Por Miriam Celaya González
En apenas un lustro, los cubanos hemos estado asistiendo a un proceso de agudización extrema de la crisis socioeconómica y política del país, inmersos en lo que constituye una coyuntura nacional e internacional extremadamente compleja. Si bien hasta hace apenas unos años hubiese sido posible aliviar las dificultades y mitigar potenciales conflictos a partir de la aplicación de algunas razonables medidas económicas, con estrategias encaminadas a la obtención de resultados positivos a mediano plazo, la situación actual requiere de una intervención mucho más profunda que las pocas reformas decretadas desde la cúpula del poder y consagradas durante la celebración –igualmente tardía– del VI Congreso del único partido legal; reformas estas, por demás, tímidas e insuficientes incluso para los efectos de la economía propiamente dicha.
La crisis estructural cubana alcanza hoy tanto a la economía –en franco estado de quiebra– como a la sociedad en su conjunto y a la política, incluidas en este último rubro tanto la política oficial –demostradamente incapaz de satisfacer las demandas actuales ni de proponer un modelo viable–, como las propuestas alternativas generadas desde la oposición, habida cuenta de la falta de articulación por parte de estas, de programas coherentes, abarcadores e inclusivos, aptos para movilizar de manera decisiva un suficiente número de actores sociales. Es justo reconocer en este punto que la acción opositora gestada desde los inicios de los 90’ del pasado siglo, tuvo la responsabilidad (y el mérito) de quebrar el mito de la “unanimidad” política en Cuba y forzó al gobierno a admitir la existencia de sectores contrarios al sistema. Sus modestos avances no son desdeñables en condiciones de totalitarismo, en un marco extremadamente hostil y frente a un adversario que, aún en ausencia de argumentos, posee todos los medios de difusión y los instrumentos represivos idóneos para impedir el fortalecimiento de las manifestaciones de disidencia interna.
El problema de la unidad
Uno de los temas más recurrentes a propósito de las limitaciones que han atentado contra el avance de la oposición en Cuba en los últimos diez años, se centra en lo que muchos han dado en llamar “falta de unidad”, entendida esta como la incapacidad de los partidos opositores para generar proyectos comunes con suficiente poder de convocatoria que signifiquen una apuesta política de importancia frente al gobierno. El gobierno, por su parte, señala “la ausencia de arraigo social” de los movimientos y partidos opositores como un signo inequívoco del apoyo popular a la revolución, como si la existencia de un régimen totalitario –con toda su concentración de poder y las implicaciones que eso significa– no fuera ya, por sí misma, un sólido obstáculo para el establecimiento de puentes de comunicación entre cubanos con aspiraciones y propuestas alternativas al sistema.
La actualidad de la Isla, sin embargo, después de la experiencia de medio siglo de fracasos por parte de un sistema demostradamente ineficaz y tras muchos años de existencia de grupos opositores –que, si bien han ofrecido un ejemplo de resistencia y civismo sobreviviendo en condiciones adversas, tampoco han podido constituirse como una opción a tomar en cuenta por el gobierno ni por la sociedad–, ha llegado a un punto clímax que impone retos por igual a todos los cubanos. Cambiar no es hoy una opción, sino una necesidad imperiosa que contiene en sí la clave de la supervivencia de la nación y no solo de la permanencia de un sistema, o del éxito de un partido, o de propuestas ideológicas o políticas de cualquier tendencia.
En la presente coyuntura, urge el análisis de varios factores consustanciales a un eventual proceso de cambios para Cuba, que –sin la intención de constituir “la solución” de nuestra circunstancia– podría contribuir a la construcción de un consenso que tienda a la inclusión de intereses de todos los sectores sociales y no solo de una parte de estos; es decir, se impone potenciar la acción a través de la unión de los cubanos alrededor de propuestas esencialmente cívicas, sin matices ideológicos o puramente políticos, teniendo en cuenta que las ideologías constituyen puntos de ruptura de los consensos básicos, indispensables para ofrecer una alternativa social sólida al gobierno.
Es obvio que una realidad tan compleja y crítica como la de Cuba nos impone partir de una apreciación lo más objetiva posible, dejando de lado tanto los apasionamientos sectarios como las enojosas exclusiones que, tarde o temprano, tienden a provocar radicalizaciones extremas y discordias de consecuencias impredecibles. El “problema cubano”, por así llamarlo, es sistémico y acumulativo, concurren en él múltiples componentes, obedece a causas de diversa índole y es preciso considerar también que, si bien es cierto que las raíces de nuestros males actuales se afianzan en la esencia totalitaria del régimen, este, por sí solo, no podría constituir elemento único y suficiente para provocar la crisis general que hoy nos asfixia. A diferencia del disfrute de los “beneficios” en un país parcelado y repartido como un botín entre la reducida pero poderosa casta gobernante, la responsabilidad por la situación actual nos corresponde a todos en alguna medida y es así que todos debemos sentirnos convocados a revertirla.
Por otra parte está la carencia de fuerzas sociales debidamente organizadas, incluso, dentro de las filas de la oposición. Sucesivas tentativas de “unidad” desde diversos partidos opositores han desembocado en rotundos fracasos, demostrando que no se pueden lograr alianzas amplias y efectivas en base a ideologías. Los eventos de pactos o proyectos colectivos han tenido una existencia efímera y precaria, hasta agotarse sin haber alcanzado consistencia. Es axiomático que la sociedad cubana no está en condiciones de asumir el reto de elegir ideologías, pero puede, en cambio, unirse en el interés general de construir una democracia, con los limitados espacios de libertad con que contamos, que conduzcan de manera gradual y natural al surgimiento de partidos políticos y otras asociaciones. Solo después de esa metamorfosis inicial, convertirnos de esclavos en ciudadanos, los cubanos estaríamos preparados para dedicarnos a la política definiendo nuestras preferencias ideológicas.
Resulta oportuno en este aspecto recordar cuánta responsabilidad corresponde a los ciudadanos, individual y socialmente, para llegar a lograr un equilibrio político estable y duradero, bienestar económico y un clima de paz social, cuestiones estas que no están en capacidad de garantizarnos en el momento actual ni el gobierno –con la crisis definitiva provocada por el fracaso del sistema– ni los partidos de oposición –con el desgaste producido tras dos decenios de accidentada existencia, la insuficiencia de alianzas o pactos y las numerosas y sostenidas emigraciones de muchos de sus miembros debido a las persecuciones políticas y a otras causas.
El problema del liderazgo
Las complicaciones del descalabro general del sistema requieren a su vez de soluciones igualmente sistémicas y complejas. Nuestra tradición histórica de inspiración caudillista –cuya tendencia a depositar la toma de decisiones trascendentales en manos de un líder mantiene una tenaz persistencia hasta hoy– ha sembrado en el imaginario colectivo la idea de la exaltación de las figuras por encima de la importancia y calidad de los pensamientos, e incluso, de la legalidad. Es este uno de los rasgos que han hecho posibles, no solo un enfermizo personalismo político, un voluntarismo extremo y toda una saga de violencia, golpes de estado y otras violaciones del orden constitucional; sino también la existencia y actual supervivencia de una dictadura que se ha prolongado por más de medio siglo a contrapelo del avance de las democracias regionales en pleno siglo XXI.
La experiencia cubana debiera habernos hecho comprender, al menos, que cuando no hay contrapartida cívica en una sociedad, el líder deviene dictador. Sin embargo, en medio de la peor crisis general de la última centuria, continúan los llamados a “unirse” en torno a nuevos líderes ideológicos o grupales, en lo que parece constituir una suerte de tribalismo político donde los individuos –cual si se tratara del apego a un equipo deportivo regional– parecen agruparse motivados por la simpatía personal que les despierta el “líder” y no por una clara conciencia de los programas e intereses que estos representan, así como de los compromisos que contraen. Más aún, son minoritarios los integrantes de partidos (incluyendo el oficial PCC) que dominan los fundamentos teóricos y filosóficos de las ideologías que los sustentan. La fe en el líder parece ser sostén suficiente a la hora de tomar partido, aclamar decisiones, casi siempre inconsultas, y suscribir documentos.
El atrincheramiento ideológico del gobierno se repite así también en los rasgos esenciales de los líderes de no pocos grupos opositores, cada uno de los cuales en su momento ha creído estar en condiciones de ofrecer la mejor solución, la piedra filosofal o el toque de Midas apropiado y suficiente para superar la crisis nacional, estableciéndose de esta forma la imposibilidad de alianzas y consensos incluso entre grupos de una misma o similares tendencias.
Otro peligro dentro de las alternativas opositoras con relación al liderazgo es la marcada propensión al establecimiento de “plazas fijas”, hasta tal punto que algunos grupos o partidos son identificados más por la figura que lo encabeza que por las propuestas que ofrecen. Generalmente no se habla del partido o grupo “tal”, sino del partido “de” alguien; lo que sugiere falta de madurez y de consolidación política, además de reflejar la ausencia de prácticas democráticas en el seno de los mismos.
Lo expuesto hasta aquí no pretende negar la importancia del surgimiento de líderes, sino todo lo contrario. Los líderes con reconocimiento social, con prestigio, con un alto sentido de la ética, con vocación de servicio público y con ideas renovadoras son siempre piezas clave a la hora de movilizar voluntades. Todo proceso de transformación social ha traído consigo la presencia de liderazgos que muchas veces han influido decisivamente en los acontecimientos. La historia está llena de ejemplos de ello. La capacidad aglutinadora de los líderes, entonces, podría resultar un componente esencial para el impulso de una transición en Cuba, siempre que estos combinen un conjunto de virtudes indispensables para superar los vicios de la sociedad actual y, a la vez, sean capaces de anteponer los intereses cívicos nacionales por encima de las mezquindades y ambiciones personales. Líderes, en fin, que privilegien los derechos y el desarrollo de ese componente esencial de las democracias y que en Cuba constituye una verdadera rareza: el ciudadano.
El problema del monopartidismo
Lo ideal, en el caso cubano, sería el crecimiento de líderes de opinión que ayuden a preparar desde hoy a los ciudadanos de mañana, tarea que debe renunciar a las tentaciones de la inmediatez y de la improvisación –características consustanciales a la cubanidad – y que no puede concentrarse en las manos de un líder de aliento mesiánico o en la urdimbre estrecha de un partido. Sin desdeñar ni excluir ningún elemento del variado espectro de la disidencia que ha desarrollado su labor hasta la actualidad, desde los partidos políticos hasta los grupos cívicos independientes y el periodismo alternativo en todas sus variantes, la formación ciudadana constituye un paso previo ineludible si se aspira a tener éxito en un proceso de cambios y transición democrática. Esto no significa proponer una “espera” que implique postergar el proceso, sino simultanear la formación ciudadana con acciones positivas para fomentar la expansión de espacios cívicos independientes y el interés social en programas alternativos, sean o no propuestas políticas. Asumiendo la democracia en un sentido amplio, el concepto de “ciudadano” no solo es su pilar esencial, sino que supera con creces el estrecho marco ideológico.
Es sabido que un partido político, ya sea el oficial o cualquiera de los que existen en la oposición, no es capaz de representar por sí solo la amplia diversidad de intereses y matices de toda la sociedad en su conjunto. Ergo, todo partido político que se considere representante elegido de los cubanos o síntesis de la democracia nacional, incurre en una flagrante violación de los derechos civiles y políticos de aquellos a los que en principio pretende representar.
En realidad, de cara a un proceso de cambios, la presunción de protagonismo por parte de cualquier partido sería tan descabellada como el fraudulento y disparatado supuesto de que el partido comunista es heredero del ideal martiano o continuador de la tarea unificadora del Partido Revolucionario Cubano, argucia con la cual el gobierno procura justificar el absurdo monopartidismo. La estafa ideológica ha sido tan magnificada y repetida, que casi todos los cubanos ignoran que el partido fundado por el Apóstol para organizar y dirigir la guerra definitiva por la Independencia no contenía en sus bases ni en sus objetivos ningún elemento ideológico, más allá de las aspiraciones separatistas de sus animadores, ni mucho menos suponía la intención de constituirse en “partido único” de los cubanos una vez lograda la independencia.
El reciente VI Congreso del Partido Comunista no ofreció las soluciones esperadas por los más optimistas; en cambio, dejó claramente demostrados los intereses gubernamentales de retener el poder a toda costa y al precio que tenga que pagar la nación. Nada tiene que ofrecer este gobierno a nuestro futuro, salvo saldar la deuda infinita de frustraciones contraída con los cubanos. Su tiempo finalmente ha pasado; es la hora de los ciudadanos. El verdadero desafío en la Cuba actual es, entonces, lograr uniones estratégicas basadas, no en programas ideológicos o puramente políticos, no en líderes o figuras; sino en intereses generales capaces de movilizar opiniones y acciones de amplios sectores sociales. El sentido común indica que la solución de nuestros problemas de hoy no consiste en la sustitución de un caudillo por otro o de un partido por otro, sino en la búsqueda de un programa común amplio, consensuado, incluyente, desideologizado e integral, capaz de superar gradualmente la aguda e irreversible crisis sistémica. Para ello, habrá que fomentar alianzas fundadas en principios cívicos esenciales, con un profundo compromiso ético y de servicio público como premisas imprescindibles. Es una tarea verdaderamente titánica en una sociedad tan dividida y moralmente arruinada, pero es la vía más segura para una transición efectiva y una paz social permanente.
Miriam Celaya González.
Bloguera cubana. Colaboradora de la Revista Voces