Por Jesuhadín Pérez Valdés
“En el principio era el verbo…” Juan 1:1
Año 1958. Dos fuerzas combaten en el Escambray. A dos fuerzas le apremian iguales pretensiones; pero las diferencias provocan desagradables incidentes. Arrestos, degradaciones y expulsiones del territorio beligerante. La situación se torna insostenible. La selva rebelde rebasa el rojo vivo. No se atiza la maleza, son los hombres los que arden. La patética crisis da inicio a las conversaciones. Posteriormente… el pacto de “El Pedrero”. Unidad y diversidad son posibles.
Este pacto, refrendado en la intimidad del campo cubano, sin salvas de artillería ni fuegos artificiales, hizo temblar las losas del piso a Fulgencio Batista en el Palacio Presidencial.
Las diferencias son las huellas de la diversidad. Son además el resultado de la interpretación de los intereses y las intenciones y pueden crear barreras infranqueables si no se interrumpen con el sentido común del progreso y el perfeccionamiento general.
Las diferencias dividen, disuaden, detienen y no solo obstaculizan la evolución de grandes proyectos que encierran en sí mismos intereses de pueblos enteros, sino que pueden comprometer también la coexistencia en esferas mucho más íntimas, porque están presentes en cada individualidad, imprimiendo un trazo que va desde la familia, hasta la humanidad aglutinada en estados y bloque de naciones. ¿Qué nos salva de los conflictos generados por las diferencias? La respuesta es sencilla: el diálogo.
Las diferencias –contrario a lo que muchos piensan- sirven también para enriquecer proyectos comunes; aportan, contribuyen, tributan. ¿Cómo? Si son capaces de tolerar los ingredientes básicos de toda colaboración: el diálogo y la negociación.
Comunicarnos nos sociabiliza, nos perfecciona y resulta el vehículo idóneo para lograr la coexistencia pacífica. Una familia, una sociedad, un mundo justo, permite y demanda que todos sus miembros tengan voz en igualdad de derecho. Esto es diálogo.
Hablar sin escuchar no es dialogar, rumiar a espaldas y a expensas de otros, tampoco. Decidir y ordenar, partiendo de privilegios de poder, no es dialogar, emplazar a los demás bajo una atmósfera de represión y miedo es aparentar el diálogo. Dialogar es aspirar y respirar sin gases asfixiantes, es mantener destapado el barril de vino en fermentación para que el espíritu no quiebre el recipiente. Dialogar es conceder alas a la igualdad de hombres y pueblos y, ¿quién que tiene alas camina?
Diálogo es: tenerse en cuenta, coparticipación, principio de unidad, transparencia y por extensión, mejoramiento humano y paz interior. Diálogo significa “yo”, “nosotros”, “nuestro”, pero también “tú”, “ustedes”, “suyos”. Diálogo es equilibrio, respetabilidad, decoro, sensatez, madurez de convicción.
Las fuerzas sociales no son homogéneas, solo el diálogo las salva de la voracidad de los antagonismos. Quien no dialoga no pacta y no tiene en cuenta fuerzas que integran el paisaje de la nación. La marginación es una forma maligna de injusticia social.
Optar por el diálogo a nivel de familia, de grupo informal, de sociedad civil, es elegir la unidad y el progreso. Votar por la comunicación es dar un espaldarazo a la justicia y la no violencia. Lograrlo es enriquecer un maravilloso precepto histórico.
Hagamos honor al racionalismo humano, no empecemos a fabricar el sombrero cuando ya –desgraciadamente- no tengamos cabeza.
¡Podemos!
Jesuhadín Pérez Valdés. (1973)
Mecánico Radioelectrónico.
Miembro del Consejo Editorial de la revista Convivencia.
Estudiante de Derecho. Varios trabajos suyos fueron publicados en la revista Vitral. Reside en Pinar del Río.