Por Williams Iván Rodríguez Torres
De niño tuve unos excelentes vecinos Testigos de Jehová. Por aquella época, a pesar de ser nobles y muy honestas personas, eran bastante mal vistos; eran varios matrimonios, es decir, tres generaciones de una misma familia, cada generación bastante numerosa. La más joven de ellas era la contemporánea conmigo.
Por Williams Iván Rodríguez Torres
De niño tuve unos excelentes vecinos Testigos de Jehová. Por aquella época, a pesar de ser nobles y muy honestas personas, eran bastante mal vistos; eran varios matrimonios, es decir, tres generaciones de una misma familia, cada generación bastante numerosa. La más joven de ellas era la contemporánea conmigo. De ellos, apenas a los cinco, o seis años, comencé a escuchar de un mundo nuevo, diferente.
Cada tarde, en ocasiones dos o tres veces por semana frecuentaba su casa; en ella me leían libros y revistas que tenían bellas ilustraciones, que me llevaban soñando a lugares deseados de preciosos parajes, con transparentes cascadas, donde el hombre y la fieras convivían, donde un niño podía acariciar el pelaje de un león y dormir sobre el costado de un tigre. Soñaba con un mundo en el que se trabajaba por amor y en el que las personas compartían todo y en el que todos eran felices.
Poco a poco mis sueños comenzaron a tener sobresaltos, había quienes murmuraban en el barrio sobre aquellas personas que para mí, no hacían más que el bien. Algunos hablaban horrores sobre aquel libro que me leían cada tarde al visitar su casa. Se trataba de la Biblia. Muchos adultos de mi infancia me decían que este libro, mágico para mí, me decían que era una herramienta de distorsión y lavado de cerebro. Que aquellas nobles y amables personas eran escoria, elementos desafectos y contrarrevolucionarios.
Por aquella misma época comenzaron a despertarme temprano en la mañana, en las siestas de cada tarde, e incluso en horas de la noche unos gritos que al principio me daban miedo y luego se fueron convirtiendo en una especie de carnaval, de comparsa para mi imaginación infantil: “Pin pon fuera, abajo la gusanera… Aprieta que a Cuba se respeta”.
Nunca olvidaré que la primera vez que me desperté bajo esos horrendos gritos, vi como en una casa de la acera del frente donde vivía Clara, una anciana con su único hijo, un joven con el “delito” de ser homosexual era sitiada por decenas, quizás un centenar de personas, en su mayoría vecinos que coreaban frenéticamente consignas y lanzaban huevos. Un espectáculo aterrador para mí.
A los pocos días de aquello descubrí que el hijo de Clara se había ido para el Norte por el Mariel. Ella murió unos meses después.
Anoche soñé, nuevamente soñé con ese mundo ideal; esta vez con la visión de un adulto que ha vivido bastante. En mi sueño veía a las personas reír, dejar las caras alargadas y amargas para tomar rostros pequeños y anchos. Vi a las personas abrazarse y cantar, mucha gente en una colina contemplando la obra realizada. No existían casas de bajo costo ni barrios marginales. Vi a los médicos viviendo de su salario sin cargar sancocho ni alquilar sus autos, ya no existían promesas sin cumplir ni pirámides invertidas. Viví por un rato en un lugar donde la gente estudiaba e iba al médico sin tener que asumir una deuda eterna, la deuda de callar y bajar la cabeza por agradecimiento y sumisión.
Anoche soñé, nuevamente soñé que mis vecinos, gente de bien, eran felicitados por contribuir a la formación de nuevas generaciones; soñé que no existían las listas negras en las escuelas, listas en las que se ponían a los niños que practicaban alguna religión; soñé que no existían grupos de apoyo y respuesta rápida, informantes, chivatos, ni paredón. Soñé que habíamos crecido en la economía y el corazón. Ya no existían ni el embargo, ni las balsas, ni la ley de ajuste, ni el ser cuestionado por tener libre opinión.
Esta mañana desperté recordando las palabras de un viejo amigo y antiguo catequista que nos decía a los jóvenes: El reino de Dios es ya, pero todavía no.
De esta misma manera sucede con la Cuba que todos queremos. No podemos esperar a que llegue, a que alguien la traiga prefabricada, a que otros la tengan preconcebida, o que sencillamente vengan a hacer lo que nos corresponde a nosotros. Por dejar siempre que sean otros los que propongan y decidan es que hemos llegado al punto en el que estamos, es que se ha producido el daño antropológico que padecemos. Por no ser protagonistas de nuestra historia es que estamos sufriendo la falta de valores y de identidad, el desarraigo y el desmembramiento familiar.
Indudablemente el gobierno de nuestro país se encuentra en una encrucijada: abrirse sin reservas al indetenible y necesario cambio con la colaboración de todos para salvar la nación, o quedarse encerrado e inmóvil a contemplar cómo se destruye lo poco que queda de lo que con tanto sudor se logró.
En esta importante hora, todos nos debemos ajustar ante la nueva realidad, al cambio de mentalidad que lleva el nuevo camino a seguir. Algunos, los más previsores, de seguro se habrán estado preparando de antemano, otros tendrán que comenzar a poner su empeño en hacerlo. Por desgracia habrá aquellos que se nieguen a querer abrir la mente y los ojos, a mirar más allá de la nariz, esos, que espero sean pocos, no podrán avanzar con el paso indetenible de la historia y quedarán varados en los vericuetos oscuros de un pasado improductivo.
Tenemos una tarea dura por delante, debemos alfabetizarnos en política, democracia, economía, planificación y algunas otras materias pendientes que nos serán necesarias al entrar en contacto con las nuevas posibilidades que indudablemente tendremos. Debemos ser humildes y aceptar la cooperación de todos los que nos quieran aportar, partiendo de que primero van los cubanos todos, los de aquí y los que se encuentren en cualquier lugar. Tenemos que cerrar las cuentas, pasar páginas y comenzarnos a reconciliar.
Una patria grande espera por nuestro empeño para ser reconstruida, ya no hay tiempo para culpables ni discusión; es momento de diálogo sincero, de reconciliación. Es nuestro derecho el sentarnos a la mesa a proponer; es nuestra obligación el poner nuestras manos en la restauración de la nación.
La Cuba que queremos es ya, pero todavía no. No mientras no asumamos el papel que nos corresponde de hacedores, de constructores, de artesanos del alma de la nación.
Williams Iván Rodríguez Torres (Pinar del Río, 1976).
Técnico en Ortopedia y Traumatología.
Artesano.