Este texto es fruto de la colaboración entre el Centro de Estudios Convivencia y GAPAC.
Introducción
En uno de sus textos más conocidos, Giovanni Sartori (1993) lleva a cabo un sugerente análisis acerca del impacto de la televisión en el panorama epistémico de las sociedades actuales, a las que define como teledirigidas, debido a una presumible dependencia entre la formación de la opinión pública contemporánea y la imagen televisada. Más allá de otras consideraciones –en ocasiones polémicas– Sartori recupera tres importantes categorías para someter a examen la calidad de la información televisiva, a saber: desinformación, subinformación y pseudoacontecimientos.
Como menciona nuestro autor, tales tres nociones se hallan interrelacionadas en una suerte de porosidad desde la cual se co-implican y, a veces, se confunden (Sartori, 1993). Sucede lo anterior puesto que unas y otras refieren, básicamente, a información de poca sustancia en su hechura, contenido y presentación ante los públicos. Así, el fenómeno de la subinformación tendría que ver con cierto tipo de información que no informa, debido a su carácter insuficiente y empobrecedor (Sartori, 1993). La desinformación, por su parte, consiste en información distorsionada, en “dar noticias falseadas que inducen al engaño” (Sartori, 1993, p. 80), mientras que los pseudoacontecimientos no son más que eventos prefabricados “para la televisión y por la televisión” (Sartori, 1993, p. 83).
Desde semejante punto de vista son fácilmente observables las ligaduras entre los conceptos anteriores. Una noticia cuyo contenido ha sido reducido al mínimo, omitiendo elementos de primer orden en el desarrollo de algún acontecimiento, además de subinformativa, se torna al mismo tiempo desinformativa, puesto que, debido a la pobreza o parcialidad en la narración de los hechos, podría reflejar visiones que no corresponden precisamente al suceso en boga. De igual forma, los pseudoacontecimientos no parecen ser otra cosa que cierto tipo de expresión desinformativa que induce al engaño a través de la imagen, así como subinformativa cuando su prefabricación consiste en omitir o invisibilizar la totalidad del acontecimiento.
En el presente ensayo asumimos una clase de efecto boomerang respecto de Sartori. Mientras que nos acercamos a su propuesta de articulación de los fenómenos subinformativo y desinformativo, optamos por recuperar una noción más contemporánea del término desinformación, el cual enfatiza el carácter deliberado de este acontecimiento frente a las reservas sartorianas respecto de su ocasional inconsciencia.[1] De igual forma, mientras que compartimos con el pensador italiano la preocupación por el efecto de la opinión pública en el entramado de las democracias, cuestionamos su enfoque restrictivo de los medios de comunicación, el cual otorga preponderancia a la información televisada.
Nuestro texto asume, en efecto, un análisis práctico de la desinformación como arma política. En este sentido, sostenemos que la proliferación de medios de comunicación digitales, así como el ascenso de potencias adversas al así denominado mundo basado en reglas, han revivido la disputa informativa que, en tiempos de la Guerra Fría, buscaba incidir activamente en la percepción social sobre los bloques en pugna, con fines estrictos desestabilización. Mostraremos, a lo largo del ensayo, cómo el fenómeno desinformativo es de nueva cuenta una estrategia de Estado, para la cual se ponen en marcha ingentes recursos humanos, financieros y materiales, todos ellos orientados a moldear la opinión pública respecto de asuntos geoestratégicos.
Contrario a Sartori, haremos notar, pues, que la desinformación es, en cuanto arma política, un fenómeno hábilmente articulado, el cual no puede reducirse a los intereses de las cadenas televisivas nacionales y trasnacionales y a la indulgencia de unos cuantos comunicadores. Sino que responde a objetivos globales de autocracias como las de China y Rusia, quienes han diseñado medios de comunicación estatales, redes de activismo digital y estrategias varias para promover sus narrativas y desacreditar a las democracias occidentales desde distintos flancos. En este sentido, compartimos la idea sartoriana según la cual “la televisión [y, de manera más general, los medios de comunicación independientes y la libertad de expresión] penaliza a los países libres y protege a los países sin libertad en los que las dictaduras gobiernan matando” (Sartori, 1993, p. 90).
¿Retorno a la guerra política?
El fenómeno de la desinformación ha adquirido gran relevancia en nuestra época debido a la creciente disputa geopolítica entre potencias, el desarrollo de nuevas tecnologías y el auge de las redes sociales como espacio privilegiado de interacción digital. En este contexto, el término al que nos referimos suele vincularse con otras nociones, tales como fake news o mala información[2]–misinformation–. Si bien relacionados, estos últimos no pueden usarse indistintamente para aludir al fenómeno central al que nos referimos, el cual, dadas sus profundas implicaciones sociopolíticas, reclama un análisis por separado.
La desinformación es un fenómeno de larga data, con orígenes rastreables en el periodo de posguerra, cuando se volvió una práctica política profesional y para cuyo ejercicio se diseñaron agencias de inteligencia en países como Estados Unidos o la URSS (Rid, 2021). Entendida como una serie de estrategias para crear y difundir información falsa o incompleta –aunque verosímil y susceptible de ser aceptada por sus destinatarios–, orientada al debilitamiento o desestabilización de adversarios, la desinformación encontró sus expresiones más acabadas durante la Guerra Fría, bautizada como medidas activas por los soviéticos o guerra política por los norteamericanos.
Dentro de esta dinámica, sostiene Rid (2021), los medios predilectos para lograr las intenciones políticas de la desinformación –diseñadas desde amplios y especializados cuerpos burocráticos– consistieron en la división de naciones aliadas, la promoción de altercados entre miembros de un mismo grupo o partido y la erosión de la confianza ciudadana en instituciones clave. Esto, sin embargo, no siempre fue dirigido hacia el ataque de organizaciones o países contrarios, también contempló objetivos individuales, como la reputación de algún actor político relevante.
En nuestro tiempo, dada la división notoria entre el mundo democrático-occidental y su contraparte autoritaria[3], los fines de la desinformación parecen enarbolarse en un ataque hacia las sociedades abiertas (Rid, 2021), donde la semilla de la desconfianza –en la verdad de los hechos, las instituciones y los conciudadanos– pretende erosionar actitudes y prácticas liberales como el debate razonado, la democracia como sistema político o la convivencia pacífica entre individuos. Lo anterior se ha reforzado, además, con las herramientas digitales que otorgan a la desinformación una naturaleza renovada. Gracias al internet, el fenómeno en cuestión no solamente ha podido automatizarse con el fin de llegar a un público de proporciones insospechadas, sino que también logra encubrirse tras un buen número de contenidos en línea (Iosifidis & Nicoli, 2021).
Todo ello utiliza como instrumento a la “propaganda computacional” (Boyd-Barrett, 2020), la cual alberga en sí misma a un gran número de prácticas, como la filtración de información privada o convencional por medio del hackeo y el uso de bots con diferentes propósitos. Estos últimos, a través de los algoritmos y la automatización, diseminan información falsa en redes sociales como Twitter a una velocidad difícil de igualar para los seres humanos (Iosifidis & Nicoli, 2021).
El fenómeno desinformativo en la era digital contempla, además de bots, varios tipos de contenido, entre los que destacan las fake news, es decir, información falsa que se presenta en medios de comunicación con el fin de manipular la opinión pública, la cual puede tomar forma de contenido gráfico, textual o audiovisual. Con el desarrollo de la inteligencia artificial han aflorado, también, las deepfakes, material de audio o video falso, que con un gran toque de realismo imita la apariencia física de una persona, así como su voz y gestos. Las deepfakes son, pues, una representación más sofisticada y moderna de los pseudoacontecimientos televisivos (Sartori, 1993).
Contenido desinformativo de otra naturaleza puede encontrarse en infografías diseñadas por fake tanks o fake academia, think tanks espurios y conferencias o journals inexistentes desde donde pretende darse credibilidad a la información falsa. Los memes, por otra parte, han sido el instrumento privilegiado para viralizar fake news, dada su afinidad con el gran público, la facilidad para difundirlos y su diseño breve y conciso (Iosifidis & Nicoli, 2021).
Ejemplos de aquellos fake tanks pueden encontrarse en el Global Research Centre for Research on Globalization, cuyas publicaciones están por completo dirigidas al ataque de la política exterior estadounidense, las decisiones geoestratégicas de los países occidentales y el respaldo a la guerra en Ucrania. Los encabezados de dichos informes resultan desde el inicio llamativos, por ejemplo, un texto a cargo Manlio Dinucci –quien también publica en plataformas digitales de contenido en español con base en México– se intitula Preparing to Wage a Nuclear War? Nuclear Attack F-16 Fighters to Ukraine. Mientras que podemos encontrar libros electrónicos como el de Michel Chossudovsky, intitulado The Globalization of War. America’s “Long War” against Humanity.
Lo mismo sucede con la Strategic Culture Foundation, descrita como “una plataforma para el análisis, investigaciones y comentarios de políticas exclusivos sobre asuntos euroasiáticos y globales” (Strategic Culture Foundation, s/f). Dicha plataforma ofrece, además de artículos de análisis, una serie de infografías, entrevistas y videos que buscan desacreditar a Occidente. Entre tales publicaciones encontramos encabezados como The West Continues to Dominate the Global Arms Trade, o la entrevista a Scott Ritter NATO Is a Suicide Pill for the World… Pray That Russia Wins.
Ahora bien, no todos los medios que sirven para la desinformación son diseñados con una visión explícita de guerra política y desestabilización. Es común que contenidos generados con fines de desinformación sean compartidos de manera inocente, es decir, sin intención de participar en esos propósitos, fenómeno al cual se ha denominado misinformation. En cuanto difusor, no obstante, resulta conveniente para el correcto funcionamiento y éxito de la desinformación. Se trata en consecuencia de un caso específico en donde la estrategia desinformativa adquiere un carácter no deliberado, tal y como proponía Sartori (1993).
En el mismo sentido, los agentes desinformativos pueden carecer de objetivos políticos. De ahí que Iosifidis & Nicoli (2021) distingan entre creadores oficiales y no oficiales de la desinformación. Los primeros, suelen ser financiados desde organismos gubernamentales y actores conscientes de una guerra informacional que pretenden distorsionar la opinión sobre la política exterior o doméstica de un país, con el fin de alcanzar algún beneficio estratégico. Los actores estatales son el agente predilecto de esta clase de iniciativas (Iosifidis & Nicoli, 2021).
Los actores no oficiales, por su parte, son comúnmente asociados a granjas de trolls ubicadas en zonas tan disímiles como Macedonia, México, Arabia Saudita o Turquía. Asimismo, destacan las actividades realizadas por la Internet Research Agency (IRA)[4], una corporación financiada por el Estado ruso mediante la cual cientos de trolls llevaban a cabo tareas de desinformación en medios digitales, entre las cuales destacó su activismo durante las elecciones estadounidenses de 2016, o bien, la difusión de fake news y deepfakes sobre la guerra en Ucrania. En este último punto, la estrategia de la IRA consistió en articular una red de perfiles encargados de compartir masivamente contenidos favorables a la política exterior de Putin, por medio de plataformas como Twitter, Tiktok e Instagram.
De acuerdo con Silverman & Kao (2022), el entramado de trolls putinistas está compuesto por sesenta cuentas de Twitter, más de cien en Tiktok y al menos siete en Instagram. El despliegue de su actividad digital tuvo como punto álgido los días que siguieron al inicio de la invasión en Ucrania, entre febrero y marzo de 2023, cuando produjeron más de 400 posts diarios, dirigidos a justificar la ofensiva rusa como producto de la expansión de la OTAN y la supuesta proliferación de organizaciones neonazis en el Este ucraniano.
Notamos que la desinformación sigue el mismo cauce que le fue impuesto en la Guerra Fría. Las medidas activas consagradas a la desestabilización con fines políticos continúan vigentes y, aunque quizá con mayor encubrimiento debido a la sofisticación tecnológica, siguen dando cuenta de los intentos, ahora desde las autocracias globales, por aumentar su influjo en los países democráticos y sus sociedades abiertas.
China y Rusia a la cabeza
Es evidente con lo antes dicho que una ola cada vez más creciente de desinformación amenaza a las democracias occidentales. Con Rusia y China a la cabeza, este fenómeno no opera únicamente por medio de la desestabilización directa, como sucedió en el ampliamente documentado caso de la interferencia rusa en las elecciones norteamericanas de 2016, sino que ha adquirido formas más incisivas, destinadas a sembrar el descrédito y la desconfianza en las sociedades liberales, al tiempo que aumenta en ellas la influencia de las fuerzas autocráticas.
Ambos flancos, China y Rusia, se caracterizan por articular una estrategia comunicacional que comienza por el control de los medios de información nacionales y las restricciones a la libertad de expresión en sus propios territorios. Prueba de ello ha sido la declaración conjunta sino-rusa sobre la “internacionalización de la gobernanza del internet”, en donde Xi Jinping y Vladimir Putin sugieren que el dominio de la red debe ser potestad de los Estados soberanos (Bandurski, 2022).
Hacia el exterior, los ataques desinformativos se diversifican, esencialmente, debido a la posición geográfica de cada país y sus zonas de influencia más próximas. En este sentido, Rusia encuentra en la región poscomunista un espacio ideal para diseminar información falsa que busca fortalecer narrativas nacionalistas y de supuestos valores comunes, debido al pasado soviético compartido. En países como Serbia, por ejemplo, Rusia ostenta un dominio importante de los medios de comunicación (Iosifidis & Nicoli, 2021).
Particularmente relevantes para la desinformación rusa son también los países bálticos, en razón de su cercanía y el interés de Putin por reducir la influencia europea y de la OTAN en dicha zona –cuya filiación, tras el inicio de la guerra en Ucrania, parece ser estrictamente euroatlántica–. Ahí, la Federación Rusa utiliza una plétora de medios de comunicación en la lengua local de cada uno de esos países –Lituania, Letonia y Estonia– para conseguir sus objetivos, casi siempre relacionados con promover una imagen negativa de Ucrania como un estado ficticio o controlado por los intereses occidentales (Iosifidis & Nicoli, 2021).
En el caso de la Unión Europea, Rusia tiene objetivos de desestabilización directa, al tratarse de un competidor geopolítico inmediato y uno de los principales socios de Estados Unidos en temas comerciales y de seguridad. Además de medidas desinformativas que incluyen, una vez más, el descrédito hacia Ucrania o la propagación de fake news como la supuesta realización de un referéndum para la anexión de Crimea, el gobierno ruso también ha procurado establecer lazos con agrupaciones radicales en Alemania, Austria e Italia (Iosifidis & Nicoli, 2021).
China, por su parte, orienta sus esfuerzos desinformativos a moldear una imagen de sí misma como una nación fuerte, estable y con liderazgo internacional (Roberts, 2020), hecho que busca contrastar con una presumible debilidad inherente a las democracias liberales. De ahí que, desde la República Popular China, se diseminen narrativas como la incapacidad de Estados Unidos y Europa para gestionar la pandemia del covid-19 y la ineficacia de las vacunas occidentales (Bandurski, 2022), así como la amplificación de noticias relacionadas los disturbios en el Capitolio luego de los resultados electorales de 2020.
Ahora bien, entre los objetivos de China no se encuentra solamente el mundo occidental, sino cualquier resquicio democrático que pueda encontrar en territorio propio. De tal forma, el uso de propaganda y la manipulación de las redes sociales también se orienta a deslegitimar movimientos cívicos como los de Hong Kong, acusándolos de responder a intereses extranjeros y ser promovidos desde Norteamérica. En el caso de Taiwán, sin embargo, una estrategia similar del Gobierno chino resultó infructuosa, al no conseguir influir en las elecciones de 2020 a través de los esfuerzos desinformativos para dañar la posición de la entonces candidata a la presidencia de la isla, Tsai Ing-Wen (Roberts, 2020).
Por otra parte, el Sur Global parece representar un espacio común en la propagación de desinformación sino-rusa. Dada su posición ambivalente con la política exterior occidental, su frágil integración al bloque euroatlántico o por considerarse en algunos casos una zona natural de influencia estadounidense, regiones como América Latina son hoy un lugar privilegiado para llevar a cabo estrategias desinformativas. Narrativas de multipolaridad, soberanía o antiimperialismo han permitido al Kremlin penetrar en Latinoamérica, respaldado por una maquinaria de medios informativos y redes autocráticas regionales, con el fin de “generar desconfianza en la democracia como la forma óptima de organización política […] y desafiar al liderazgo de Estados Unidos en la región” (Cilano Peláez & Puerta, 2022).
La estrategia desinformativa global
La cooperación sino-rusa en el ámbito de la guerra informativa se desarrolla dentro de un marco más general de entendimiento en temas estratégicos. No obstante, tras la pandemia del covid-19 y, más concretamente, el inicio de la invasión a Ucrania, los contenidos de desinformación rusa han sido adoptados, amplificados e, incluso, financiados por el Estado chino (Wintour, 2023), haciendo de la estrategia de desinformación un asunto clave de la relación entre ambos países
Tales acuerdos remontan a 2013, cuando Xi Jinping, en su primera visita oficial a Moscú, firmó un convenio de intercambio mediático entre la plataforma estatal de noticias rusa Voices of Russia –ahora Sputnik– y el brazo informativo del Partido Comunista Chino, People’s Daily Union. De manera análoga, en 2014 se establecieron relaciones entre dicho periódico y el canal de televisión antes conocido como Russia Today –RT–. Meses más tarde, en enero del 2015, se llegó a un acuerdo para el trabajo conjunto de RT y el portal oficial de noticias chino Xinhua (Bandurski, 2022).
Dirigidos y financiados desde el Kremlin, los contenidos de RT y Sputnik han logrado diseminarse por todo el mundo a través de plataformas en diferentes lenguajes. En virtud de ello, los medios aludidos se encuentran hoy en el centro de la estrategia global de propaganda rusa. Trabajan activamente para atraer enormes audiencias mediante relatos no siempre uniformes, encabezados sensacionalistas e información tendenciosa; aunque también debido a una oferta de noticias internacionales que, en regiones como Latinoamérica, no encuentra competidores (Rouvinski, 2020).
Los canales controlados desde Moscú, sin embargo, representan tan solo un elemento en el entramado desinformativo ruso, el cual termina de integrarse con las comunicaciones oficiales del gobierno –declaraciones y redes sociales–, medios y proliferadores no dependientes del Estado, así como estrategias variadas de desinformación cibernética, relacionadas con el hackeo, clonación o falsificación de sitios web (Global Engagement Center, 2020). La desinformación no es más monopolio de la televisión, como sugería Sartori (1993).
Los medios oficiales de desinformación involucran a funcionarios de jerarquía diversa, entre quienes destacan el ministro de Asuntos Exteriores, Serguéi Lavrov y el propio Vladimir Putin, responsables de promover en sus comunicaciones personales narrativas falsas, como el cerco militar impuesto por Occidente a Rusia a través de la OTAN, la preponderancia de grupos neonazis en el ejército ucraniano, o el desarrollo de armas químicas destinadas a usarse en la guerra con el respaldo de Estados Unidos.
Por otra parte, es posible encontrar, al margen de los funcionarios, “proliferadores independientes” (Global Engagement Center, 2020), es decir, todos aquellos agentes que se ciñen intencionadamente o por convicción a los intereses rusos. Relucen portales de noticias como el Times de Moscú; actores individuales como parlamentarios extranjeros, políticos de alto nivel[5], líderes de opinión e, incluso, influencers, quienes promueven una visión favorable de Rusia en sus propios países. En esta categoría también se encuentran medios oficiales de naciones aliadas –eminentemente, China e Irán–, los cuales expanden en su zona de influencia las narrativas del Kremlin (Global Engagement Center, 2020).
La estrategia desinformativa china, en cambio, involucra a una mayor cantidad de actores estatales y un despliegue más arduo de la maquinaria comunicacional en tierra propia, al orientarse bajo el principio de la soberanía nacional y su defensa frente a bastiones democráticos como Hong Kong o Taiwán. Para tales fines, el Partido Comunista Chino se sirve de cuerpos como el Ejército Popular de Liberación, la Oficina de Información del Consejo de Estado o el Departamento de Publicidad del PCC (Roberts, 2020).
En la ofensiva comunicacional interior, Pekín hace uso de tales órganos para activar propaganda favorable al Partido, perniciosa tanto para la reputación de los territorios autónomos –Macao o Hong Kong– como para los Estados Unidos, quien es dibujado como un enemigo que pretende dar marcha atrás a la modernización actual de la sociedad china. El control sobre las redes sociales locales, Sina Weibo y We Chat, constituye otro elemento esencial para el régimen de Xi en este y otros ámbitos.
Más allá de los confines nacionales, la estrategia de desinformación china consiste en un doble eje que contempla tanto a redes sociales occidentales –Facebook, Youtube y Twitter– como medios de comunicación controlados por el Partido Comunista. A través de las primeras, diplomáticos y otros oficiales de alto nivel promueven, de manera confrontativa, narrativas beneficiosas al gobierno de Xi –falsas, parciales o exageradas– (Roberts, 2020), en lo que se ha denominado wolf warrior diplomacy. Medios oficiales como el People’s Daily, Xinhua o el Global Times, por su parte, son responsables de compartir, respaldar y amplificar dichas prácticas.
Consideraciones finales
Según hemos visto, el fenómeno de la desinformación –y sus variantes– no puede reducirse en nuestro tiempo a ciertas prácticas que, a través de la televisión, degradan la calidad de la opinión y el debate público. Notamos, por un lado, la importancia de los medios digitales para la proliferación de noticias falsas y narrativas articuladas con fines políticos, a las que bien podríamos catalogar de propaganda cibernética. Por otra parte, se ha hecho evidente el uso de la desinformación, por parte de las autocracias globales, como una estrategia orientada a debilitar la confianza en gobiernos democráticos.
En este sentido, podemos decir que los perniciosos efectos de la desinformación para la democracia operan de dos maneras: 1) siguiendo a Sartori (1993), como un fenómeno que degrada la opinión pública y, en ese sentido, relativiza el valor del voto ciudadano en cuanto expresión de las percepciones sobre los asuntos y problemas públicos. 2) Como una estrategia a través de la que agentes autocráticos diversos buscan desacreditar al orden liberal internacional, enalteciendo, por el contrario, a regímenes, prácticas y valores desarraigados de las instituciones representativas, la libertad individual y los derechos humanos.
Con estas breves consideraciones no quiero decir que la desinformación sea ajena al entorno mediático de las democracias. Campañas políticas han dado muestra, una y otra vez, de cuestionables estrategias para posicionar a candidatos y atacar a competidores electorales. La especificidad de la avanzada desinformativa antioccidental redunda, empero, en el uso de este fenómeno como un mecanismo de Estado tanto para legitimar incumbentes y eliminar disidencias a nivel interno, como para proyectar poder hacia el exterior, promover agendas internacionales, alterar la opinión pública occidental y desestabilizar a los adversarios –por ejemplo, mediante la intromisión en procesos electorales o el boicot cibernético de agencias e instituciones extranjeras.
Además, esta estrategia posee la particularidad de coordinarse transnacionalmente entre regímenes adversos al mundo basado en reglas. Como señala un artículo reciente de The Atlantic –y como nosotros mismos hemos vislumbrado–, las autocracias de Rusia, China e Irán han utilizado en simultáneo sus aparatos propagandísticos, a través de cadenas de noticias como RT, el People’s Daily de China y el canal iraní HispanTV, para diseminar en países occidentales narrativas favorables a sus propios gobiernos, mientras que distribuyen noticias falsas para el descrédito de las democracias liberales y sus líderes (Applebaum, 2024). Además, facilitan contenidos de este tipo a plataformas informativas de otros regímenes que, en el Sur Global, se muestran ávidos de cooperar con ellos. Por ejemplo, el canal estatal venezolano teleSur (Applebaum, 2024).
Finalmente, quisiera decir que, al hablar de estos temas, es común una objeción según la cual las democracias occidentales también poseen medios estatales de alcance global para extender propaganda y descalificar a regímenes no democráticos en el camino. Entre aquellos se contarían a la Deutsche Welle, CNN, France24 o la BBC. Sin ahondar más de lo necesario, frente a esas críticas sostengo que se trata de una falacia de falsa equivalencia. Simple y llanamente, los medios informativos chinos, rusos e iraníes son todos de propiedad estatal. En aquellos países la prensa crítica e independiente no encuentra posibilidades de existencia –o cuando menos de subsistencia. De manera tal que no se pueden disputar, al menos mediáticamente, las narrativas oficiales de dichos regímenes.
La prensa occidental podría estar viciada por los intereses de diversos grupos o por el trato desigual de los gobiernos, pero es un hecho insoslayable su pluralidad de composición y agendas. Existen, desde luego, los ya referidos medios oficiales de financiamiento estatal, pero también lo están aquellos que les rebaten el dominio de la discusión pública. En China sería impensable que alguna versión local de Fox News diera cobertura constante al juicio en contra de un pariente de Xi Jinping –en el supuesto de que existiesen tribunales chinos independientes–, como sucedió recientemente con Hunter Biden. De igual manera, no concibo a un The Washington Post ruso o iraní revelando una especie de Watergate de los ayatolas o de Putin, que eventualmente condujera a la dimisión de sus respectivos cargos.
Sartori (1993) estaba en lo cierto al decir que la televisión penaliza al mundo libre mientras que protege a las dictaduras. Esta afirmación es extensiva a los medios de comunicación independientes y a la libertad de expresión en general. Las sociedades abiertas occidentales tienen, todavía, la capacidad de hacer transparentes a sus gobiernos. Debido a esto, los regímenes democráticos pueden mostrarse débiles antes sus competidores autocráticos –algo que Carl Schmitt ya vislumbraba–, cuyos excesos, falencias y errores no pueden develarse ante al mundo, sino con trabajosos esfuerzos de comunicadores que arriesgan su profesión y su propia vida frente al poder despótico que, por su propia naturaleza, rehúye a la crítica y la rendición de cuentas.
Bibliografía
Applebaum, A. (2024, mayo 6). Russia and China Are Winning the Propaganda War. The Atlantic. https://www.theatlantic.com/magazine/archive/2024/06/china-russia-republican-party-relations/678271/
Bandurski, D. (2022). China and Russia are joining forces to spread disinformation. Brookings. Recuperado de https://www.brookings.edu/articles/china-and-russia-are-joining-forces-to-spread-disinformation/
Chaguaceda, A. & González, C. (2022). El poder de Rusia en Latinoamérica (Núm. 7). Diálogo Político. Enfoque. https://dialogopolitico.org/documentos/dp-enfoque/dpenfoque-rusia-en-latinoamerica/
Cilano Pelaez, J., & Puerta, M. I. (2022). Así nos habla el Kremlin. Narrativa política y medios de comunicación rusos en América Latina (Núm. 10). Diálogo Político. Enfoque. https://dialogopolitico.org/documentos/dp-enfoque/dp-enfoque-10-kremlin/
Global Engagement Center. (2020). Pilares del Ecosistema de Desinformación y Propaganda de Rusia. Departamento de Estado de los Estados Unidos. Recuperado de https://www.state.gov/russias-pillars-of-disinformation-and-propaganda-report/
Greenberg, A., & Couts, A. (2023, julio 8). Russia’s Notorious Troll Farm Disbands. WIRED. https://www.wired.com/story/russia-internet-research-agency-disbands/
Iosifidis, P., & Nicoli, N. (2021). Digital Democracy, Social Media and Disinformation. Nueva York: Routledge.
Panyi, S., & Diko, L. (2024, marzo 19). How the Slovak leader asked for the Kremlin and Orbán’s help (and got it). VSquare.Org. https://vsquare.org/slovakia-elections-peter-pellegrini-russia-hungary-orban-szijjarto/
Rid, T. (2021). Desinformación y Guerra Política: historia de un siglo de falsificaciones y engaño. Crítica.
Roberts, D. (2020). China’s Disinformation Strategy. Its Dimensions and Future. Atlantic Council. Recuperado de https://www.atlanticcouncil.org/wp-content/uploads/2020/12/CHINA-ASI-Report-FINAL-1.pdf
Sartori, G. (1993). Homo videns. La sociedad teledirigida. Taurus.
Silverman, C., & Kao, J. (2022, marzo 11). Infamous Russian Troll Farm Appears to Be Source of Anti-Ukraine Propaganda. Pro Publica. Recuperado el 17 de julio de 2023, de https://www.propublica.org/article/infamous-russian-troll-farm-appears-to-be-source-of-anti-ukraine-propaganda
Strategic Culture Foundation. (s/f). About us. Strategic Culture Foundation. Recuperado el 17 de julio de 2023, de https://strategic-culture.org/about/
Wintour, P. (2023, febrero 28). “China spends billions on pro-Russia disinformation, US special envoy says”. The Guardian. Recuperado de https://www.theguardian.com/world/2023/feb /28/china-spends-billions-on-pro-russiadisinformation-us-special-envoy-says
Referencias
[1] Así, Sartori (1993) declara: “Nótese que no he dicho que la manipulación que distorsiona una noticia sea deliberada; con frecuencia refleja una deformación profesional, lo cual la hace menos culpable, pero también más peligrosa” (p. 80).
[2] Estos fenómenos, es decir, las fake news y la misinformation, bien pueden considerarse una mezcla –a la que hemos aludido antes– de desinformación, subinformación y pseudoacontecimientos, según la perspectiva de Sartori (1993).
[3] Representado por un bloque heterogéneo de países no democráticos y sus respectivas alianzas, a través de las cuales se busca disputar la hegemonía al orden liberal internacional. Entre estas naciones se encuentran China, Rusia, Irán y Corea del Norte.
[4] Existen rumores de que esta agencia ha dejado de existir, en parte debido a la repentina enemistad de su fundador, Yevgeny Prigozhin –otrora líder del grupo mercenario Wagner, el cual operó durante casi dos años en territorio ucraniano–, con Vladimir Putin (véase Greenberg & Couts, 2023). Prigozhin falleció en 2023 en un accidente aéreo bajo condiciones aún desconocidas.
[5] Una investigación periodísitca reciente ha evidenciado el trabajo conjunto del exprimer ministro eslovaco, Petro Pellegrini, su contraparte de Hungría, Viktor Orbán, y el ministro de exteriores de éste último, Péter Szijjártó, para cooperar activa y extraoficialmente la estrategia desinformativa del Kremlin (véase Panyi & Diko, 2024).
- César Eduardo Santos Victoria (México, 2000).
- Filósofo y maestrante en Ciencias Sociales.
- Investigador en GAPAC.
- Autor de textos sobre iliberalismo, China en América Latina y el Orden Liberal Internacional.