Es un enemigo raro. Difícil. No lucha cara a cara, no dispara cohetes o se descubre bajo el brillante azul de una bengala. No es un enemigo sobre el cual podemos fijar el rojo de un colimador y disparar conjuntamente con el odio balas trazadoras.
Por Jesuhadín Pérez Valdés.
Oscuras las calles, repletas de huecos traicioneros. Faroles de parques apagados, rotos o inexistentes. Vitrales de ventanas cruzados de cinta adhesiva. Camiones, ómnibus y automóviles con el parabrisas astillado. Casas, escuelas y hospitales en ruinas. Transporte y agua potable mínimos. Tanques de basura virados a la vera de las calles, personas que duermen en funerarias y pasillos. Aguas negras que corren despreocupadamente entre los pies de los transeúntes. Niños descalzos, viejos vendedores de periódicos, pregoneros ilegales, prostitutas…
…enormes filas de personas que inquieren alimentos en los “libres” mercados estatales. Podrían ser gentes, podrían ser zombis. No se sabe bien. Andan despacio, encorvados, serios, preocupados; contando constantemente un reducido número de extraños bonos de colores. Dicen que es dinero. Debería llamarse espuma o hielo, porque igual de fácil desaparece en el agrio aire de los comercios, o se escurre por los caños de un mercado negro que ya es casi blanco.
Mendicidad, desaliento, pobreza. Es el rostro de una nación que ha sufrido una batalla de medio siglo, y que pierde poco a poco el aliento y el espíritu que un día le dio tanta respetabilidad como petróleo. Es la estampa de la podredumbre y la consternación. Una cruzada eterna contra un enemigo que nunca conocieron personalmente, al menos los que se quedaron para esperarlo con las manos llenas de fusiles y granadas. Contendiente cobarde y misterioso que no ha salido nunca de la pantalla del televisor o las escuetas páginas de los diarios oficiales.
Las líneas eléctricas no se sabotean, pero hay apagones, no hay invasiones pero sí muchísimos soldados. No hay guerra pero sí trincheras, túneles, abrigos, sacos de arena, alarmas de combate y movilizaciones masivas. También juicios sumarísimos, cortes militares, traidores, detenidos, refugiados, desplazados, exiliados y de vez en cuando, dos o tres fusilados. Ley marcial no, pero tampoco muchas garantías. El enemigo es como un fantasma que está en todos lados y no está, o sí, pero no se muestra.
Pero… ¿Quién es el enemigo? Nadie osaría preguntarlo. Salta a la vista porque tiene la culpa de todo. Nos ha sumido en la miseria total. Nosotros, los primeros en tener ferrocarril, pioneros de la televisión y la radio, ganadería, azúcar, níquel, turismo… hoy, poco ferrocarril, patética televisión, ganadería marchita, níquel decadente, turismo en crisis y en las tierras azucareras se secan hasta los cactus.
Un país expira bajo la sombra de las pancartas y las banderas, una nación orgullosa se pudre apretándose la nariz para no oler su propio hedor. Mira las calles, las gentes, las casas de esas gentes, sus salarios, sus aspiraciones, sus prioridades, sus temas de conversación acodados a las mesas, en las filas, los mercados, los empleos. Un país fenece por culpa de un solo enemigo. Invisible. Oculto. Extraño. Y nosotros en medio de todo. Sentados. Viendo el desastre de nuestras propias vidas, mirando calladamente cómo la gangrena devora la masa sana, contamina, mutila y mata.
Pero seguimos ahí sentados como si nada. Mirando a otra parte, curándonos los ojos con imágenes que no nos comprometen: “Hola”, “Vanidades”, “Playboy”; mientras “Bohemia” destila el sudor de un trabajo voluntario y “Granma” remembra Playa Girón. El mismo discurso repetido tantas veces, vago y retumbante como una migraña. Bajamos la mirada para sumirnos en el acre de una realidad implacable. Pequeños perdedores de otra derrota mayor, latente e histórica. Cabríos de una culpa de la que tenemos la oncemillonésima parte de la responsabilidad.
Las malas políticas dejan indefenso el ser humano, lo modifican, lo dañan, lo cubren de oropel, y después cuando algo falla, le abandonan y tiene que arrear su propia vida de nuevo y no sabe. Se esconde. Huye. Busca la paz del silencio, la falsa serenidad de la apatía. No hay compromiso ni virtud en el fracaso. Es un suicidio lento de individuos, de familias, de pueblos enteros. Un suicidio resignado, disimulado como la nicotina en un cigarrillo. Letal.
El hombre perdido culpa de su fracaso al enemigo externo, le achaca la responsabilidad del hundimiento de sus aspiraciones, del hambre de sus hijos, mientras va perdiendo las esperanzas. “es la mujer que pusiste a mi lado, Señor” -a lo que ella responde-“fue la serpiente que me engañó…” y la culpa sale fuera excomulgada, como si no se tuviera responsabilidad de homo-sapiens-sapiens. Era el génesis bíblico, ahora son los sistemas, las estructuras, las conciencias sociales e individuales las que fabrican justificaciones para los descalabros y las malas decisiones. La crítica se vuelve sospechosa, la autocrítica se marchita porque ya se tienen todas las respuestas: “no hay nada que arreglar dentro, lo malo está fuera. No avanzamos porque nos ponen troncos en las ruedas embargándonos el desarrollo”. Y el enemigo aparece, si no está se busca, si no existe se fabrica. Hay que expiar el error y se inquiere afanosamente el chivo. Entonces asoman siempre los culpables, invariables hasta el cansancio, y se repiten y se repiten como un fotograma eterno, porque el enemigo es útil para legitimar las decadencias, para mantener el sitio, para justificar la vigilia, para salvaguardar la expectativa de la traición.
En esta vorágine nos sumimos sin pensar demasiado, mientras nuestro matrimonio con el fracaso se consolida pariendo los hijos de la miseria, raquíticos, acefálicos; síndromes de su tiempo. No avanzamos, ni siquiera nos estancamos, empezamos una y otra vez la misma cruzada. Días, meses, años que no han servido de nada, porque no se ha llegado a ninguna parte y entonces, después de toda una vida, se toca el cuerno del primer combate. Alguien levanta nuevamente la bandera, ya por este tiempo hecha jirones y dice: ¡La batalla comienza ahora! Pero hasta el día de hoy ¿qué hacíamos sino pelear? ¿Y nuestros heridos y nuestros muertos, nuestra hambre, nuestro sacrificio, nuestras vidas podadas por la campaña? ¿De qué han servido? De poco. De nada. En realidad siempre hemos estado retrocediendo, pero la culpa es de otros, siempre de otros. Ambiciosos, poderosos, eternos. Malos, ¡eso…! muy malos, increíblemente malos. Sorprendente que algo tan infantil funcione tan bien.
El enemigo está. ¡Cuidado, porque contamina! No puedes acercártele, ni intentar comprenderle, ni sentarte a negociar, ni aceptar su bondad. No duerme el lobo nunca con el cordero. Solo cúlpale de todo. Lánzale improperios. Con los enemigos no existe concesión, solo batalla y batalla y batalla, después el fruto de esta… ruina; calles con asfaltos arrancados, tejados hundidos, faroles de parques apagados, rotos o inexistentes. Vitrales de ventanas cruzados de cinta adhesiva. Camiones, ómnibus y automóviles con el parabrisas astillado. Casas, escuelas y hospitales devastados. Transporte y agua potable mínimos. Tanques de basura virados a la vera de las calles, personas que duermen en funerarias y pasillos. Aguas negras que corren despreocupadamente entre los pies de los transeúntes. Niños descalzos, viejos vendedores de periódicos, pregoneros ilegales, prostitutas… perdón, creo que me repito.
Jesuhadín Pérez Valdés. (1973)
Mecánico radioelectrónico.
Estudiante de Derecho.
Miembro fundador del Consejo de Redacción de la revista Convivencia.