Por Miriam Celaya González
Introducción
En un sentido lingüístico, violencia es un término sustantivo derivado del latín violentia y su significado se relaciona con los también sustantivos furia, potencia, ímpetu y fuerza, entre otros. En su sentido antropológico, sin embargo, deja de ser un sencillo término gramatical para convertirse en un concepto tan complejo como la propia naturaleza humana.
Vista desde una percepción antropológica, la violencia se podría definir en síntesis como el resultado de interacciones humanas específicas traducidas en daños físicos o psíquicos de variada índole y gradación sobre individuos o grupos, por tanto, la mera intención de indagar sobre el “origen antropológico” de la violencia sugiere una redundancia: la violencia es un acto intencional y consciente, por tanto, su origen es siempre antropológico.
La violencia no es privativa de una sociedad en específico ni de un sistema u ordenamiento sociopolítico particular. La humanidad en su conjunto se ha desarrollado y expandido sobre la cultura de violencia, en virtud de la cual los individuos son institucionalmente educados en base a valores que desechan las alternativas negociadas y la paz como bases para la superación de conflictos y de la convivencia entre los hombres. Las escuelas, con la enseñanza de la historia que glorifica las guerras; los medios de difusión, que justifican ciertos conflictos en función de intereses e ideologías particulares; las tradiciones y el hogar en que nacemos, con predominio de una figura autoritaria; los patrones patriarcales de nuestra cultura, entre otros factores, refuerzan de una a otra generación el círculo vicioso de la violencia heredada y transmitida. Pero, objetivamente, las condiciones sociopolíticas pueden ser un elemento de importancia en la agudización de las situaciones de violencia en sus diversas formas.
No obstante, dado que la definición de violencia tiene un carácter subjetivo -con independencia de que los efectos de toda acción violenta son objetivos-, y habida cuenta de que en los últimos años se ha estado produciendo un notable incremento de la violencia en Cuba, tanto a nivel doméstico como social, es oportuna una indagación sobre el devenir histórico-antropológico de esta en la Isla, para vislumbrar, aunque de manera parcial e incompleta, sus causas y potenciales consecuencias, atendiendo a consideraciones sociológicas tales como la conjunción de la herencia cultural y la realidad sociopolítica.
A este tenor, basta un breve recuento de algunos de los principales eventos en tres etapas específicas de la historia de Cuba para comprobar que en cada período la violencia ha ocupado un lugar preeminente en los conflictos sociales, fomentándose así una conciencia nacional según la cual esta se erige como fuente de legitimación del poder político, y así también fuente de “solución” de conflictos a cualquier nivel de la vida, sea interpersonal, doméstico o social.
Para entender la amplitud del fenómeno violencia a la luz de estos tiempos, es necesario tener en cuenta algunas definiciones que se han sistematizado en el ámbito actual de la sociología, entendiendo que el desarrollo de las relaciones humanas a nivel global ha conducido a la estandarización de ciertos valores y pactos universalmente aceptados por la mayoría de las naciones, con independencia de culturas, credos religiosos, sistemas políticos, etc.
El concepto de violencia ha evolucionado a la par que el desarrollo humano, de manera que en la actualidad se han incorporado como manifestaciones de violencia individual, doméstica y social, y por tanto punibles, múltiples indicadores y acciones que apenas unas décadas atrás eran social y legalmente tolerados, o simplemente formaban parte de la conducta cultural de muchos pueblos.En este sentido se incluyen hechos relacionados con la discriminación por cuestiones de género, de preferencias sexuales, de raza, de credo religioso, y un largo etcétera, en el que cabe también el abuso contra sectores frágiles como los niños y los ancianos, a los cuales las sociedades contemporáneas más democráticas y desarrolladas prestan especial atención.
La pobreza, la marginación, la explotación, el sexismo, las desigualdades, la injusticia, el racismo y otras formas de exclusión que pueden estar presentes en mayor o menor medida en cualquier sociedad, son también fuentes generadoras de violencia. No obstante, los estándares de violencia no son idénticos en todas las sociedades. En algunas culturas particulares existen determinadas formas de comportamiento que en otras regiones o culturas serían asumidas como formas de violencia. También la taxonomía de la violencia es variable atendiendo a una multiplicidad de consideraciones. Así, la violencia puede ser de naturaleza física, verbal o psíquica; simulada o abierta; individual o estructural; temporal o permanente; organizada o espontánea; entre otras.
Ciencias como la psicología, la sociología, la politología, la jurisprudencia y otras, entre las comúnmente conocidas como ciencias del hombre, han realizado valiosos aportes al tema de la violencia que bien merecerían un debate más profundo que el que abordará el presente trabajo. Sin embargo, en aras de la necesaria síntesis, centraré la atención en algunos apuntes que apoyan de manera relevante la fundamentación de una realidad cada vez más evidente: la sociedad cubana actual está sumergida en una peligrosa espiral de violencia que -dados sus antecedentes históricos y culturales, y en especial dada la naturaleza totalitaria del sistema de gobierno- potencialmente podría desembocar en una situación de crisis humanitaria.
La violencia bajo la óptica de Galtung: el Triángulo de la Violencia
El politólogo, matemático y sociólogo noruego Johan Galtung (Oslo, 1930) es uno de los más reconocidos investigadores de temas de paz y conflictos sociales, sobre los cuales ha realizado importantes aportes. Su teoría del triángulo de la violencia (o “Triángulo de Galtung”) define tres tipos esenciales de esta: la violencia directa, física o verbal, puede ser visible y se manifiesta en comportamientos agresivos y dañinos, sea contra la naturaleza, contra otro individuo(s) o contra comunidades y grupos; la violencia estructural, que se produce a partir del conjunto de ciertas estructuras que no permiten la satisfacción de necesidades como el bienestar, la prosperidad, la libertad, el pleno ejercicio de los derechos, etc. y que se define en la negación de dichas necesidades (Galtung la define como “aquello que provoca que las realizaciones efectivas, somáticas y mentales, de los seres humanos estén por debajo de sus realizaciones potenciales”; y la violencia cultural, que a través de determinadas formas de la cultura -el arte, la política, la religión, el derecho, el lenguaje, la educación, la prensa, etc.-, establece un marco legitimador de la violencia.
Las dos últimas -la violencia estructural y la cultural- constituyen el substrato intangible sobre el que se asienta la violencia directa, de manera que en sociedades educadas en el conflicto y la confrontación los tres tipos de violencia suelen actuar simultáneamente. Por esta razón la violencia directa se puede detectar y combatir, pero no se puede eliminar definitivamente en tanto existan las otras dos formas, la estructural que la genera y la cultural que la sustenta.
Estos tipos de violencia se manifiestan con particular énfasis en determinadas formas sociopolíticas y culturales, con acento en los sistemas totalitarios, autocráticos y cualquier forma política de esencia represiva. La violencia directa muchas veces se deriva de situaciones creadas por la violencia estructural (como pueden ser las desigualdades, la pobreza, la insuficiencia de servicios, etc.) y son justificadas por la violencia cultural (por ejemplo, el discurso político que legitima las acciones violentas de algún individuo o grupo sobre otros), en una interrelación que potencialmente genera una espiral que converge en conflictos de difícil solución.
A su vez, estos tres tipos se dividen en subgrupos que tipifican y precisan desde la sociología todos los rasgos y formas de violencia, pero la aplicación del modelo completo implicaría una complejización extrema que desbordaría los límites que nos proponemos. Veamos, pues, cómo se aplica el Triángulo de Galtung a diferentes etapas de la historia de Cuba, desde su perspectiva más elemental.
Etapa colonial (1511-1898)
La historia colonial de Cuba comenzó a sangre y fuego, con la espada y el evangelio que someterían a las culturas primigenias en un sistema de esclavitud tan despiadado que devendría etnocidio. El aborigen cubano desapareció en poco tiempo, llevándose consigo su arcana cultura y casi todos los secretos de sus tradiciones, acallado bajo el impulso colonizador del sistema de Encomiendas. Así, el indio se fundió como sustrato en las raíces más lejanas de la cubanidad, apenas un componente del que se conservan solo elementos vestigiales.
La esclavitud y sus horrores se multiplicaron con la entrada de los esclavos africanos, llegados en pequeños grupos desde los inicios mismos de la conquista, y después en mayor proporción, desde mediados del siglo XVI y hasta finales del XVII, para dedicarse principalmente a la construcción de las fortificaciones que demandaban una gran cantidad de mano de obra y que protegerían varias villas de Cuba de otro azote violento; el corso y la piratería, en particular La Habana. También los esclavos eran explotados en trabajos de agricultura y minería.
Las sublevaciones esclavas fueron la respuesta violenta a la violencia de la esclavitud negra, aunque este período también asistió a la conocida sublevación de los vegueros (1723), campesinos blancos, de la que resultaría el fusilamiento de una decena de ellos, colgados en el camino como brutal escarmiento.
Tras la Revolución de Haití, Cuba se convirtió en la primera productora mundial de azúcar y de café, lo que trajo como consecuencia el auge de la trata esclava desde África e incrementó el escenario y cultura de violencia en plena etapa formativa de las bases de la nacionalidad (criollismo). Entre finales del siglo XVIII y el primer quinto del siglo XIX, entraron a la Isla más de 300 mil esclavos negros que trabajarían fundamentalmente en las plantaciones de azúcar. Estas eran verdaderas cárceles en que los esclavos quedaban encerrados hasta su muerte, generalmente prematura debido a las horribles condiciones de su vida y los abusos del exceso de trabajo y los castigos corporales. El azote, el bocabajo, el novenario, la escalera y el bayona, entre otros, fueron algunos de los inhumanos castigos ideados por los amos para someter a los esclavos. La esclavitud negra aportó así uno de los componentes más brutales de la violencia en la historia de Cuba, cuyos ecos se registran hasta hoy trasmutados en las diversas formas de discriminación racial que se resisten a desaparecer.
Las rebeliones esclavas se sucedieron con particular violencia, e igualmente violentas fueron las formas de sofocarlas y las masacres y escarmientos que aplicaron los amos blancos sobre los sublevados.
Otros episodios violentos matizaron todo el período colonial, como la toma de La Habana por los ingleses, la represión contra los implicados en la Conspiración de la Escalera, el fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina, la reconcentración de Weyler y otros menos conocidos, pero no por ello menos significativos.
Las guerras de independencia (1868-1878)-(1895-1898)
Con el estallido de la primera Guerra de Independencia y el “Manifiesto del Diez de Octubre”, se instauró en Cuba el principio de las revoluciones violentas. Las guerras de independencia contra el dominio colonial español portan en sí la contradicción de la legitimidad de las aspiraciones libertarias de la nación, por un lado, y sentar las bases para la legitimización de la violencia como vía para alcanzarla, por el otro, principio que se mantiene hasta hoy y forma parte del discurso oficial para justificar la represión.
Muerte, destrucción por la tea incendiaria y otros métodos violentos que arruinaron la economía, además de la respuesta de la Corona Española, que comprometió cuantiosos fondos de su maltrecha bolsa en la defensa denodada de sus postreras posesiones en las Antillas, fueron el saldo de una confrontación que terminó, como todas, en la mesa de negociaciones, tras la también violenta intervención del ejército estadounidense en el conflicto hispano-cubano. Se puso así punto final a un siglo cuyos dos principales signos fueron la barbarie de la esclavitud y la barbarie de la guerra. Pero, pese al alto costo humano y económico de la prolongada beligerancia, la retirada de España no significó la consecución de la independencia para los cubanos.
Etapa republicana (1902-1952)
Cuando se izó por primera vez la bandera cubana en solitario sobre el castillo de los Tres Reyes del Morro, el 20 de mayo de 1902, apenas comenzaba a acrisolarse el resultado de más de tres siglos de opresión colonial y cultura de la violencia.
A pesar de los innegables logros y los avances cívicos alcanzados en esta etapa, nada impidió que estas décadas de “paz” estuvieran frecuentemente cruzadas por numerosos sucesos violentos. En aras de la síntesis, podríamos mencionar algunos de los más notorios: las revueltas desatadas por las intenciones de reelección del primer presidente republicano, Tomás Estrada Palma, que dio lugar a la segunda intervención norteamericana en Cuba; el alzamiento liberal de 1906 o Guerrita de Agosto, con su cuota de muertes y destrucción; el alzamiento de los miembros del Partido Independiente de Color en 1912, que terminó con miles de afrodescendientes muertos por el ejército republicano; alzamientos armados, atentados y represión, durante los gobiernos de Mario García Menocal y Gerardo Machado; sucesivos golpes de Estado militares protagonizados por Fulgencio Batista, el último de los cuales, ocurrido el 10 de marzo de 1952, sirvió de pretexto para el colofón de violencia de la etapa republicana y truncó las esperanzas de alcanzar la plenitud de una cultura cívica, al servir de justificación para asaltar un importante cuartel y eventualmente desarrollar una guerra de guerrillas que le permitiría entronizarse en el poder de manera permanente.
Los esfuerzos de los sectores moderados que trataron de encontrar una solución pacífica y pactada al enfrentamiento entre las aspiraciones de justicia y bienestar de los cubanos, las acciones violentas de los revolucionarios y la represión del gobierno, fracasaron contra la obstinada negativa del gobierno a negociar con la parte opositora beligerante y las aspiraciones caudillistas del líder de la guerrilla.
A su vez, la tradición guerrillera decimonónica y la magnificación de los caudillos en el imaginario popular fueron factores decisivos en el empoderamiento de la nueva dictadura que asumiría el poder ante la huida de Batista, ocurrida el 31 de diciembre de 1958.
Etapa del totalitarismo “revolucionario” (1959 hasta la actualidad)
El 1 de enero de 1959 triunfó la insurrección armada y se inició un proceso de profundas transformaciones socio-económicas. Numerosas medidas beneficiaron a las grandes masas populares, como fue el caso de la Ley de Reforma Agraria, la Alfabetización, la generalización de la enseñanza, el acceso a la salud, etc., en tanto otras perjudicaron gravemente a los sectores empresariales privados, tanto de cubanos como de extranjeros, así como sus capitales atesorados en la banca nacional y crearon una nueva clase de despojados, que significó otro tipo de exclusiones.
Las expropiaciones resultantes de la entrada en vigor de las leyes revolucionarias y otros factores de índole política que marcaron un profundo cisma entre diferentes sectores sociales -incluyendo muchos de los que participaron de alguna manera en la insurrección- y dieron lugar a nuevas manifestaciones de violencia, traducidas en alzamientos armados en zonas intrincadas, sabotajes y asesinatos de civiles, como fue el caso de alfabetizadores movilizados en zonas rurales de la Isla.
La propia revolución continuó su espiral de violencia, aun después de alcanzar el poder. Se sucedieron procesos sumarios contra miembros y colaboradores del antiguo régimen, y contra cualquier manifestación de desacuerdo con las directrices del caudillo gobernante. Paredón de fusilamiento, largas condenas en cárceles, emigración forzosa, mítines masivos contra los “desafectos”, ostracismo contra los intelectuales no comprometidos con el proceso, vigilancia, intimidación… son algunas de las formas de violencia que se generalizaron como prácticas legítimas del poder contra los ciudadanos.
En más de cinco décadas la confrontación entre los cubanos en dependencia de su orientación ideológica, y con los gobiernos de Estados Unidos, han apuntalado la política del gobierno y justificado, incluso desde el Derecho, la práctica impune de la violencia. Los ejemplos de la beligerancia y variadas formas de violencia como políticas de Estado huelgan y son suficientemente conocidos: guerras de intervención en diferentes regiones del planeta, creación de campos de trabajo, presidio por causas políticas, mítines de repudio, fractura de la familia, coacción y control social, expropiaciones y decomisos de propiedades individuales, coartación y violación de los derechos, adoctrinamiento desde edades tempranas, etc.
Paradójicamente, y a diferencia de las etapas anteriores, no se han producido guerras o sublevaciones, huelgas ni manifestaciones masivas contra los atropellos del gobierno. Las razones radican en las formas de violencia solapada y silenciosa que son la violencia estructural y la violencia cultural. El gobierno no solo desmontó todas las estructuras cívicas que servían de soporte a los actores sociales e impulsaban movimientos más o menos efectivos, sino que reforzó su poder omnímodo a través del control cultural, refrendado, por ejemplo, en el control absoluto de los medios de información, difusión y comunicación; en la ausencia de libertades como la de expresión y de asociación, y en un sistema nacional de enseñanza diseñado para adoctrinar a las nuevas generaciones en función de los intereses ideológicos del gobierno, por solo citar algunos. Por si esto no fuera suficiente, el gobierno controla igualmente al ejército y a los cuerpos represivos, utilizando el terror social como recurso de sustentación del poder.
Los métodos han variado con el transcurso del tiempo, en consonancia con las transformaciones que se han estado produciendo en el mundo y como resultado de las presiones externas e internas que ha estado recibiendo el gobierno. Sin embargo, las condiciones generadoras de violencia no solo se mantienen, sino que el deterioro ético y moral imperante, la corrupción incontrolable, la emigración constante, la crisis económica irreversible, la profundización de la pobreza, la frustración social, la pérdida general de valores, el aumento de la delincuencia y la falta de voluntad política del gobierno para dialogar con la sociedad en la búsqueda de soluciones, están conduciendo a un punto de no retorno en el cual la acumulación de estos y otros factores podrían desembocar en un estallido social que haría de Cuba una plaza ingobernable y desataría los odios y la barbarie hasta niveles impredecibles, con graves consecuencias para la nación y su futuro.
Corolario
En la realidad cubana actual se tipifican todos los elementos definidos en el Triángulo de la Violencia. Más aún, dichos elementos se encuentran representados en todos y cada uno de los niveles y esferas de la vida y en las interacciones humanas. Los cubanos vivimos el conflicto permanente entre un sistema caduco, ineficiente, obsoleto y demostradamente incapaz de implementar los cambios necesarios para transformar la crisis estructural del sistema, e igualmente incapaz de promover aperturas políticas para resolver desde dentro del país. El equilibrio social es precario, pese a la ausencia de conflictos armados, por lo que solo se remontaría el actual estado en virtud de la conjunción de al menos tres factores esenciales, no necesariamente los únicos:
– Fortalecimiento de la sociedad civil independiente al interior de Cuba para que esta sea capaz de presionar con efectividad sobre las decisiones políticas y los rumbos de la Nación.
– Apoyo de las naciones democráticas a un eventual proceso de transición en la Isla respetando los intereses de los cubanos, de manera inclusiva.
– Establecimiento de pactos que permitan un cambio gradual y ordenado del actual orden político, con participación plena de todos los actores sociales.
Solo tras la eliminación del totalitarismo los cubanos podremos contrarrestar los efectos del Triángulo de Galtung, un mal cuya larga permanencia entre nosotros amenaza las raíces mismas de la Nación.
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Miriam Celaya González (La Habana, 1959).
Licenciada en Historia del Arte por la Universidad de La Habana.
Antropóloga socio-cultural.
Profesora de Literatura y Lengua Española de enseñanza media superior y politécnica.
Se dedica al periodismo digital independiente desde 2004.
Escribe el blog Sin EVAsión.
Colabora con algunos medios digitales dentro y fuera de Cuba,
tales como la revista Voces, Convivencia, Diario de Cuba y Cubanet.