechos y deberes, asumidos y ejercidos por las personas que constituyen esas poblaciones, a saber: la cualidad de ser, sentir, pensar y vivir como ciudadanos y, en segundo lugar y simultáneamente, la cualidad de ser, sentir, pensar y vivir como comunidad cívica.
En efecto, para que estas celebraciones y todas las demás tengan sentido, continuidad y trascendencia, lo primero es preguntarnos si los pinareños, trinitarios, camagüeyanos o habaneros, somos solo habitantes pasivos e indolentes, esperando las orientaciones y el presupuesto de “arriba” o cultivamos la cualidad de ser, sentir, pensar y vivir como ciudadanos conscientes, libres y responsables de sus deberes y derechos cívicos. No huelga recordar, dado el analfabetismo cívico que padecemos, que ser un ciudadano no es un término delincuencial o un tratamiento policial, es una dignidad, un derecho, un deber y una responsabilidad de toda persona humana.
No hay ciudad sana si no hay ciudadanos que la formen. En la misma medida que sea deficiente nuestra condición y cualidad de ciudadanos, este daño antropológico se reflejará en la desidia, las indisciplinas, el maltrato a la ciudad y la falta de participación cívica de sus habitantes. Ser ciudadanos conscientes y participativos exige los mayores grados de libertad, de ejercicio de todos los derechos civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y ecológicos. Sin libertad no hay responsabilidad. Sin todos los derechos para todos por igual no hay soberanía ciudadana, raíz y savia de toda civilidad. Lo que equivale a decir que quienes ejercen y promueven la dependencia paternalista y autoritaria, que hemos llamado “cultura del pichón” siempre en el nido con el pico abierto a ver qué le “dan” sus padres, son los primeros responsables de la indolencia, las irresponsabilidades y la falta de pertenencia de los pobladores de una ciudad y de un país.
La segunda capacidad, derecho y deber que garantiza que las celebraciones históricas tengan su sentido profundo, su continuidad cotidiana y su trascendencia hacia el progreso futuro, es la cualidad de ser, sentir, pensar y vivir como comunidad cívica. Esta cualidad debe cultivarse desde la familia, la escuela, las comunidades religiosas, los grupos de la sociedad civil y las instituciones culturales, civiles y políticas. Nos quejamos de la falta de “sentido de pertenencia” pero, con frecuencia, no averiguamos, ni sanamos, las causas que la provocan. Una de esas causas profundas es que nadie puede “sentirse” parte si no es verdaderamente parte, con todos los derechos y deberes. Una “cultura de permisos” y de que “yo solo puedo tocar” es la raíz de la desintegración de la comunidad cívica.
Si el Estado, o sus instituciones, son una parte excluyente, entonces las otras partes, aunque fueran minoritarias o mayoritarias se quedan fuera, no caben en la comunidad bloqueada por ese partido. Se convierten en parias de su propia comunidad, forasteros en su ciudad, extraños en sus instituciones, y hasta “enemigos” sospechosos de ser dañinos a su comunidad o ser descalificados como “parte” de una comunidad extranjera en un mundo que es, ya hoy, una aldea global que reclama la ciudadanía universal en sus constituciones y la igualdad de todos los seres humanos sin distinción de razas, credos, sexo y orientación sexual, ideas políticas o visiones filosóficas.
No hay ciudad sana sin inclusión de todos. Sin inclusión no hay sentido de pertenencia. Quien hace bandos divide a la ciudad. Y ser, sentir, pensar y actuar como comunidad es compartir una común unidad en lo esencial y respetar e incluir toda diversidad pacífica y civilizada. Todos sentimos y sabemos cuándo somos parte y cuándo somos clasificados como “extraños”. Todos hemos sentido alguna vez cuando “se cuenta con nosotros” y cuando nos desechan como “los otros”. ¿Cómo pedir sentido de pertenencia si lo que recibimos son órdenes, consignas, planes concebidos por otros y cansinas convocatorias a “sumarse”? La ciudad, la nación, no son la “suma” de sus habitantes, son y deben ser la comunidad de pertenencia, la familia cívica inclusiva e incluyente de todos y todas. Excluir es destruir la ciudad. Excluir es lesionar el sentido de pertenencia. Excluir es cultivar la pasividad, la desidia, la indolencia y el éxodo hacia otras ciudades o, lo que es peor, hacia otras naciones. Aunque no seamos conscientes de ello.
Sin auténtica ciudadanía responsable y sin plena pertenencia participativa no hay ciudad, ni comunidad, ni celebración que perdure y cultive los mejores valores éticos y cívicos. Por mucho que lo digamos, lo escribamos, lo remachemos por los medios, la terca realidad nos lo desmiente cada día al salir a la ciudad.
Pero no nos quedemos en la queja infértil. Proponer es construir comunidad. Y nosotros consideramos que uno de los remedios es la sistemática y no manipulada educación ética y cívica desde la cuna hasta la tumba. Educar para la libertad, educar para la responsabilidad, educar para la inclusión, educar para el respeto a lo diverso y a todos los diversos. Desterrar el lenguaje de guerra, de confrontación, de descalificación de nuestros compatriotas por pensar diferente, por creer distinto, por opciones políticas o culturales diversas. Educarnos como ciudadanos de una república en que quepamos todos.
Solo mencionaremos una obra cívica que supo combinar trabajo constructivo material y educación cívica y espiritual, que unió sin exclusiones a la ciudadanía y que es paradigmática para nuestro presente y futuro: el Comité “Todo por Pinar del Río”, fundado el 26 de noviembre de 1941 por la libre y responsable iniciativa de un grupo de ciudadanos y sostenido por el financiamiento y la participación generosa de pinareños y pinareñas de forma voluntaria e independiente. Otras muchas obras cívicas a lo largo de los más de tres siglos de existencia de nuestra ciudad constituyen prueba fehaciente de estas propuestas que mantienen toda su vigencia y urgencia. Aprendamos de las lecciones de la historia y no solo convirtamos los cumpleaños en ruido, piedra y cemento.
Entonces las celebraciones por aniversarios de fundación u otorgamientos de títulos de ciudad, no serán un zafarrancho de pintura y reparaciones –que bien vienen– ni los fastos en una fecha determinada, sino el continuo cultivo de las virtudes ciudadanas, del sentido de comunidad sin exclusiones y del amor a la patria chica, la Patria grande y a la Humanidad toda, porque en fin de cuentas: “Patria es humanidad”.
Pinar del Río, 2 de agosto de 2017
En el 318º aniversario de la fundación de Pinar del Río y en vísperas de los 150 años del otorgamiento del título de Ciudad por la reina Isabel II de España.