Por Maikel Iglesias Rodríguez
A media hora de haberme detenido frente al centro penitenciario conocido como “Kilo Cinco”, una furgoneta con matrícula militar, metió un frenazo a 20 metros del sitio donde unos cuantos esperábamos la ansiada “botella” que nos salvara del sol agobiante y de la incertidumbre, pero no tuve la premonición ni la suficiente agilidad….
Por Maikel Iglesias Rodríguez
A media hora de haberme detenido frente al centro penitenciario conocido como “Kilo Cinco”, una furgoneta con matrícula militar, metió un frenazo a 20 metros del sitio donde unos cuantos esperábamos la ansiada “botella” que nos salvara del sol agobiante y de la incertidumbre, pero no tuve la premonición ni la suficiente agilidad, para llegar corriendo hasta ella antes de que se marchara; me sentía un poquito hipnotizado entre la música pop latina y los vapores resultantes de los golpes de calor en el asfalto. El tráfico era tan esporádico, que estábamos en riesgo de caer dormidos, si no fuera por el ritmo circadiano y la ansiedad que genera esperar un medio de transporte sin saber a ciencia cierta, hacia dónde nos guiará.
Los más remarcables entre los estereotipos percibidos en tal situación biogeográfica, son los entes uniformados que entran y salen de la prisión, así como los familiares de los reos, quienes se distinguen con facilidad, de manera más que predecible, por los bultos que cargan afanosamente, cuando están de ida; la nostalgia o la pena que reflejan sus rostros después de la visita es otra cosa. Pese a que viera partir a mujeres y hombres con múltiples sacos, maletines o mochilas que quedaban al retorno como si fueran desvalijadas de forma absoluta, sus pasos eran demasiado lentos, cansinos, tristes, de suspiro en suspiro, su marcha era pesada y fatigosa.
Dudé en correrme a pie hasta otro sitio que librara a mis ojos de esta escena deprimente. La música de fondo y el trasiego de las frescas cañas en carros de caballo para la guarapera, no lograban enajenarme ya. La cafetería estatal, era todo lo contrario en movimiento y fluidez a la privada, sin embargo, en ninguna de las dos, sentía el deseo de consumir bocado alguno. Porque la espera incierta es estar un poco preso también. Para menos agobio, se nos ofreció el servicio milagroso de viajar en un camión con suficiente espacio para trasladar a 100 personas, adaptado en su esencia de carga industrial o agrícola, para transportar cuerpos y almas humanas. Era un porteador independiente de la década del 50 del pasado siglo, de color verde y marca Ford, quizás, de cualquier forma, norteamericana.
No venía según mi parecer muy atestado de gente. Tampoco lo abordaron todos los que estábamos en la parada. Pensé que podía tratarse de una decisión derivada de las preferencias de los viajeros o el del recorrido del camión. ¡Qué tonto fui! ¿Cómo se me ocurría imaginar tal cosa, si para contar opciones, se sobraban los dedos de una sola mano? No eran muchas las expectativas para poder empatarnos con la ruta a la que le correspondería salir a las doce de la terminal. Debió ser por lo que fue desentrañado y no llegué a corroborar hasta pasado un rato, con un espacio cómodo, aunque de pie, encima del camión, cuando el conductor nos explicó que el precio convenido por oferta y demanda para esta fecha, requería 15 pesos hasta el poblado de Cabezas, una cifra cercana a los ingresos diarios de un trabajador promedio.
Para mí estaba bien, pues tendría adelantado más de la mitad del trayecto. Sin embargo, la disyuntiva ordinaria de, si comes, no puedes vestirte, mucho menos viajar cuando desees ver a tus parientes en el campo o la ciudad; marcaba las reglas del juego de los pasajeros. Una vez encima de aquel pesado vehículo museable, comprendí, por qué las personas, lejos de alegrarse, por el hecho de obtener una plaza idónea para el viaje, se mostraban cariacontecidos. Por ese trayecto zigzagueante e intramontano, que vincula a pueblitos vecinos de las Minas con la capital de la provincia de Pinar del Río, la suma a devengar puede tener connotaciones que agudicen las náuseas.
Pocos chistes de camino. Valles y montañas. Abundante marabú en pugilateo intenso por desbancar a las palmas de sus títulos de campeonas de la flora nacional. Salteados bohíos y otras casitas campestres. Gran espacio vital para sembrarlo de variadas especies y construir nuevos proyectos habitacionales. Aves planeando el azul celeste en perfecto contraste con el verde de los pinos. Paisajes magníficos para la meditación y ruinas fantasmales de un hospital siquiátrico enclavado a orillas de la carretera, en una zona conocida por Guanito, fueron las postales más impactantes de esta etapa de la travesía; pues con tal de prevenir los vértigos, hube de fijar casi toda mi atención entre los montes.
Después de hacer un alto en el Entronque de Cabezas, y aflojar cinco pesitos por persona para completar el presupuesto de viaje hasta llegar a Pons, el porteador privado añejo centenario, declaró el término de su recorrido intramontano en las voces de quienes lo conducían. Desentumecí las piernas al bajarme, barrí con la mirada aquel entorno en ángulo de 180 grados y, agradecí en silencio a Dios y a todos los santos por acompañarme. Extraje el celular de mi bolsillo y evidencié al instante, la ausencia total de cobertura, pero eran apenas las 10 y 53 antes del meridiano, y a nada ni nadie debía temerle. Por mucho que uno desconozca el campo, las ciudades siempre son más peligrosas. Es por ello que contemplo el despejado cielo, henchido de júbilo, y logro respirar al fin, un aire de confianza o cercanía, con el sitio que aguardaba mi visita.
Un agente de amarillo trasmutado en ángel de la guarda, me dio la bienvenida al acercarme a la evidente parada del lugar. La misma estaba señalada en lo alto con unos letreros rojos y rústicos, que hacían referencia a los precios y el número de embarque 15: (60 centavitos para los viajes intramunicipales y 1 peso en el caso de que se tratase de un traslado intermunicipal). Mero importe simbólico, el asunto era ver cuánto pasaba por aquel confín, virgen de los más urbanos ruidos. Me hicieron entrega de inmediato de un papelito que llevaba escrito el número doce, y me orientaron en un modo amable, sobre los métodos de recogida de pasajeros y la distancia a recorrer, menos de 8 kilómetros, tan solo me faltaban, para llegar al mismo corazón de las Minas de Matahambre.
Puesto que el sol era capaz de freír cientos de huevos de tan solo cascarlos encima del asfalto, la gente se ubicaba sin importarles su destino, debajo de los árboles frondosos dispersos a la redonda, o de la caseta dispuesta con fibras de asbesto-cemento, para seres peregrinos de un país en vías de desarrollo, a merced de las sustancias cancerígenas. El porvenir y la muerte, no son temas muy recomendables para los que esperan en una terminal improvisada en un cruce de caminos, el eje primordial de las conversaciones en estos parajes, es cómo poder agenciárnosla, con tal de llegar a nuestros objetivos, antes que la noche arroje sobre el día, sus temibles oscuros lejanos.
Un rugiente motor de transporte colectivo, delata que anda cerca alguna posibilidad. Siento moverse a los que estaban debajo de los árboles hacia el centro de la carretera, y luego a los de la caseta donde yo me encuentro. Parece un mecanismo coordinado como el movimiento de las articulaciones más complejas del cuerpo, por ejemplo, la rodilla o el hombro. Vehículo que se aproxima, gente que sale a su encuentro, y acto seguido, el hombre vestido de un color ictérico que lo organiza todo. Hay que devolverle el ticket, a cambio del precio que pactamos, y él indica el orden en que se debe abordar el transporte. Porque actúa solícitamente, y percibimos espacio para todos, los que íbamos en la ruta del camión que se detuvo en Pons, algunos le dejamos al máster en autostop, una modesta propina para estimularlo.
De procedencia rusa y descubierto en su parte trasera, fue el vehículo que precisamos los que nos dirigíamos según su trayecto. A pesar de que sus barandas parecían endebles, los más experimentados nos transfundieron toda su confianza. “Los ómnibus y los camiones, deben circular a baja velocidad -dijeron. Les está prohibido tomar los tramos de camino que suelen resultar más empinados; están obligados a desviarse de la vía tradicional para evitar accidentes”. Aun así, los nuevos en esta movida, no pudimos evitar la sensación excitante, de hacernos parecer que algo nos desplazaba por una montaña rusa, aunque fuera despacio.
Antes de introducirnos en el pueblo de las Minas, como partículas aceleradas por distintos medios de transporte, disueltas tras disímiles reacciones a través del espacio, la espectacular fascinación de presenciar en un punto del encuadre de mis asombrados ojos, los azules penetrantes del océano y del cielo, y los pinares esbeltos y plenos de alegres verdores entre las montañas; anunciaron el presagio de un inesperado éxtasis. Algo en lo recóndito me refería, la insuficiencia de los avances tecnológicos, para captar semejantes maravillas de la Madre Naturaleza. Era inútil aunque el camión se detuviera que extrajese mi cámara de fotos, si no hay palabras que puedan explicarnos, los vislumbres de otra forma de existencia, en la que somos cabalmente uno con lo contemplado.
Me sentí mar al instante de la observación, me creí cielo y suficiente como los verdes pinares. Renuncié a los deseos que me habían impulsado a extraer los artefactos que llevaba en mi mochila, y no fue hasta que llegué al estadio de pelota ubicado en el centro del pueblo, que vine a capturar mi imagen primogénita. Hay algunas realidades que son inefables, jamás podrán ser fotografiadas por las máquinas que crea el hombre. Una pequeña laguna en la montaña periférica, de la zona minera que me atrajo a sí misma para intentar documentarla, es un remanso de paz llamado a convertirse, en un templo futuro para la meditación. Las simples cabañitas inconclusas que la envuelven, si algún día se rehabilitaran, y el mágico puente colgadizo que atraviesa su mixtura acuática, bastarían para comprender, el prodigio de las aguas que se empozan en las cumbres.
Hay que tener buenas piernas para poderse mover en el poblado de las Minas. Un aire puro por compensación, oxigena mi cuerpo sudoroso al desandar sus calles límpidas. Estoy sediento, con el sol de la 1 p.m. quemando mi espalda. No cree en mi piel morena, ni en mi vestimenta. Es la hora perfecta en que los chocolates se derriten. Debí haber venido con sombrero, o mejor una gorra, pues hace meses que me hice cortar mis dreadlops, y el astro rey penetra a través de mi cráneo sin amortiguación alguna. He llegado antes de lo previsto y puedo recrearme en hacer fotos mentales. Dibujarme hasta un mapa del lugar. ¡Qué bueno si pudiera hallar a algún amigo! Hace años que no paso por aquí, y aunque en la primera ojeada, noto que la arquitectura no ha cambiado mucho como para que me extravíe, agradecería inmensamente conectar con alguien que me sirva de gurú, de mentor o adalid para viajeros.
De súbito, arrastrando mis botas por el medio de la acera, me cruzo con un joven que me llama por mi nombre. ¡Aquí mismito me la puso el Divino! Pienso, reparo en su fisionomía, también en la mujer que le acompaña y, enseguida me recuerdo de mi fase preuniversitaria. Es Mandy, ha pasado el mismo tiempo para ambos, pero hemos recorrido por senderos diversos después de nuestra etapa estudiantil. Bastaron dos palabras para comprobar que en las esencias, la vida no nos había transformado en entes irreconocibles. Aún éramos jóvenes, somos jóvenes, tenemos esperanza y energías para seguir escalando sueños y montañas, a pesar de todo.
Él y su chica, me trasmitieron buenas vibraciones. Además de la sorpresa mutua, nos alegramos los tres de habernos encontrado en medio de la calle. ¡Qué lástima que no les avisara antes sobre mi venida! Porque ambos me pusieron en el acto bien a tono con el clima del pueblo y sus historias. Previo a despedirnos, me comentaron lo difícil que estaba la vida para todo el mundo, luego que la explotación minera quedara interrumpida por caducidad; que tenían entre sus planes probar suerte en un proyecto en La Habana. La radio local y la experiencia por los órganos municipales de cultura física y deporte, ya no los ilusionaba. Les deseé suerte de todo corazón, me despedí sin despedirlos, y, les ofrecí mil gracias por todos los datos que me habían aportado, entre los que me concernían, las principales atracciones del lugar, así como las coordenadas exactas, de uno de aquellos amigos, que con más expectación yo pretendía en mi foco.
Elvis Céllez, un pintor que combina de un modo magistral, las virtudes del dibujo, el color, el silencio y las palabras. Un artista que traspasa el límite insular y respectivo a su generación. Grotesco y desenfrenado, cuando cree que debe serlo, tierno, filosófico y humanista, cuando las musas o el duende que le animan a desnudar la realidad en sus lienzos, le cruzan una carta metafórica, desde un remoto territorio que responde al llamado de las artes, para invitarlo a trascender vicisitudes, fracasos, y decrepitudes cotidianas. Un hombre muy acertado para el término anfitrión, capaz de abrir las puertas de su estudio-taller pictográfico, ofrecerle un refresco al caminante, un muestrario de sus obras, aun de las que están en proceso, y brindar sus espacios para colaborar, hospedarse, compartir visiones sobre la densidad y los vaciamientos del presente cubano.
A Elvis, me lo tropecé al frente de la biblioteca, que dista a pocas cuadras del museo municipal, laberinto pequeño e imantado, que exhibe en su interior, un fonógrafo Brunswick, que aún parece sonar como en su día de estreno, y un antiguo violín que misteria el lugar con su arco infringido. Hacen galas también en la mineroteca, los paisajes típicos de Vueltabajo, con las firmas de Font, a quien el sitio entre otras cosas más, le debe su pedagogía, e infinita pasión por la música. Hay cascos, teléfonos rudimentarios, lámparas añejas, fotografías de archivo, documentos concernientes a la fundación del pueblo, una maqueta que a mí me parece un tanto kitsch, y un gran tinajón de barro, vacío, sorprendente y enhiesto, más hermoso y en forma que los que atesora el mismo Camagüey, colocado a la entrada de la residencia histórica, que guarda las memorias de mineros y mineras.
Después de haberme transferido a los orígenes de un pueblo, que vio una próspera luz y una desventurada sombra, en menos de un siglo de obtención de minerales. Tras arrimarme con discreción de viajero a las potencialidades fotogénicas del entorno, contemplar el diseño de las casas de madera y ladrillo, sobrias, armónicas, con las ventanas cubiertas por telas metálicas o mallas contra los insectos, plantas trepadoras en el techo y las paredes de algunas pidiendo de inmediato su rehabilitación, la iglesia cerrada en pleno mediodía, la gente jugando dominó en el parque, un precario gimnasio para fisiculturistas, donde una pareja de perros callejeros, intentaba destrabarse luego de su desinhibida cópula, pequeños kioscos particulares, más surtidos que medianas y grandes cafeterías del Estado; fue una gran fortuna el hecho de coincidir con Céllez.
Pese a que este genio de las artes plásticas, que a mí me parecía en la primera instancia, más un monje retirado del desasosiego de las urbes que un pintor, debía marcharse a las 2 p.m., hacia un encuentro de creadores en la capital de Cuba, me abrió las puertas que todo caminante precisa traspasar, tuvimos la oportunidad de intercambiarnos varias perspectivas muy valiosas, empastando nuestras voces en una dimensión inmune a los relojes. Una vez activadas las alarmas, de que se le estaba haciendo tarde y podía perder su medio de transporte, lo acompañé a la terminal con esa aureola de paz de quien se siente protegido. Mis otros preceptores en la zona, se hallaban inmersos en otras cuestiones que los mantenían inhabilitados, para fungir de cicerones voluntarios.
Mi amiga poetisa, la miss erótica Maritza Ramos, mujer a quien debí el primer encuentro con la estirpe minera, estaba radicada en este mismo instante en el poblado Sumidero, un lugar en el que se bromea con el hecho de darle sepultura inversa a sus oriundos, porque no cuenta en sus áreas con un camposanto; un poquito apartado de mis pasos actuales este mini- edén campestre, aunque aún en los márgenes del espacio intermunicipal. Recuerdo unos años atrás, la experiencia inolvidable que tuvimos leyendo poesía en los portales de las casas en noche calurosa de mosquitos y apagón, mientras nos alumbrábamos mediante lámparas caseras, junto al insigne escritor y periodista de radio, Juan Cabana. Un bardo de escritura osada e irreverencia creativa, versus los arquetipos poéticos epigonales. Por esta vez, debía perderme, sus humores distintivos e ironías gráciles, puesto que estaba enchufado en un curso provincial, en el mismo sitio desde donde yo zarpé.
A propósito de cementerios y de bromas fúnebres, Elvis me contó antes de despedirnos, de la tierra que tiene por benefactoras fuerzas celestiales, a la Caridad del Cobre y a la santa más brava de todas las santas, que las Minas ya contaba con su propia necrópolis desde hacía dos años, tal vez esto le confería el registro, de ser el más lozano de toda la isla cubana. Bebimos sendos guarapos con sabor a gloria y vi partir al pintor en un extraordinario cuadro, conformado por una estación de bomberos transformada en terminal, casi repleta; un singular edificio de ladrillos rojos, como cortina rompevientos, encajado en la montaña y, un humeante camioncito de apodos homoeróticos, calentando motores, a la espera de la orden de arrancada. ¡Adiós amigo, que las musas nos sigan prodigando flores!
Torres oxidadas contra el cielo, pesados artefactos de extracción mineralógica en una situación de inmensos monigotes arcaicos y desmemoriados, herrumbres y escombros extendidos por el suelo, tanques de hormigón vacíos contrastando con los árboles que suelen liderar, pinares y mangos. Casas, casetas y casuchas de tonalidades ocres, lomas de matices rojos y cobrizos donde se sublima toda la visión, al contemplar la monotonía del pueblo ante la variedad de ritmos que las flores silvestres manifiestan. Esperanza también en las calles, loables y más anchas de lo que en verdad son, debido a su ejemplar limpieza; gente hospitalaria, generosa, chicos soñando en futuro desde un timón inventado para sus carriolas. Paseos de chivichanas por curvadas pendientes. Caminos, soledad y silencio.
Todas estas imágenes y otras más indescriptibles, logro capturar desde mi cámara antes de entrar al colofón que presume la noche. No obstante a que un par de señores en la terminal, luego de anotarme en la lista del seguro test de la paciencia para un camión con horario previsto de salida para las 5 a.m., me sugirieran que probase fortuna a la entrada del pueblo e intentara regresar, porque no es hasta el retorno del alba que estos sitios sobreviven, después de su aburrida agenda. Solo en carnavales o en diciembre parecen resucitar del coma. Yo ya estaba satisfecho con mis fotos y la conmoción que me produjo un pueblo, en época de minas arruinadas, pero aun así, decidí refugiarme en algún sitio, porque nadie puede presumir con el vislumbre del reverso de la luna, si no llega a cobijarse con las brisas de la noche y el rocío, en busca de que un sol ungido, por el canto más puro de los gallos, nos despierte del letargo pesaroso, de las almas cansinas.
El templo abrió sus puertas en la noche y me invitaron a participar en un reducido círculo de estudio de las obras cristianas. El tema consistía en una reflexión silente sobre el Evangelio de San Mateo, el cual sería reproducido por un equipito electrónico, con buena potencia de audio y alimentación autónoma, que sirve de variante en estas situaciones por las que atraviesan, parroquias vacantes de monjas y curas. Eran cinco mujeres y este peregrino, se hacía enorme la pequeña iglesia y las palabras sagradas reverberaban con prístina acústica en los altares. Los espíritus de San José, Santa Bárbara, la Virgen y el Dios tutelar, parecían bautizarnos con un bálsamo intangible. Al término del sexto capítulo, que fuera redactado por el Apóstol publicano, la animadora de la noche de liturgias y meditación, apagó el reproductor de biblias, y todos nos marchamos satisfechos.
Una anciana de rostro gentil, sonrisa franca y armoniosa, que dijo llamarse Olga, me encomendó a los santos del camino para que me guiasen durante mi retorno a casa, también me convidó a participar en una procesión que cada 4 de diciembre, se efectúa en el pueblo, para rendirle tributo a Santa Bárbara, Patrona de los mineros y pedirle por todos los trabajadores de la minería mundial. Volví al punto de embarque a completar mi sueño, hasta que dieron la cinco de la madrugada y desperté constreñido en los reflejos de una numerosa cola, con el número dos en mi poder. La cordial asistencia del custodio de la terminal, para orientarme mientras duraba el proceso, y toda la reposición de imágenes, que una tras otra se sucedían en mí, catalizaron en mi yo profundo, los signos proverbiales de una nueva pregunta: ¿cómo reorientar las vidas, de todos los mineros y sus familiares, cuando se hayan extinguido sus preciados yacimientos?
Maikel Iglesias Rodríguez (Poeta y médico, 1980)
Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia.