Cuando estábamos ciegos, la tele se veía mejor. No teníamos entonces más satélites que nuestra bendita luna, ni siquiera telescopios. No eran tiempos todavía para ordenadores ni la fibra óptica. Tampoco unos soviéticos audaces e inspirados en su afán por demostrarle al mundo el poder de su sistema nos habían sorprendido dando jaque al occidente y más de un cuarto al pregonero en sus revelaciones, derivadas de unas fotos que lograron capturar desde una nave insignia en la conquista del espacio; meteórica y tozuda prepotencia que enardecería sueños jamás alcanzados por generación alguna. Irónico y orinoco entusiasmo exorbitado hacia niveles cósmicos al ritmo de una lucha entre contrarios semejantes, que arriesgaban en su empresa los designios de la tierra con letal tecnología, cada quien desde su estética o discernimiento. Aquella imagen turbia y antediluviana que le fue impedida al lente con el cual nuestros ancestros percibían los enigmas del planeta: el yo negado, las raíces, sus fronteras, las esencias; pura creación humanizando el más allá confuso e ineludible desde un universo aquí y ahora. Se quedaba más desnuda que Bagdad luego que un Whashington del siglo impúber, posterior a Vietnam, la caída y el levante de sangrientos muros, el perdón de la iglesia en la voz de Juan Pablo, el aparente fin del terrorismo gélido y la insolación del mundo; decidiera vengar la memoria injuriada de la acrópolis del dólar. Los diamantes gemelares de Manhattan.
Estaban incubando otras revoluciones, no era Cuba aquella Isla extraviada del 59, haciéndose visible en el hondón del mapa y la princesa utopía apenas modelaba sus extremidades, no era isla delirante el vellocino ni palabra siquiera en los ensayos de un canonizado. Pero estábamos más cerca de nosotros, a pesar de la distancia que supuso recortar el cine y la televisión, aviones y teléfonos, la obertura del euro y el genoma humano, bien lueguísimo después, ni tan más ni tan menos. Vivíamos distantes de auscultar el rostro que la luna se guardaba para si –no sé porque razón–, crecían sin embargo los sentidos para colorear el alma en un pedazo de cueva o tapiz natural. Se miraba mucho más desde el espíritu. No había tanta hambre de las almas. El espejo de la naturaleza no estaba tan desecho ni manchado tan de hiel aún. Por eso la distancia entre el objeto y los que lo miraban más allá de la inocencia y los albores primitivos era un laberinto transitable para todos, no ese túnel que ha acabado el tecnicismo y la automatización del ser a una celeridad mayor de lo que permitiera digerir la especie humana; víctima de algún astigmatismo que le impide discernir la esencia de las cosas. Siglo de personas que pensaban como máquinas queriendo ver por ellas lo que le fue dado al hombre. Siglos de invidencias equis, haches, zetas; algún tipo de ceguera a la contraria. Período en el cual la sobresaturación de imágenes, palabras, sonidos y excrementos le fue usurpando el territorio sensorial al gusto de nuestras instituciones al tacto. Al nimbo de aquellos receptores para esclarecer la vida donde hay expiración. Por eso algunos pocos les pudiera impresionar el postimpresionismo que deambula en los periódicos.
Época de una disminución de asombro hasta niveles críticos. Donde todo parece normal, la angustia, las guerras, morir. Todo es tan justificable y predecible, incluso; aquel acceso denegado a los beduinos que pululan por la nada en busca de la libertad. Los que escapan del África, quienes corren al norte, vuelan, nadan, o se arrastran por un pedacito de Jerusalén o cualquier ostia. O el amigo al que niegan las visas por venirse con toda su familia a una galería en donde los intelectuales de la prensa, le levantan un muro al underground. Le declaran persona non grata al artífice de “Ángel”: Yunior Ramírez Duarte, uno setenta y algo y veinteañero; por contar simplemente su versión del lado oscuro, sin créditos y sin prismáticos, con desenvoltura. Por la transfiguración de sus portentos, todo a doble moral o espíritu clonado, o triple, multiforme; con sus ojos estrujados o perdidos, a lo Modigliani. Unas veces, tantas veces; y las otras no se sabe cuántas con sus espejuelos de sí ver la hipocresía. Los demonios que contagian tantos cuerpos.
Así se manifiesta ella. Ángel. La muchacha adolescente, adolecida y veterana. Es temporánea y sin crónica. Melenuda y pelona. Sinónima y antípoda de muerte. Su más perfecto absurdo construido con los desperdicios del basurero mundial. Mujer que se desangra en sus viñetas gráficas junto a esos engendros estereotipados de la serie primitivo y/o prematuros, seres que respiran miserablemente ante la cosificación global y la informatización de los deseos. Rebelión contra el sexismo. Miopía, presbicia, cataratas, ptosisparpebral, glaucomas, orzuelos y, otros rayos que laceran los puntos de vista. Por ello su Ángel se posa en sus tebeos muchas veces depilada, encadenada, desgraciada o enfadada; con una contraseña atroz de corte por aquí ante el temible Jason: cabeza de aserrín y motosierra en mano, descollando su manquismo político, diciendo, rugiendo, hediendo “su palabra es mía, descuídate, ya se la pedí a tu padre”. Tus pechos también, su abdomen, sus ideas. La calvicie de sufrirse una impotente ante esa larga agonía de los héroes. Martí filósofo, su latin lover. Un cantante de rock o su divinidad sexual. Motivo suficiente para clausurar sus ojos cuando grita desnudándose en el tono de Edvard Munch una consigna gastada: ¡Silencio! El pueblo ha muerto. Ávida de una tormenta caprichosa y seminal como la soñaría Akemi. La diva que reencarna en sus nipones. De una isla a la otra. Historietas, mangas, cómics, o tebeos.
Pasatiempo de inmigrantes, escolares, argonautas; y aquellos a quienes prohibirían exponer sus clonaciones en la casa de los periodistas, porque sus muñecos en muy poco se semejan al cubano, según ellos, al menos fenotípicamente, absurdo, na´que ver. Y demoran tras las huellas de fanzines o plegables; siempre esquivos o tardíos con un mucho por decir en sus leyendas o cuadros explicativos. Casi siempre al extranjero de sus vaticinios en tierras vedadas para la antipoesía. No se entienda por ella a la contra, ni contraria, ni al divorcio ni al antagonismo con la fuerza estética del esplendor poético. Sino la negada puerta de pasar al otro lado que redime nuestras discapacidades. Luz que el Yunior hubo de encontrar en su conquista de la Hispania. Sino el otro tiempo fuera del espacio. Sino aquel silencio que si no dijera nada no quedara en este mundo más alternativa que cruzar todos los dedos frente al tedio: enfermedad del que mira y la razón del malmirado. Argucia de un autor que nos revela en Yoe, el párvulo que insiste en preguntar: ¿Por qué será que los adultos nos enseñan a morir?
Maikel Iglesias Rodríguez (Pinar del Río, 1980).
Poeta, articulista, médico y fotógrafo.