Magdey Zayas Vázquez ∫∫
Resumen
El vitalismo, como corriente de pensamiento filosófico, tuvo su momento de esplendor entre el siglo XIX e inicios del XX. Sus orígenes se remontan hacia finales del siglo XVII y principios del XVIII, cuando la oposición al idealismo y al mecanicismo cartesiano imperaba en el pensamiento europeo. Los vitalistas, cuyas concepciones respecto a la vida diferían considerablemente, manifestaron cierta irracionalidad en sus teorías, pues, concebían, como principio epistemológico-ontológico del ser, la vida en sus diversas aristas, pero, sin previa racionalidad. Para estos pensadores lo más importante era la existencia de los seres palpitantes, la manifestación concreta de los organismos vivos y poseedores de lo que Bergson llamó élan vital: lo característico de las criaturas vivas, que las distingue respecto a los cuerpos inertes. En este ensayo solo se abordarán los pensamientos de algunos filósofos vitalistas como Wilhelm Dilthey (1833-1911), Friedrich Nietzsche (1844-1900), Henri Bergson (1859-1941) y José Ortega y Gasset (1883-1955), entre los cuales se establecerán los vínculos perceptibles en sus respectivas teorías.
El historicismo de Dilthey
Ante la situación contradictoria entre el neokantismo, el hegelianismo y el positivismo decimonónico, respecto a la solución al dilema de la actividad del espíritu, Dilthey distinguió las Geisteswissenschaften (ciencias humanas o del espíritu) de las Naturwissenschaften (ciencias naturales o de la naturaleza). Ello se debe a que concebía al ser humano como parte del mundo natural, pero, a la vez, perteneciente al mundo histórico-social, al campo de las ciencias del espíritu. No obstante, preconizó las Geisteswissenschaften, porque, a diferencia de las Naturwissenschaften —cuyo objeto de estudio, mediante el método experimental, es la naturaleza—, aquellas centran su investigación en la esencia humana, teniendo en cuenta la historia. Sin embargo, tal distinción no constituye una perspectiva dual del hombre, pues, Dilthey considera a este como un kreuzungspunkt (punto de cruce) en el cual intervienen las diversas esferas de la sociedad. Aquí la historia juega un rol fundamental, debido a que no se puede estudiar la vida humana sin referir su inevitable relación con el entorno, con su periodo de existencia concreta e histórica sobre la tierra. Por tanto, el vitalismo de este filósofo alemán se ha denominado «historicismo», ya que el hombre es un ser histórico en constante vínculo con su contexto situacional, donde se desenvuelve de forma activa durante toda su vida. Se trata de un individuo que se desarrolla en mutua relación con los otros, lo cual implica la creación de su propia historia. Esto es lo que da valor a su obra y a su existencia, como expuso Dilthey en Introducción a las ciencias del espíritu (1883).1 Por ende, estudiar al hombre sin incluir su historia, implicaría inevitablemente una parcialidad, error en el que cayeron las corrientes de pensamiento filosófico a las cuales se opuso el vitalismo.
La concepción de vida, en toda su amplia gama de circunstancias, es la interacción del sujeto con su existencia, con otros individuos y sus producciones concretas a lo largo de la historia. Además, posee un carácter hermenéutico, porque implica la comprensión de los vínculos entre la vida o espíritu subjetivo y su entorno. Según Dilthey, el hombre es primero un ser histórico y luego, contemplador de la historia; es decir, que debe, en primer lugar, existir temporal y espacialmente, para después realizar todo lo demás: ser lo primero determina que pueda ser lo segundo. Su filosofía de la vida o vitalismo ubica al hombre como ser activo en su devenir histórico, como punto de cruce entre las ciencias del espíritu —puesto que posee subjetividad— y las ciencias de la naturaleza: existe concreta-espacial y temporalmente. Así, se puede afirmar que la vida psíquica e individual del hombre, por su propia naturaleza, supone también una vida social.
El Übermensch de Nietzsche
La concepción del hombre como ser activo en su devenir histórico, le permite a otro filósofo alemán, Friedrich Nietzsche (1844-1900), la proyección de un ser armado de nuevos valores, que reniega la antiquísima tradición moral heredada de la metafísica griega y del dogma cristiano. Este ser se constituye a sí mismo como el Übermensch, el asesino de Dios, que es totalmente autosuficiente y, por lo tanto, se revela contra los valores establecidos para crear los suyos.2 Quizás Nietzsche no conocía la filosofía de Dilthey, pero, sí es evidente que se pueden encontrar puntos de contacto entre los dos alemanes en su manera de presentar al hombre inmerso en su entorno, en su historia. Por ejemplo, si Nietzsche no considerara obsoleta y vacía la moral y cultura europeas de su tiempo, de su etapa de existencia histórica, nunca hubiese elaborado su teoría sobre el Übermensch para intentar renovar o modificar al hombre occidental de la época, aunque en su crítica a la metafísica rechazara el devenir —por eso, la voluntad de poder y el eterno retorno, junto a la muerte de Dios, constituyen los tres pilares básicos que sustentan al Übermensch—, además de la moral existente. No obstante, su pensamiento filosófico, exquisitamente atractivo por su sabor literario, es mucho más complejo debido a su aparente fragmentación, la cual constituye una negativa de crear un sistema filosófico similar al de sus predecesores.
Siguiendo a Nietzsche —y paralelamente con Dilthey—, es válido afirmar que, para el surgimiento del Übermensch, el hombre común y corriente debe estar consciente de la situación histórico-concreta en que vive, debe sumergirse totalmente en su existencialidad para poder comprobar la inepcia de la cultura y la moral de sus contemporáneos. Solo así podrá renovarlas. Esto es, simbólicamente, lo que Nietzsche concibió como «la muerte de Dios». Asimismo, el Übermensch nace como resultado de una revalorización histórica que se opone a la tradición de la moral cristiana, la cual ha tornado al hombre débil, sumiso, y le ha restado su antigua heroicidad; por lo tanto:
… el superhombre es el compendio de toda la humanidad, nueva, y por ello su felicidad será triunfar. Eso lo hará volver a una edad heroica, arcaica, para otra vez avanzar, siguiendo un proceso de eterno retorno. Es tan grande la voluntad de vivir del superhombre, que solo el eterno retorno puede corresponder a su afán de vida.
Ese nuevo hombre, que irá más allá de «los últimos hombres», tendrá su propia moral, como se ve en Más allá del bien y del mal, pues rebasará los esquemas conocidos y creará los nuevos. En este libro [Nietzsche] señala que la moral la han hecho los débiles, los esclavos, principalmente los cristianos, y que hay que erigir la moral de los señores.3
Para constituir el Übermensch es necesaria la muerte de Dios. Solo así, el hombre podrá liberarse de esas cadenas que representan los valores inmutables de la moral cristiana y el cielo metafísico platónico, para dar lugar a la aparición de Zaratustra: arquetipo que Nietzsche identifica con el regreso a la verdadera sabiduría. Se trata de una voluntad enfrascada en continuar otro camino marcado por la total fidelidad a lo terrenal. Nietzsche considera que el hombre no necesita a Dios para existir y es por eso que lo olvida, lo cual significa asesinarlo. De esta forma, el hombre permanece terriblemente solo, pero, en absoluta libertad para labrar su destino. Con todo, la voluntad de poder del Übermensch es tanta, que, solo mediante el eterno retorno puede satisfacerla. Ahora bien, el concepto de voluntad lo toma Nietzsche de Schopenhauer, pero depurando el carácter pesimista de este. Nietzsche transforma el voluntarismo de su coterráneo en un valor supremo, en un instinto vital que permite la realización del Übermensch.
En cuanto al eterno retorno, no comparto esa creencia de que la historia se repite constantemente de forma cíclica y eternamente. Considero que es imposible que tal ciclo marque la existencia humana como si el tiempo no fuera una sucesión de instantes —según afirmaba Octavio Paz— en la que los estados temporales se siguen unos a otros sin interrupciones o repeticiones exactas de los mismos acontecimientos. En cambio, comparto con mucho agrado la concepción agustiniana sobre el tiempo, que el «Doctor de la Gracia» expone en el Libro XI de las Confesiones4 (397-398 d. c.). No obstante, a pesar de las objeciones que puedan realizársele a la teoría del eterno retorno, lo cierto es que, debido a la influencia de Nietzsche, esta ha pasado también al plano de la literatura. Tal es el caso del ensayista, poeta y narrador argentino Jorge Luis Borges (1889-1986), quien, en textos como el cuento «Las ruinas circulares» (1941) o el poema «Ajedrez» (1960), aborda esta temática. Respecto al cuento, se trata de un individuo que sueña a otro, que, a su vez, sueña a un tercero. Al final, el primer hombre descubre que él también es un hombre soñado por otro. Así se da el eterno retorno de hombres que se sueñan unos a otros. Algo similar ocurre con el poema, donde las piezas del juego son movidas por el jugador, a la par que este es movido por Dios y termina cuestionándose qué Dios moverá a Dios; es decir, que entidad dará origen a ese eterno juego de dominación jerarquizada entre los seres.
También en sus ensayos Historia de la eternidad (1936), El tiempo circular (1936) y Nueva refutación del tiempo (1944-1946), Borges alude al eterno retorno, no solo desde el contenido semántico de estos, en los que incluye —en el primero y el tercero— un texto titulado Sentirse en muerte (1928), que expone su teoría personal sobre la eternidad, sino desde lo formal, pues la estructura cíclica de estos ensayos representa la explicación semántica del eterno retorno, ya que se reiteran constantemente las mismas citas e hipótesis borgeanas.3
III. La metafísica bergsoniana
Siguiendo la temática relacionada con el tiempo, Henri-Louis Bergson (1859-1941) —filósofo francés que obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1927— empleó varios conceptos metafísicos para construir su sistema filosófico. Perteneciente al espiritualismo francés, Bergson asumió una postura filosófica opuesta al Positivismo de Auguste Comte (1798-1857) por su estrechez y al Idealismo alemán de Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) por su abstraccionismo. Con esta actitud, Bergson recupera uno de los temas clásicos: el alma espiritual y la persona humana abierta a la trascendencia. Además, propone una rehabilitación de la metafísica, sin desprestigiar el discurso científico, porque su interés está dirigido a establecer los límites entre la metafísica y la ciencia. Por ello, puede decirse que el vitalismo de este autor consiste en explicar, desde la metafísica, el esprit del ser humano en su individualidad; en otras palabras, la vida interior y personal del hombre, lo que este experimenta en lo más profundo de sí mismo. Para explicar esto, Bergson recurrió a tres categorías metafísicas: el tiempo, la intuición y el élan vital, que constituyen el hilo conductor de su filosofía.
Este filósofo realizó una distinción entre el tiempo de la ciencia y el tiempo de la conciencia (o de la vida), que denominó duración y continuación. El primero se caracteriza por ser formal y matemático, cuantitativo y homogéneo, repetible, discreto, abstracto, exterior al ser humano, y que se despliega en el espacio. Se trata del tiempo en el que, inconscientemente, vive más el hombre, el tiempo que medimos constantemente en nuestra realidad extramental. Lo anterior se puede ejemplificar de la siguiente manera: todos los días el hombre programa un reloj para despertarse a determinada hora que le permitirá llegar temprano a su centro laboral. Ahora bien, el tiempo que demora el hombre en levantarse del lecho, asearse, desayunar, incluyendo la demora del viaje hacia su destino de trabajo, se calcula diferentemente para cada persona, pues depende de la distancia, el medio de transporte y hasta la rapidez o lentitud con que se desplace temporalmente en el espacio cada individuo. Es por eso que se considera un tiempo discreto, ya que todos determinamos como medirlo en relación con la distancia entre un punto y otro. A este, Bergson le llamó el «tiempo de la ciencia», y se diferencia del otro, además, por ser divisible y mesurable: una convención humana, antiquísima, determinó que lo midiéramos en 60 segundos cada minuto, 60 minutos cada hora, 24 horas cada día, etc., que transcurren, invariablemente, aunque permanezcamos estáticos en un sitio cualquiera. Por el contrario, el tiempo de la conciencia es cualitativo, heterogéneo, irrepetible e irreversible, continuo, indivisible e inmensurable; es el del esprit, porque es subjetivo y pertenece a la interioridad de la persona en su espacio existencial, tal y como lo definió San Agustín en las Confesiones. Por lo tanto, es psicológico y coincide con el desarrollo autocreativo de la conciencia. Es el tiempo real, puro, de la vida del hombre y su libertad, pues no se puede alterar ni relativizar por medio de ninguna convención humana. Refiriéndose a esto, Julián Marías observó:
Es usual, y así lo vimos en Kant, poner como términos comparables y paralelos el espacio y el tiempo. Bergson reacciona enérgicamente contra esto, y los opone. El espacio es un conjunto de puntos, de cualquiera de los cuales se puede pasar a otro cualquiera; el tiempo, en cambio, es irreversible, tiene una dirección, y cada momento de él es insustituible, irreemplazable, una verdadera creación, que no se puede repetir y a la que no se puede volver. Pero este tiempo bergsoniano no es el del reloj, el tiempo espacializado, que se puede contar y que se representa en una longitud, sino el tiempo vivo, tal como se presenta en su realidad inmediata a la conciencia: lo que se llama duración real, la durée réelle. El espacio y el tiempo son entre sí como la materia y la memoria, como el cuerpo y el alma, responden a dos modos mentales del hombre, que son radicalmente distintos, y aun opuestos en cierto sentido: el pensamiento y la intuición.6
Así introduce Bergson otro concepto metafísico: la intuición, la cual define como una captación inmediata y espontánea, resultante de la inteligencia, que toma fragmentos de la realidad y los separa de su totalidad. La intuición permite al hombre arribar al verdadero conocimiento, pues capta la fluidez y el caudal de la vida. Este proceso escapa al pensamiento, a la inteligencia, que esquematiza en conceptos todo lo que captamos de la realidad; por eso, Bergson ubica la aplicación de la inteligencia en la materia, en la ciencia. Sin embargo, la intuición está emparentada con el proceso de duración, que se da en el tiempo vivo de la conciencia, el que nos permite captar, por instinto, la fluidez vital de la existencia humana que escapa a la ciencia, porque forma parte de la dimensión espiritual, interior, vital del ser humano. En consecuencia, la intuición nos permite percibir, sin conocer previamente a una persona, determinados caracteres de esta al interactuar con ella. Podemos captar las malas o buenas intenciones de otras personas, intuitivamente, sin necesidad de realizar un estudio científico para ello.
Ahora bien, emparentado con la captación espontánea de la intuición y el tiempo de la vida, de la duración y continuación, que Bergson ubica en la conciencia, tenemos el élan vital, el impulso vital, típico de toda criatura viva, que distingue a estas de las cosas inertes. Para Bergson, la pérdida del élan vital es lo que llamamos muerte, pues dicho impulso implica una evolución en el tiempo de la vida y al perderla dejamos de ser criaturas vitales para transformarnos en inertes, cadáveres, por decirlo de otra manera. En La evolución creadora (1907), obra en la que este filósofo realiza un resumen de su pensamiento, expone su teoría sobre el élan vital,7 además, habla del impulso vital como «supra-conciencia» al referirse a Dios como un continuo resurgimiento, como incesante vida, acción y libertad. Esta perspectiva evolucionista Bergson la toma del darwinismo, pero sin el mecanismo de selección que propone el naturalista inglés, como sí aceptó Nietzsche en la creación de su Übermensch. Pese a ello, Bergson sí introduce a Dios en el contexto de la teoría darwinista como un impulso vital, inmanente y universal. El Dios concebido por Bergson no es el típico creador de la tradición judeocristiana, sino aquel que emplea la materia en calidad de instrumento con el objetivo de crear nuevas formas de vida.
Pienso que, la teoría de Bergson tiene puntos de contacto con el historicismo de Dilthey y la distinción que este realizó entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu, pues la captación instintiva, siguiendo a Dilthey, ocurre en el plano metafísico del hombre, en su dimensión espiritual, que pertenece al campo objeto de estudio de las ciencias del espíritu. En cambio, la inteligencia y el pensamiento humanos, según Bergson, tienen su aplicación en el plano de lo material, que podemos ubicar en las ciencias de la naturaleza, y todo esto ocurre en el devenir de la vida, que se puede relacionar analógicamente con la concepción de la historia, vista anteriormente en Dilthey, aunque Bergson entiende la vida más en el sentido biológico que en el histórico. A su vez, la distinción de Bergson respecto al tiempo de la vida y el tiempo de las ciencias, coincide con la que desarrolló Dilthey sobre las ciencias. Sin embargo, a Bergson se le ha criticado un aspecto de su pensamiento y es el de preconizar el rol de la intuición, ya que esta también puede ser propensa a la irracionalidad, lo cual implica la posibilidad inefable del error; aspecto que es necesario superar y complementar para una mayor eficacia de su teoría.
El perspectivismo de Ortega y Gasset
Similar a los vitalistas anteriores, el filósofo español José Ortega y Gasset (1883-1955) también se opuso a otras corrientes de pensamiento filosófico como la autoconciencia cartesiana, el idealismo hegeliano y la reflexividad kantiana y husserliana. Su filosofía, dirigida a comprender la vida en su propio dinamismo, está centrada en la individualidad del ser humano, la cual concibe como la fuente ontológica del hombre; o sea, el individuo en cuanto yo, que, además, está inmerso en sus circunstancias, de las cuales no puede separarse porque constituyen su propia historia. En su ensayo Adán en el Paraíso (1910), Ortega y Gasset expresa que Adán puede ser cualquier hombre y ninguno a la vez, pues se trata simplemente de la vida humana. El Paraíso no es ningún lugar específico, sino cualquier circunstancia o la circunstancia de cualquiera, el escenario donde se proyecta la tragedia del vivir. En las Meditaciones del Quijote (1914)8 desarrolla aún más esta teoría al exponer que la realidad circundante del individuo forma la otra mitad de este, porque no puede existir sin el mundo y el mundo no tendría existencia sin él. En otras palabras, el yo existe vitalmente acompañado de múltiples sucesos que marcan la vida del hombre a lo largo de su propia historia y de los cuales no puede aislarse, ya que ambos conforman una unidad indisoluble que se influencia mutuamente. Esta concepción de la vida posee un carácter histórico-biográfico que difiere del biológico que encontramos en Bergson. En mi opinión, ambas concepciones son correspondientes, en el sentido de que tienen en común el carácter evolutivo del ser humano: las circunstancias del individuo varían a medida que este madura y es capaz de modificarlas, transformarlas, a la par que estas lo van transformando gradualmente en el devenir histórico de su vida.
En otro pasaje de Adán en el Paraíso, Gasset desarrolla un concepto relacionado con el ambiente en que actúa y existe el yo, es decir, la perspectiva desde la cual este mira al mundo. En el séptimo tomo de El Espectador (1929), ejemplifica lo anterior de la siguiente manera:
¿Es que alguien ha visto, por ejemplo, todo un cuerpo? ¿Quién ha visto, por ejemplo, entera una naranja? De cualquier sitio que la miremos encontraremos solo de ella la cara que da a nosotros; su otro haz queda siempre fuera de nuestra visión. Lo único que podemos hacer es dar vueltas en torno al objeto corporal y sumar los aspectos que sucesivamente nos presenta; pero entero y de un golpe, con auténtica e inmediata visión, no lo vemos nunca.9
Este punto de vista individual, es el único desde el que se puede mirar al mundo en su verdad, pues todo lo que observamos no es ni materia ni alma, sino perspectiva, en la cual nace la verdad y donde se constituye la realidad, las circunstancias del yo. Miramos el mundo solo desde un punto de vista que otro yo no puede ocupar porque es el nuestro. A esta teoría, se le ha llamado perspectivismo y también se ha utilizado en la literatura postmoderna para crear textos ficcionales con un marcado acercamiento a lo real. Por ejemplo, en 1995, una escritora cubana llamada Marilyn Bobes (1955) publicó un libro de cuentos titulado Alguien tiene que llorar, en el cual aparece un texto análogo que ilustra muy bien el perspectivismo. Se trata de un cuento en el que se emplea un narrador estereoscópico, que refiere acontecimientos parciales —y en ocasiones, contradictorios— de un mismo hecho, desde las perspectivas diferentes de varios personajes, que no coinciden en sus opiniones sobre determinado acontecimiento real. Este recurso se conoce también como técnica prismática, caleidoscópica y ha sido utilizado por narradores de fama universal como el polaco Joseph Conrad (1857-1924) en Tifón (1902) y el estadounidense William Faulkner (1897-1962) en Mientras agonizo (1930). Es solo un ejemplo de cómo la literatura emplea procedimientos derivados de teorías filosóficas, aunque a veces se anteceda a estas.
En Ortega y Gasset podemos apreciar una especie de síntesis de las teorías vitalistas de los filósofos anteriores —especialmente, Bergson y Dilthey—, de los cuales toma muchos elementos e, incluso, los perfecciona. Tal es el caso del élan vital de Bergson, que Ortega y Gasset transforma en razón vital para eliminar toda posible irracionalidad en ese concepto. Para este ensayista y filósofo español, la razón vital es la misma vida, porque implica el razonamiento ante la ineludible circunstancia en la que esta se desarrolla. Dicho de otra manera, vivir implica comprender las cosas que las circunstancias ponen en nuestra perspectiva, ya que solo cuando nuestra vida funciona como razón, podemos entender algo humano; o sea, que la vida humana y la razón, son una misma cosa. Además, la razón vital es también una razón histórica, pues el hombre vive en un contexto situacional que va transformando y que a su vez este lo transforma a él. Esto significa que, por extensión, la vida humana es una realidad histórica y, por consiguiente, la razón vital es una razón histórica. Criterio de Ortega y Gasset que, considero, deriva del historicismo de Dilthey.
Según este influyente filósofo, «cuando vemos un hombre, ¿vemos un cuerpo o vemos un hombre? Porque el hombre no es solo un cuerpo, sino, tras un cuerpo, un alma, espíritu, conciencia, psique, yo, persona, como se prefiera llamar a toda esa porción del hombre que no es espacial, que es idea, sentimiento, volición, memoria, imagen, sensación, instinto».10 Esta magnífica reflexión constituye el sustrato ontológico del perspectivismo, ya que tiene como punto de mira lo que está más allá de lo aparente, la razón vital que hace que un hombre sea un hombre y no un mero cuerpo como los seres inertes de Bergson. Es cierto que un ser humano, a simple vista, es solo un cuerpo. Pero si se observa más allá de su cárnica envoltura, es mucho más que huesos y palpitaciones. Hay también todo un mundo espiritual, emocional y sensitivo que lo distingue del resto de las criaturas y lo define como ser humano: la razón vital.
Cada uno de los filósofos comentados en este ensayo nos muestra, de una u otra manera, que la dimensión espiritual, vital del ser humano es insoslayable. No se puede pretender que la realidad del hombre sea estudiada absolutamente por medio de las ciencias naturales con los métodos matemáticos o empíricos, pues existen realidades metafísicas, propias de la ontología, que escapan a los límites del racionalismo, del empirismo, entre otras. Aunque es cierto que somos criaturas espacio-temporales, en cada uno de nosotros coexisten la materia y el espíritu, la razón vital que nos distingue de lo demás y nos permite establecer una relación coherente con el mundo que nos rodea, con nuestras circunstancias en el tiempo y el espacio.
Referencias
- 1 Wilhelm Dilthey: Introducción a las ciencias del espíritu, Fondo de Cultura Económica, México, 1949. Libro Primero, pp. 13-28.
- 2 Friedrich Wilhelm Nietzsche: Así hablaba Zaratustra, Editorial Cometa de Papel, Colombia, 1997.
- 3 Mauricio Beuchot: Grandes figuras de la filosofía moderna, Ediciones Paulinas, México, 2013. p. 217.
- 4 San Agustín, Confesiones, Ediciones Paulinas, México, 2017, 55a edición. pp. 227-251.
- 5 Jorge Luis Borges: Obras completas (1923-1972), Emecé Editores, Buenos Aires, 1974. pp. 451-455, 353-367, 393-396, 757-771.
- 6 Julián Marías: Historia de la filosofía, Revista de Occidente, España, 1980, 32da edición. p. 376.
- 7 Henri-Luis Bergson: La evolución creadora. Disponible en: http://www.google.es/url?q=http://figuras.liccom.edu.uy/_media/figari:anexos:bergson_henri_-_la_evolucion_creadora.pdf. Consultado: octubre 3, 2018.
- 8 José Ortega y Gasset: Meditaciones del Quijote. Disponible en: http://www.google.es/url?q=https//mercaba.org/SANLUIS/Filosofia/autores/Contempor%25C3%25A1nea/Ortega%2520y%2520Gasset/Meditaciones%2520del%2520Quijote.pdf. Consultado: octubre 15, 2018.
- 9 Ibíd.: El Espectador, t. VII, Revista de Occidente, España, 1929. p. 55.
- 10 Ibíd., op. cit. p. 49.
- Magdey Zayas Vázquez (La Habana, 1985).
- Graduado en 2012 de la carrera Licenciado en Educación, Humanidades, en la Universidad de Ciencias Pedagógicas Enrique José Varona.
- Maestría en Didáctica del Español y la Literatura (2017, también en el Pedagógico).
- Profesor Instructor de Literatura Latinoamericana de la UCPEJV, desde 2015 hasta 2018.
- Profesor Instructor de Literatura Cubana en la Universidad de las Artes desde 2019.