Al margen de la historia: Antoñita Domínguez en el trono de España

Por Leonel Antonio de la Cuesta
Don Álvaro de la Iglesia, escritor español autor del libro Tradiciones Cubanas, le dedicó un capítulo del mismo a Antonia Domínguez y Borrell a quien llamó “reina de España”. Exageró mucho don Álvaro. Otro escritor español de nuestros días, don Juan Balansó, la caracterizó con el contradictorio epíteto de “la reina de la República”. ¿Quién fue esta cubana tan encumbrada como desconocida?
Orígenes
Antonia Domínguez y Borrell (o María Antonia Domínguez y Borrell) nació en el año de gracia de 1831 en Trinidad, una de las siete primeras villas fundadas por el conquistador Diego Velázquez, situada en el centro de la Isla en la provincia que indistintamente se ha llamado Santa Clara, Las Villas y Villa Clara. Las tierras trinitarias eran controladas en aquella época por varias grandes familias, entre las que se distinguían los Borrell, los Cantero y los Iznaga. Al momento de su nacimiento, en el penúltimo año del reinado de Fernando VII, aparte del azúcar se cultivaba el algodón, el cacao y el café. Los Borrell habían sido agraciados por la Corona con el título de condes de San Antonio y eran de origen andaluz.
Antonia Domínguez, para sus íntimos Antoñita, recibió la educación que entonces se brindaba a las mujeres de la aristocracia colonial. No muy diferente a la que recibió la reina Isabel II. En 1850 contando 19 años, contrajo matrimonio con su primo hermano Francisco Serrano y Domínguez quien le doblaba la edad.
El general bonito
Serrano, natural de Cádiz, era militar de profesión y había ganado sus galones combatiendo a los carlistas. Ya en 1840 era mariscal de campo y en 1843, a los 33 años, ocupó el ministerio de la Guerra. Hombre de gran belleza viril fue apodado el general bonito; era afable, tenía don de gentes y era simpático. Se le reputa como el primero de la larga lista de amantes de Isabel II. No fue precisamente un general erudito, ni un orador elocuente, pero no le faltó talento político para presidir el Estado español en sus variantes monárquica y republicana.
Antoñita en París
Los primos contrajeron matrimonio en 1850 en la Península. Cinco años después Serrano fue designado por primera vez embajador de España en París. Allí su mujer deslumbró por su belleza y en cierto sentido compitió con otra española: Eugenia de Montijo, condesa de Teba y emperatriz de los franceses por su matrimonio con Napoleón III. ¿Cómo era entonces Madame la Maréchale, como se presentaba entonces? Todos los autores, inclusive sus enemigos, están de acuerdo con que su belleza femenina aventajaba a la viril del “general bonito”. Juan Balansó en uno de sus libros repite la opinión de un autor francés que dijo: “[…] tenía unos ojos enormes, profundos, con sombreadas pestañas que sabía levantar con voluptuosidad: una nariz recta y perfecta; una boca sonrosada de labios algo gruesos que se cerraba en forma de corazón cuando sus caprichos no quedaban satisfechos y se ponía mohína; un busto amplio y formas pronunciadas que dejaban adivinar un cuerpo armonioso y perfecto; una tez blanca que contrastaba con el pelo endrino, cuyas largas trenzas la envolvían como una caricia más. Era la verdadera tentación hecha vida […]”.
Reinado en Cuba
Los movimientos políticos en la España de la época que tan bien describe Álvaro de la Iglesia llevaron al general Serrano a la Capitanía General de la isla de Cuba. Llegó a La Habana el 24 de noviembre de 1859 con su esposa y un gran séquito que incluía hasta una “poeta de cámara”: Gertrudis Gómez de Avellaneda, cuyo segundo esposo, el coronel Verdugo, era uno de sus ayudantes.
Es una gran ironía que Leopoldo O´ Donnell, el gobernante más sanguinario y feroz para los cubanos, nombrara gobernador de la ínsula a uno de los más benignos, tolerantes, morales y celosos de cuantos “virreyes” tuvo Cuba en el siglo XIX.
Serrano abrió las puertas del Palacio de los Capitanes Generales a los criollos practicando así una política de atracción a la cual contribuyó el hecho de que su mujer fuera hija del país. El 10 de diciembre de 1862 Serrano fue relevado del mando en Cuba sin dejar tras de sí ni sangre ni lágrimas. Al regresar a España se dirigió al Senado y afirmó “Si la suerte de los cubanos no se mejora tendrán razón para sublevarse”
Vuelta a España
A principios del propio año de 1862 Serrano fue agraciado con el título de duque de la Torre del Homenaje. Se dice que Antoñita decidió recortar la denominación de la gracia a duque de la Torre. El ducado traía aparejado el título de Grande de España.
Unos años después, en 1868, el mismo año del Grito de Yara en Cuba y el Grito de Lares en Puerto Rico que iniciaran los movimientos libertadores en esas islas, en España tuvo lugar la llamada Revolución Gloriosa, mediante la cual se depuso a la reina Isabel II. Los líderes de este pronunciamiento fueron los generales Prim y Serrano y el almirante Topete. Se decidió conservar la monarquía aunque de tipo liberal y para ello se promulgó la Constitución de 1869. Joan Prim y Prats (por cierto, casado con una criolla mejicana) se dedicó a buscar un príncipe liberal deseoso de ocupar el trono de España. En ese lapso de dos años Serrano fue designado regente con el tratamiento de Alteza. Antoñita se vio de pronto como una reina sin corona. De más está decir que fue objeto de todo tipo de ataques, burlas y desaires por parte de la aristocracia. “La cubana,” como se le llamaba con desprecio, contratacó con todas las fuerzas de que era capaz. Tras el breve reinado de Amadeo de Saboya (1871-73) se proclamó la Primera República Española de la cual Serrano fue el sexto presidente. Antoñita resultaba estar de nuevo en la cúspide de la nación ibérica y por supuesto era blanco de encarnizados ataques por parte de sus enemigos personales y políticos. Es cierto que cada vez que ocupó su marido la más alta magistratura del Estado, Antoñita se inmiscuyó en las tareas de gobierno haciendo nombrar y sustituir a altos funcionarios públicos independientemente de la voluntad de su marido. Creo que sería el sueño de muchas feministas contemporáneas. Según Balansó, el marqués de Villaurrutia aseveró: “Aquel hombre que no temía a nada ni a nadie, no tenía voluntad ante su esposa”.
Aunque tanto poder trajo aparejado violentísimos ataques que llegaron a poner en duda la fidelidad de Antoñita, casada con un hombre que podía ser su padre, lo cierto es que hasta ahora no se ha encontrado prueba alguna contra su dignidad en el tema de la moralidad sexual. Fue comparada con Isabel II, un mirlo blanco, aunque era muy coqueta.
Se ha dicho que fue una mujer excepcionalmente necia. Balansó cita otro aserto del marqués de Villaurrutia según el cual Antoñita era: “hembra de pocas luces, cortos alcances y muy estrecho criterio; poseía una incultura enciclopédica”. Ya se dijo que hubo de tener una instrucción al estilo de la época, y de sus métodos y procedimientos didácticos en relación con la formación que debían recibir las mujeres de la realeza y la nobleza. Sin embargo tan inculta no debió ser cuando escribió y publicó un libro redactado en francés, el cual según Balansó: “patentiza en la autora una capacidad de reflexión y un garbo literario muy superior, en todo caso, a los de gran número de sus contemporáneos”.
En la oposición
El 29 de diciembre de 1874, el general Arsenio Martínez Campos se pronunció en Sagunto en favor de la Restauración, o sea, la vuelta de los Borbones al trono en la persona de Alfonso XII, hijo de Isabel II. Esto determinó el fin del gobierno del duque de la Torre y su temporal exilio. Regresó más tarde dentro del marco restauracionista y trató de liderear a los liberales, mas, fracasado en este empeñó fundó un nuevo partido llamado la Izquierda Dinástica, de poco éxito.
Los últimos días del duque de la Torre
Separado de la política y lleno de achaques vivió el duque alternando entre sus posesiones andaluzas y la vida de la corte donde ya no brillaba. Su mujer lo acompañó en todo momento especialmente en ocasión del desgraciado matrimonio de Francisco, su único hijo. Esto fue devastador para el antiguo regente. Fue según se ha dicho un asesinato moral.
El 26 de noviembre de 1885, un día después del óbito de Alfonso XII, falleció Francisco Serrano Domínguez. Esta coincidencia hizo que su muerte pasara casi sin ser notada. De hecho, en su entierro no se le brindaron los honores que le correspondían ni se le enterró en un panteón de Estado. La duquesa luchó por varios años hasta hacer que se exhumaran los restos de su esposo y se depositaran en la Iglesia de San Jerónimo el Real con todos los honores que correspondían a quien había sido dos veces jefe del Estado español.
Viudez de la duquesa
En su viudez, Antoñita continuó haciendo abundantes obras de caridad y patrocinando a las artes y las letras. Edificó junto a su palacete del barrio de Salamanca un teatrillo de aficionados que recibió el nombre de su segunda hija y se llamó Teatro Ventura. El proyecto tuvo un notable buen éxito durante algunos años.
Antoñita siguió frecuentando la corte donde era recibida con cortesía pero sin afecto como era de esperar, no en balde era una duquesa republicana. Probablemente cansada de ese medio donde sus años de gloria se veían negativamente, Antoñita se marchó a vivir a Francia de mutuo propio y se instaló en Biarritz donde alternaba sus obras de caridad y devociones religiosas con el juego del bacará y la atención y obsequio de sus hijos y nietos cuando la visitaban.
A los 86 años, al final de la Primera Guerra Mundial (1917), pasó a mejor vida y está enterrada en una tumba más bien modesta en el cementerio de esa ciudad francesa.
En su época, Serrano fue considerado como un hombre de izquierdas: líder de la Revolución Gloriosa de 1868, patrocinador de la liberarísima Constitución de 1869, sexto presidente de la Primera República y fundador de la Izquierda Dinástica. Por otra parte sabemos de sus declaraciones a favor de los cubanos ante el Senado luego de su cese como gobernador de Cuba. Sin embargo su mujer nunca se interesó por la independencia de la Isla. Salida de esta al final de su adolescencia, regresó únicamente en el breve lapso del gobierno de su esposo. Se asimiló totalmente a la vida española a un grado todavía mayor que el de la Avellaneda. Lo único que conservó de Cuba fue el acento criollo y el apodo de “la cubana”.
España ha dado grandes mujeres que se han destacado en la vida pública. Guerreras como María Pita y Agustina de Aragón; gobernantes como Isabel la Católica; santas como Santa Teresa de Jesús; políticas como La Pasionaria; consejeras áulicas como la Madre Ágreda y un sinfín de escritoras y poetas. Sin embargo, regentas que no fueran de la realeza, solo ha habido dos: Antoñita y doña Carmen Polo de Franco. Me refiero desde luego a la época posterior a los Reyes Católicos. De ninguna de ellas se ha escrito mucho. En el caso de doña Carmen el silencio se justifica debido a que la figura de su esposo es todavía causa de álgidos debates entre sus defensores y detractores. En el caso de Antoñita parece raro, pues en la página 101 del tantas veces citado libro de Balansó aparece: “Fue, acaso, una de las personas que más decisivamente influyeron en la política española de su tiempo”.
Sería interesante que algún historiador español documentara fehacientemente este aserto.
Leonel Antonio de la Cuesta
Realizó estudios doctorales en la Universidad Santo Tomás de Villanueva, Cuba; en La Sorbonne y en The Johns Hopkins University.
Ha enseñado durante más de cuarenta años en Los Estados Unidos. Durante treinta años se ha dedicado al estudio del constitucionalismo cubano.
Actualmente profesa en las facultades de Letras, Ciencias y Derecho de la Florida International University.
Ha publicado quince libros.
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