Amigos en zonas de discrepancia

Por Carlos Alberto Montaner
María Cristina y yo pudimos ser buenos amigos pese a las zonas de discrepancia que nos separaban. Eso dice mucho de su espíritu democrático y de su sentido de la tolerancia. Ella, católica practicante, tenía una visión trascendente de la especie humana. Yo, en cambio, no había sido tocado ni siquiera ligeramente por la divina gracia de la fe. Ella no creía que las presiones económicas sobre el régimen cubano eran un buen instrumento para tratar de modificar la política de La Habana. Yo pensaba que el gobierno de los Castro, tercamente estalinista, no dejaba otra opción disponible. Ella tendía a confiar en casi todas las personas que se le acercaban. Yo solía advertirle que la mano de la Inteligencia Cubana era larga y temeraria, y ella y su casa siempre hospitalarias y acogedoras, se habían convertido en un objetivo preferente de la policía política. María Cristina sonreía y me aseguraba que ella sabía enfrentarse a esos riesgos.
Lisandro Pérez, durante una charla pública organizada por el Instituto de Estudios Cubanos en el Miami Dade College, confirmó públicamente el inmenso compromiso de María Cristina con la diversidad de opiniones. Ahí le escuché la historia de cómo Jesús Arboleya, un alto oficial de la Inteligencia Cubana que actuaba como diplomático en Estados Unidos, en los años ochenta le había dicho que no podían autorizar los viajes a Cuba de ciertos académicos cubanoamericanos vinculados al Instituto, a menos de que yo dejara de escribir en el boletín de la Institución. María Cristina, sin dudar, y sin siquiera contármelo, respondió que jamás pagaría el precio de censurarme a mí o a nadie para conseguir esos permisos, aunque no estuviera de acuerdo con muchos de los textos que yo publicaba. Eso se llama integridad y coherencia moral.
La última vez que la vi, hace pocas semanas, fue para hablar del libro tuyo, Dagoberto, que lamentablemente no pude presentar porque coincidió con otro compromiso previo que ya tenía. Ella estaba entusiasmada con tu obra. Me dijo que estaba segura de que no le quedaba demasiado tiempo, pero entre los asuntos que no quería dejar inconclusos estaba tu libro.
Así vivió y así murió: entregada a servir a Cuba, a sus amigos, a cualquiera que necesitara su ayuda. Por eso casi todos los que la conocieron la querían y la respetaban.
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