Cuba y las libertades fundamentales

Foto tomada de Internet.

El impacto de las libertades fundamentales en el desarrollo de la sociedad es de tal magnitud y trascendencia que resulta imposible comprender el avance, estancamiento o retroceso de un pueblo sin tenerlo en cuenta.

Aprovechando el décimo aniversario de Convivencia, el presente trabajo se ocupa de un tema central en el perfil de nuestra revista: la relación causal entre la pérdida de las libertades fundamentales y la crisis en que Cuba está inmersa.

Introducción

La libertad -inherente a la persona humana- emana de la conciencia interior. Ese origen le permite al hombre ser libre en la medida que se empeñe en serlo, pues ella, la libertad, otorga un poder extraordinario cuyo ejercicio deviene factor de crecimiento humano y condición del desarrollo personal y social.

Desde que los hombres lograron establecer la relación existente entre conciencia y libertad, esta ha venido desempeñando un papel creciente en la evolución de la humanidad. Gracias a esa relación, aunque la persona sea sometida a limitaciones o prohibiciones por fuerzas exteriores, el sustrato interno de la libertad le permite pensar y ser libre en tales condiciones.

Ignacio Agramonte (1841-1873), en la defensa de su tesis de Licenciatura en Derecho en 1866, titulada “Sobre las libertades individuales”, sintetizó magistralmente esa relación en las siguientes palabras: Al derecho de pensar libremente le corresponde la libertad de examen, de duda, de opinión, como fases o direcciones de aquel. Por fortuna, estas, a diferencia de la libertad de hablar y obrar, no están sometidas a coacción directa y se podrá obligar a uno a callar, a permanecer inmóvil, acaso a decir que es justo lo que es altamente injusto. ¿Pero cómo se le podrá impedir que dude de lo que se le dice? ¿Cómo que examine las acciones de los demás, lo que se trata de inculcar como verdad, todo, en fin, y que sobre ello formule su opinión?

Ese juicio contiene el fundamento del porqué la libertad constituye un derecho trascendental e inherente a la persona; una condición tal, que todo intento de suprimirla o limitarla, además de constituir un atentado contra la humanidad, ha estado, está y estará condenada al fracaso.

“Renunciar a su libertad -decía Rousseau- es renunciar a su condición de hombre, a los derechos de la humanidad y aun a sus deberes… Semejante renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre: despojarse de la libertad es despojarse de moralidad”.

Las libertades fundamentales, es decir, las de conciencia, información, expresión, reunión, asociación, sufragio y habeas corpus, constituyen la base de la comunicación, del intercambio de opiniones, de concertación de conductas y de toma de decisiones.

La experiencia histórica demuestra que la máxima expresión de la libertad es posible solo allí, donde las libertades fundamentales se institucionalizan en un Estado de Derecho.

La historia constitucional de los derechos fundamentales, cuyo punto de partida se sitúa en la Carta Magna que los nobles ingleses impusieron a Juan Sin Tierra (1215), tuvo momentos cumbres en la Declaración de Independencia de las trece colonias de Norteamérica (1776) y en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa (1789). Tomó cuerpo en la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) e irrumpió en el Derecho Internacional con los Pactos de Derechos Civiles y Políticos y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales aprobados por la Organización de las Naciones Unidas (1976).

En Cuba, la historia constitucional de las libertades tuvo su germen en el “Proyecto de Gobierno Autonómico” del padre José Agustín Caballero (1811); asumió cuerpo en las constituciones mambisas del siglo XIX y en las constituciones republicanas de la primera mitad del siglo XX, cuya más alta expresión fue la Carta Magna de 1940.

En esa trayectoria, en cumplimiento del Pacto del Zanjón (1878), con el que finalizó la Guerra de los Diez Años, se implantaron en Cuba las leyes de imprenta, reunión y asociación, refrendadas en el artículo 13 de la Constitución Española, bajo las cuales nació la sociedad civil cubana: un abanico de asociaciones, espacios y medios que reflejan la pluralidad y la diferencia.

La sociedad civil, escuela permanente de civilidad y ética, constituye un sólido eslabón de vínculo de los ciudadanos con la nación, la cultura, la historia y el desarrollo, cuya existencia y funcionamiento requiere de la institucionalización de los derechos humanos.

Tanto la sociedad civil como el Estado son órganos del cuerpo social. La existencia de ambos es indiscutible, lo discutible son sus funciones y áreas de competencia.

En Cuba la sociedad civil alcanzó su mayor desarrollo a mediados del siglo XX, como la describió Fidel Castro al referirse a la situación de Cuba antes del golpe de Estado de 1952: “Os voy a referir una historia. Había una vez una república. Tenía su constitución, sus leyes, sus libertades; Presidente, Congreso, tribunales; todo el mundo podía reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo… Existía una opinión pública respetada y acatada y todos los problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. Había partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos…

La pregunta lógica que emana de la historia de las libertades en Cuba es: ¿cómo resultó posible que después del avance descrito en materia de derechos y libertades, Cuba retrocediera a una situación inferior a la que alcanzó después de la Paz del Zanjón?

El sistema totalitario cubano 

Si su causa más inmediata está en la revolución de 1959, su génesis, está en determinadas características de nuestro devenir como pueblo que coadyuvaron a la instauración de un modelo ajeno a nuestra historia y a la naturaleza humana. Entre esas características sobresale la interrelación entre las cuatro siguientes:

La idiosincrasia, resultado de la mezcla de diversas etnias y culturas que arribaron a Cuba con los europeos y africanos. Unos que vinieron a enriquecerse para regresar, otros que fueron traídos como esclavos. Ni unos ni otros con la intención de arraigarse en la Isla. A ello, explicaba Fernando Ortiz, se debe la debilidad psicológica del carácter cubano, la impulsividad, característica de esa índole psicológica, que nos lleva con frecuencia a actuaciones intensas, pero rápidas, precipitadas, impremeditadas y violentas… Hombres, economías, culturas y anhelos, todo aquí se sintió foráneo, provisional, cambiado, “aves de paso” sobre el país, a su costa, a su contra y a su malgrado.

La violencia, que arribó a nuestras costas con los guerreros peninsulares, tomó sus primeras víctimas entre los aborígenes, asumió formas horribles en las plantaciones azucareras de donde brotó la fuga, el cimarronaje, el palenque y las rebeliones. Estuvo presente en los ataques de corsarios, en el bandolerismo que azotó nuestros campos, en las conspiraciones y guerras independentistas. Se manifestó en golpes de Estado, sublevaciones, pandillas gansteriles, asaltos armados y actos de terrorismo antes y después de 1959. Hechos que convirtieron la violencia en cultura política.

La ética utilitaria, conducta de raíces coloniales y esclavistas –variante criolla de la filosofía del utilitarismo del siglo XVIII- que encontró en Cuba un terreno tan fértil como nuestros suelos para la caña de azúcar. Esa ética sustentó al individualismo egoísta y la vida fácil, tomó cuerpo en la corrupción, el juego, la vagancia y la violación de todo lo establecido hasta devenir conducta generalizada. La concepción del hombre como medio y no como fin, como objeto y no como sujeto, la prioridad que la oligarquía criollo-cubana atribuyó a las cajas de azúcar y de café, el uso del poder para beneficio personal o de grupo, las reelecciones presidenciales, los golpes de Estado y el empleo generalizado de la violencia física y verbal, son manifestaciones de la ética utilitaria que marcó nuestra matriz de pueblo.

La exclusión, que atraviesa la historia de Cuba de principio a fin: Félix de Arrate y Acosta (1701-1764) reclamaba la equiparación de derechos para los de su clase respecto a los peninsulares, a la vez que excluía a los negros y a blancos que no habían logrado amasar fortuna; Francisco de Arango y Parreño (1765-1837), defendía las libertades y derechos para su clase y la esclavitud para la mitad de la población de la Isla. Y José Antonio Saco y López (1797-1879), quien en su concepto de pueblo no incluía a los oriundos de África ni a sus descendientes.

Ante la ruptura constitucional provocada por el golpe de Estado de 1952 surgieron dos respuestas: una armada y la otra cívica. La primera se hizo pública el 26 de julio de 1953 con el asalto al cuartel Moncada, encabezado por Fidel Castro. La segunda tomó cuerpo en enero de 1954 con el “Movimiento de Resistencia Cívica”, encabezado por José Miró Cardona. Después de las elecciones fraudulentas de 1954, Fulgencio Batista restableció la Constitución de 1940 y otorgó amnistía a los prisioneros políticos, entre ellos a los asaltantes del Moncada, quienes en junio de 1955 fundaron el “Movimiento 26 de Julio” (M-26-7) para continuar la lucha por la vía armada.

La oposición de Fulgencio Batista a una salida negociada hizo fracasar los esfuerzos civilistas. Se impuso la violencia: movimientos armados, atentados, conspiraciones militares, asaltos a cuarteles y al palacio presidencial; acontecimientos en los que se destacó el movimiento encabezado por Fidel Castro, quien desembarcó en Cuba en diciembre de 1956 y después de dos años de guerra de guerrillas y sabotajes, alcanzó el triunfo sobre el Ejército profesional el 31 de diciembre de 1958.

En 1959, la revolución triunfante, devenida fuente de derechos, sin consulta popular, sustituyó la Constitución de 1940 por la Ley Fundamental del Estado Cubano; unos estatutos que rigieron hasta la promulgación de la Constitución de 1976 que refrendó la existencia de un solo partido político: el Comunista, como fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado.

Un sistema ajeno a la naturaleza humana 

Una revolución que se proponga liberar a los hombres sin plantear, paralelamente, la necesidad de generar un espacio público que permita el ejercicio de la libertad, solo puede llevar a la liberación de los individuos de una dependencia para conducirlos a otra, quizás más férrea que la anterior. Esas palabras de Hanna Arendt se corroboraron con el proceso revolucionario cubano de 1959. Se trata de una tesis de un valor tan universal que asume carácter de generalidad filosófica. La misma, tan sencilla como compleja, consiste en que todo proyecto social que conciba a la persona humana como medio y no como fin, además del daño antropológico que produce está condenado al fracaso.

En enero de 1959 el Presidente Provisional, Manuel Urrutia Lleó hizo pública la designación de Fidel Castro como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. En el Consejo de Ministros, integrado conjuntamente por figuras procedentes de las luchas armada y cívica, José Miró Cardona ocupó el cargo de Primer Ministro. En febrero, al sustituirse la Constitución de 1940 por la Ley Fundamental del Estado Cubano, al Primer Ministro se le confirieron las facultades de Jefe de Gobierno y al recién creado Consejo de Ministros las funciones del Congreso. Unos días después Fidel Castro sustituyó a José Miró Cardona, con lo cual los cargos de Primer Ministro y Comandante en Jefe quedaron depositados en la misma persona.

La Revolución a la vez que implementó un conjunto de medidas de beneficio popular, desechó la cultura institucional, política y económica existente y procedió a “resolver” de forma inmediata los problemas heredados por un camino inviable: la concentración del poder y de la propiedad, y el secuestro de las libertades ciudadanas.

El filósofo y ensayista español, José Ortega y Gasset, alertaba que los mayores peligros que hoy amenazan a la civilización son la estatificación de la vida, el Intervencionismo del Estado, la absorción de toda espontaneidad social por el Estado; es decir, la anulación de la espontaneidad histórica, que en definitiva sostiene, nutre y empuja los destinos humanos, lo que se resume en la tesis de Benito Mussolini: “Todo por el Estado; nada contra el Estado”.

Ese proceso -en el que la sociedad civil fue barrida y su lugar ocupado por las asociaciones creadas como auxiliares del poder- no se puede comprender al margen del diferendo entre el Gobierno cubano y las administraciones norteamericanas. El diferendo fue utilizado en nombre de la soberanía popular para solapar las contradicciones entre Estado y sociedad y disimular la inviabilidad de un modelo ineficiente, pero ante todo para secuestrar las libertades ciudadanas. Decía Rousseau que: “Aun admitiendo que el hombre pudiera enajenar su libertad, no puede enajenar la de sus hijos, nacidos hombres y libres. Su libertad les pertenece, sin que nadie tenga derecho a disponer de ella”.

La duración de ese modelo ha sido tan prolongada que la gran mayoría de los cubanos vivos no conocieron otra opción que el socialismo totalitario, donde la política, la economía, la cultura y la sociedad quedaron monopolizadas por el Estado, el Estado por un Partido, y el Partido por una élite bajo el mando de un Comandante en Jefe: Un modelo que si ayer satisfizo a una buena parte de nuestros abuelos, hoy no satisface a sus hijos, mucho menos a los nietos y biznietos.

Una posible salida

A pesar de contar con tan rica fuente de pensamiento, los acontecimientos posteriores a 1952 condujeron al pasado; un retroceso inexplicable si se ignora la importancia de la formación ética y cívica de los cubanos, para lo cual, de entre muchos pensadores que se preocuparon y ocuparon de esas deficiencias, cito a los seis siguientes:

Félix Varela y Morales (1778-1853), el primer cubano que comprendió la necesidad de cambios en la forma de pensar, al asumir la dirección de la Cátedra de Constitución en el seminario San Carlos introdujo la ética en los estudios sociales y políticos como portadora del principio de la igualdad de todos los seres humanos y fundamento de los derechos sobre los cuales se erigen la dignidad y la participación ciudadana.

José de la Luz y Caballero (1800-1862), quien entendió la política como proceso y se pronunció contra la inmediatez. Desde esa visión estableció una relación entre educación, política e independencia y concibió el arte de la educación como premisa de los cambios sociales. Su mayor énfasis recaía en la convicción de que la libertad era el alma del cuerpo social, sin más freno que la razón y la virtud.

José Julián Martí Pérez (1853-1995), el más alto pensador político del siglo XIX cubano, se trazó la misión de conducir el inconcluso proceso independentista. Para ello estableció una relación eslabonada entre partido, guerra y república, donde esta última era forma y estación de destino; a diferencia de la guerra y del partido concebidos como eslabones mediadores para arribar a ella. En su visionario artículo, La futura esclavitud, dijo: “si los pobres se habitúan a pedirlo todo al Estado, dejarán de hacer esfuerzo por su subsistencia y que como las necesidades públicas vendrían a ser satisfechas por el Estado, los funcionarios adquirirían una influencia enorme y de ser esclavo de los capitalistas iría a ser esclavo de los funcionarios”. Pensamientos que remató con aquel ideal tan lejano aún: yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre.

Enrique José Varona (1849-1933) En Mis consejos, escrito en 1930, se quejaba de que la República había entrado en crisis, porque gran número de ciudadanos han creído que podían desentenderse de los asuntos públicos. Este egoísmo –decía– cuesta muy caro. Tan caro, que hemos podido perderlo todo. Convencido de esas deficiencias comprendió que había que aprender de otro modo y a ello se dedicó, a la enseñanza para formar ciudadanos.

Fernando Ortiz Fernández (1881-1969) en La crisis política cubana: sus causas y sus remedios (1919), destacó nuestras limitaciones: “la falta de preparación histórica del pueblo cubano para el ejercicio de los derechos políticos; la incultura en los dirigidos que les impide apreciar en su justo valor a los hombres públicos; la cultura deficiente en las clases directoras, que impide refrenar sus egoísmos y hacerlos compaginables con los máximos intereses de la nación; la desintegración de los diversos elementos sociales en razas y nacionalidades, de intereses no fundidos en un ideal supremo nacional”.

Y Jorge Mañach Robato (1898-1961), al referirse a las desavenencias permanentes entre cubanos, dijo: “Cada persona tiene su pequeña aspiración, su pequeño ideal, su pequeño programa; pero falta la aspiración, el ideal, el programa de todos; aquella suprema fraternidad de espíritus que es la característica de las civilizaciones más cultas. Y añadió, el individualismo inhíbito en nuestra raza hace a cada uno quijote de su propia aventura. Los esfuerzos de cooperación generosa se malogran invariablemente. Los líderes desinteresados no surgen. En los claustros, en los gremios intelectuales, en las academias, en los grupos, la rencilla cunde como la yerba mala por los trigales de donde esperamos el pan del espíritu. Todo es un quítate tú para ponerme yo”.

El análisis realizado devela un conjunto de enseñanzas útiles para cualquier proyecto dirigido a superar la situación en que la sociedad cubana está sumida. Me refiero al camino para transitar hacia a una sociedad menos imperfecta que la actual. Y demuestra que la primera y más importante labor radica en la formación del ciudadano, de virtudes cívicas, aquella tarea que el Padre Félix Varela inició hace casi dos siglos, que siempre fue conducta de minorías y que aún hoy es asignatura pendiente. Se impone su formación para aprender a vivir en libertad y una educación en la responsabilidad social.

Lo más importante de las enseñanzas anteriores es que la participación pública responsable en los destinos del país requiere la existencia del ciudadano, un concepto inexistente en el mapa político cubano actual.

Las libertades fundamentales tienen que ser reincorporadas. Su implementación, aunque se inicie de forma gradual, su carácter indivisible se impondrá por una sencilla razón: si los derechos civiles y políticos constituyen la base para participar en la vida pública, los derechos económicos, sociales y culturales son determinantes para el funcionamiento de la sociedad y los derechos colectivos de toda la humanidad son necesarios para conservar la vida y el planeta. Cada una de esas generaciones de derechos garantiza un aspecto particular y las tres en su conjunto constituyen el sostén del reconocimiento, respeto y observancia de las garantías jurídicas para su ejercicio.

Si aceptamos que el grado de evolución de un sistema social depende del grado de evolución de sus habitantes, tenemos que aceptar, nos guste o no, que los cubanos, como personas, hemos cambiado muy poco y en algunos aspectos hemos retrocedido. Se imponen, pues, cambios en la persona. Por todo ello, parafraseando el concepto de acción afirmativa, en Cuba se impone una acción educativa, en cuya ausencia habrá cambios, como los hubo siempre, pero no los cambios que la sociedad requiere.

Por tanto, esa posible y necesaria salida de la crisis actual pasa por que cada cubano ocupe y haga uso de la cuota política que le corresponde. Para ello, el restablecimiento gradual de los derechos fundamentales de la persona humana debe acompañarse de un programa de formación ciudadana que sirva de fundamento a los cambios al interior de la persona, sin los cuales las reformas en la economía y la política tendrán muy poco valor, como lo han tenido los que se implementaron tanto durante la República hasta 1958 y los que se implementaron después de la revolución de 1959.

 


Dimas Cecilio Castellanos Martí (Jiguaní, 1943).
Reside en La Habana desde 1967.
Licenciado en Ciencias Políticas en la Universidad de La Habana (1975), Diplomado en Ciencias de la Información (1983-1985), Licenciado en Estudios Bíblicos y Teológicos en el (2006).
Trabajó como profesor de cursos regulares y de postgrados de filosofía marxista en la Facultad de Agronomía de la Universidad de La Habana (1976-1977) y como especialista en Información Científica en el Instituto Superior de Ciencias Agropecuarias de La Habana (1977-1992).
Primer premio del concurso convocado por “Solidaridad de Trabajadores Cubanos, en el año 2003.
Es Miembro de la Junta Directiva del Instituto de Estudios Cubanos con sede en la Florida.
Miembro del Consejo Académico del Centro de Estudios Convivencia (CEC). Cuba.

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