La realidad cubana: la observamos desde la luneta o nos decidimos a subir al escenario
Por Juan Carlos Fernández Hernández
Desde muy temprana edad el teatro me ha conquistado. La acción recíproca que se alcanza entre artista y público es algo que ni el cine ni la televisión podrán lograr jamás. La complicidad que subyace entre las tablas y las lunetas no puede ser superada por los más avanzados progresos tecnológicos. Quien está allá arriba es una persona de carne y huesos y nos representa en su drama a muchos de los que, cerca de él (ella), observamos, con el alma desnuda ante una sala repleta de encuentros, dramas, transgresiones y cuanto sentimiento nos toque. El teatro para mí es la representación en un espacio minimalista de los grandes conflictos humanos, y estar entre un centenar de personas que disfrutamos, sufrimos y amamos todos estos dilemas en un lapso, relativamente breve, no tiene precio.
La puesta compleja u obra grupal
Siempre me han fascinado las obras que contienen varios, muchos personajes, pues en ellas, pienso, se dan con mayor fuerza los conflictos de la persona tal cual, en los textos que se declaman por los actores, en lo que se conoce como “el arte de la palabra”. Sin embargo, el texto no agota el hecho teatral, pues también las complejidades se encuentran en la mímica, la expresión corporal, la danza, la música y hasta en todo el andamiaje escénico que se utiliza en la puesta en escena. En el teatro moderno esto constituye un todo orgánico que siempre se nos muestra transformable, móvil. Nada es estático y rígido, ahí está el encanto, la obra siempre puede cambiar. Cuando todo eso se despliega con talento, cada personaje es una obra dentro de otra, es parte, esencia; por muy pequeño que sea su papel, es importante, sin él o ella la obra no puede ser representada, tienen que estar todos para que sea un éxito.
El monólogo
Pero existe dentro de la dramaturgia teatral un género que en verdad me angustia, y sé por qué no cuenta, a lo mejor, con muchos adeptos, es el monólogo. Ver a una persona reflexionando, haciendo brotar sus pensamientos, ideas y emociones a desconocidos es, a mi modo de ver, lo más cercano a la vida de cualquier ser humano. Nuestras acciones, como en un monólogo, surgen introspectivamente, desde nuestra individualidad, estamos solos ante ellas pero con la opción de compartirlas con los demás. Este punto, para mí central, es el que salva el declamar en solitario: tener en cuenta al otro, hacerlo partícipe de sus alegrías, penas, ideas, etc. Disfruto desde el Hamlet de Shakespeare en su famoso “Ser o no ser” hasta Osvaldo Doimeadiós en su “Aquí todo el mundo @roba”. Viajo placentero al ver a la persona dar rumbo a su vida. Aunque me angustia la soledad del protagonista y llega a aburrir, sigue siendo un lunar solitario en el escenario.
El soliloquio
Pero esto puede ponerse peor cuando el monólogo se convierte en soliloquio que, al igual que en el anterior, el artista habla consigo mismo pero con la gran diferencia que a este no le importa la comunicación con el público. Allí se está para escuchar y nada más, al actor no le interesa nada más que ser escuchado sin importarle que lo que diga no despierte interés o simplemente no lo entiendan. El soliloquio es extremadamente egocéntrico y excluyente, no piensa en los otros, solo en sí mismo. El mundo, tanto físico, como emocional y espiritual tiene un solo componente: él.
Nuestra realidad: pasarles página al aburrido monólogo y al egoísta soliloquio para insertarnos en la obra de todos
Pronto nuestro país cumplirá ¡cincuenta y cinco! años de un monólogo que desde hace demasiado tiempo se convirtió en soliloquio. Hasta su pronunciación nos suena fea al oído, por Dios… ¡¿cómo se puede declamar lo mismo durante medio siglo?!Sin tener en cuenta que en esta obra, que por cierto no es teatro, sino la vida real de millones de cubanos, todos queremos y tenemos el derecho de ser protagonistas.
Un país no alcanza la prosperidad, la sustentabilidad y el bien de todos con un solo discurso o accionar. Al respecto los obispos católicos cubanos nos lo recordaban en la reciente carta pastoral: “La esperanza no defrauda”. En ella, entre otras cosas, nos decían que “la mejor manera de lograrlo es teniendo en cuenta los justos intereses de cada grupo humano o región que compone nuestra sociedad”(1).
Ha transcurrido más de medio siglo y sigue habiendo una sola obra en la cartelera “oficial” con un solo protagonista que transmuta en diferentes personas que declaman el mismo parlamento, por tanto lo que cuenta es el cuento: todos dicen lo mismo para sí mismos, es el bostezo a toda mandíbula y, para llenar la copa, no querer ver que hay otros, que son ya muchos, que piden y esperan se les otorgue su espacio para hacer su propia interpretación.
Pero, para bien de Cuba, existen otros actores, gracias a Dios, que no han esperado que se les otorgue lo que por derecho les pertenece y, con todas las limitaciones y censuras/represiones, se han hecho de pequeños pero importantes espacios en el escenario cubano exponiendo sus proyectos y obras. Poco importa que sea un platanal en un traspatio, un apartamento en Nuevo Vedado o Alamar, en lo queda de un patio confiscado o en sala de una casa colonial, donde sea y como sea, nunca mejor dicho, se monta el escenario y se pone el corazón en la puesta. Para amar no hay que pedir permisos. La citada Carta Pastoral lo reconoce por primera vez en medio siglo (párrafo 31 y 32).
Esto nos demuestra que Cuba es plural y diversa en todos los sentidos y que en nuestra sociedad hay una creatividad incesante. Y quiéranlo o no, estas obras, muchas de ellas de pequeño formato y otras no tanto, son apreciadas por más personas cada vez, dado el simple hecho de que son incluyentes y tratan por todos los medios de mantener y potenciar una constante interacción con su público a través del razonamiento, la polémica, la interlocución, el diálogo y cuanto sustantivo invite y nunca fuerce. Por tanto su elenco crece por día. Poco a poco, los que nada más observaban, van perdiendo “el miedo escénico” y suben al imaginario tablado a convertirse en protagonistas de su propia historia y la de la Nación, parafraseando al querido Juan Pablo II en su visita a tierras cubanas; cada uno con los talentos que posee e invitando a otros a integrar el elenco de la obra que desee y el papel que mejor lea siente. Todos pueden aportar.
Ya lo decía el Santo Padre Francisco en su reciente visita a Brasil: “Cuando los líderes de diferentes sectores me piden un consejo, mi respuesta es siempre la misma: diálogo, diálogo, diálogo. El único modo de que una persona, una familia, una sociedad, crezca; la única manera de que la vida de los pueblos avance es la cultura del encuentro, una cultura en la que todo el mundo tiene algo bueno que aportar, y todos pueden recibir algo bueno a cambio”(2).
Hoy más que nunca necesitamos interiorizar y llevar a la práctica este sabio consejo. El monólogo y el soliloquio tienen su espacio en el teatro y, aún allí, con medida, porque ambos tienen, en mi opinión personal, la fatal característica de ser unipersonales.
Libertad, inclusión, respeto, tolerancia, diversidad, cambio: estas son las obras que Cuba precisa. Ya la están protagonizando muchos, pero necesita de todos para su plenitud. Esta es la obra grupal, comunitaria, personalista, donde nadie está solo y al mismo tiempo nadie se disuelve en la masa, por el contrario, crecemos mucho más porque en esta obra todos encontramos nuestro papel.
Bibliografía
1. Carta Pastoral de los Obispos Católicos de Cuba “La esperanza no defrauda” (18), p. 5.
2. Discurso del Papa Francisco a la clase dirigente de Brasil, 27 de julio 2013, en la Jornada Mundial de la Juventud.
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Juan Carlos Fernández Hernández (Pinar del Río, 1965).
Fue Co-responsable diocesano de la Hermandad de Ayuda
al Preso y sus Familiares de la Pastoral Penitenciaria de la Diócesis de Pinar del Río.
Miembro del Equipo de trabajo de Convivencia. Animador de la sociedad civil.