Habitación 104, cama 24, Tensión arterial por debajo de cero (Parte II)

Por Maikel Iglesias Rodríguez
 
 
V (puentes y caminos)
 
7:21 a.m., según el dictado de mi celular. Ya estamos bajo el puente que conecta la 6-vías con el municipio Los Palacios. La joven doctora se bajó del ómnibus primero que yo. Un grupo de jóvenes se orillan debajo del puente con sus mercancías. A pesar de que los chubascos parecen inminentes y la incertidumbre es palabra de orden en tal situación, se les ve regocijados a los chicos.


 

 
 
Por Maikel Iglesias Rodríguez
 
 
Postales de Los Palacios. Fotos de Maikel Iglesias Rodríguez.
 
 
V (puentes y caminos)
 
 
7:21 a.m., según el dictado de mi celular. Ya estamos bajo el puente que conecta la 6-vías con el municipio Los Palacios. La joven doctora se bajó del ómnibus primero que yo. Un grupo de jóvenes se orillan debajo del puente con sus mercancías. A pesar de que los chubascos parecen inminentes y la incertidumbre es palabra de orden en tal situación, se les ve regocijados a los chicos. Es increíble la actitud juvenil de estos muchachos que esperan varados en la vía, como si sus esperanzas avalasen, pasaportes al cosmos o la trascendencia. Digo increíble, cuando lo que debí decir es paradójico, porque lo cierto es que uno puede envejecer de tanta espera en un cruce de pueblo. La respuesta fisiológica en tales casos, debería propiciar un estado de ánimo mucho menos feliz, pero la fisiología humana, tiene también que afrontar las mismas contradicciones, que la anatomía de los cuerpos que pugilatean a diario por sobrevivir. Aunque no sean tan bellos por fuera, los que aguardan debajo de un puente o en medio de un camino, no deben permitir que el desespero, les ponga las caras más horribles de lo que en verdad son; ¿si no quién los auxilia en sus necesidades de llegar a sus destinos? Claro, casi al vuelo he logrado distinguir, una diferencia ostensible, entre los que esperan en las inmediaciones de la autopista nacional y quienes están obligados a hacerlo en otros puntos del mapa provinciano. En estos pueblos que conectan con la vía cardinal, los viajeros tienen más esperanzas de arribar a sus metas, antes de que caiga la noche, que en todos los parajes que se ubican al oeste; es notable que el tiempo discurre más pausado en los relojes de Guane, Minas de Matahambre y otros sitios más occidentales que Consolación y Los Palacios. Para que las vidas sean más ágiles y desenvueltas donde queda más lejos la autopista, se necesita correr la capital de Cuba hacia el Cabo de San Antonio, o crear varias metrópolis de envergadura mundial en esta isla. Pero siento que no debo desviarme hacia La Habana, ni siquiera con el pensamiento cuando es tan hostil el clima. Una vez que suba la escalerilla para aproximarme al corazón palaceño, ha de agitarme la visión de una sarta de nubes que invaden la provincia por todos sus puntos cardinales. Sería un milagro que pueda prorrogarse el aguacero hasta la diez de la mañana y consiga retratar las esencias de este territorio, sin que se inunden por dentro mis sueños. Por lo que urge sobremanera optimizar mis pasos, después de capturar un par de estampas del advenimiento, en las que se destacan además de las alicaídas flores de mayo, los rótulos grotescos que indican que aunque esté distante de mi casa, aún no hemos llegado al fin del mundo. Mejor obvio las veredas y me enfoco en el camino, y así la buena suerte jamás podrá endilgarme, que fui yo quien le propuso romper el matrimonio. Al primer vehículo que vea detenerse, lo voy a embestir a como dé lugar, no importa que sea pequeño, tenga color amarillo, una chapa habanera y esté casi repleto hasta el moño. Lo más impredecible que tienen los azares, son las formas que adoptan para revelarnos, respuestas acertadas a nuestras ecuaciones. En esencia, lo fundamental es que ya podré contar entre mi diario, otro nuevo kilómetro cero de mi Vueltabajo. Los puentes para ser más perdurables, no dependen solamente de la suerte que provee a los caminantes, sino de los detalles más insólitos que marcan los caminos.
 
VI (los cementerios son museos del espíritu)
 
Los camposantos reflejan las verdades de los pueblos, de un modo más fidedigno que otras empresas humanas. Uno puede descifrar entre los cementerios, el estado actual de toda una nación, incluso sus tendencias futuristas, según el modo en que la gente salvaguarda la memoria de sus muertos. Bastaría con tener un inventario de los epitafios, que uno logre traducir sobre las lápidas desperdigadas en un camposanto, para darnos cuenta de los sentimientos y la creatividad del hombre, para vislumbrar sus sueños y certezas, también prejuicios y miedos; porque, es muy cierto también, que ante la desaparición de un ser cercano, a veces uno tiende a que sus fobias se descarguen contra el mundo, a expensas de que se nos oscurezcan, cuáles son las filiaciones más reales. Aunque pienso que no deberíamos inflarnos demasiado con nuestra incursión en estos predios, puesto que, como en todo museo, a veces coexisten exposiciones permanentes con otras de carácter transitorio, y esto puede acarrearnos distracciones superfluas y algunos equívocos imperdonables. Aún así, al igual que los infantes, las necrópolis, son menos proclives a mentir, mucho menos a prostituirse. Por eso, si uno se encuentra visitando por primera vez un territorio, y alguien excluye de su agenda la excursión a un cementerio, procure conseguir antes de que se termine su presupuesto de viaje, unas horas de ocio con el fin de adentrarse en el museo de los espíritus y confluir de advenedizo en los panteones memorables de las almas. Nadie conoce de cerca a una ciudad, si no ha pasado la noche con ella. Es difícil captar las potencialidades esenciales de un pueblo, si uno no entorna la mirada y toma nota de los múltiples códigos, que suelen encriptarse entre los camposantos. A ratos, se perciben en las tumbas, noticias más actuales que hasta en los periódicos. Hay que contrastar las opiniones extensas de los vivos con los breves comentarios que afloran entre los difuntos. Si el estado de los cementerios, fuera maloliente y nauseabundo, si muchas de las bóvedas, estuviesen corruptas, trepanadas o canibalizadas por el paso del tiempo y la indolencia de los hombres, si pulula un silencio mezquino en los sepulcros, marcado por flores decrépitas y dispersos jarrones quebrados, con exigua poesía y esperanza desangrada en las dedicatorias; no hay dudas de que estamos en un sitio y una época donde los dioses ya no abundan, y los fantasmas suelen espantarse de los seres humanos. A veces a los muertos, los condenan a morir tres veces. Producto del olvido y la impiedad, la vida de la gente se equipara a la de los extintos. Los pueblos se sumergen moribundos en sus ilusiones, cuando el tiempo les tala de raíz el bosque imaginario de su legendaria fe. No obstante, uno entiende al salir de las necrópolis, en una dimensión mucho más honda, la verdadera esencia de la vida. Soy un hombre de muchas preguntas, pocas respuestas y algunas dudas en mi diario. Pero la certidumbre de que sigo vivo, es poder hacer el cuento de lo que en mis pasos se ha manifestado. Un sacerdote de Ifá, una vez que atravesé el umbral del camposanto palaceño, me extendió el primer saludo verdaderamente humano en las horas que llevaba por aquellas tierras. Serían las nueve de una húmeda mañana, la cual parecía retardar sus lluvias para no ser tan implacable con los visitantes. Aunque la novia que más me inspirase en los felices días de mi adolescencia, Katia Hernández Argote, y el amigo Frank Chapman, quien me abrió junto a las puertas de su casa las del municipio en el primer encuentro que tendría con él; ya no se encontraban en el pueblo, pues mi ex, la más esbelta de todas mis musas, se había instalado desde hacía algún tiempo en un país bañado por los mares del Mediterráneo, y el amigazo, que fue más que mi compadre, me dijeron que andaba por el Oriente de Cuba, tomando el sendero a la inversa de los emigrantes nacionales. No me sentí solo jamás en Los Palacios, mucho menos perdido al salir del cementerio. Después del cruce de experiencias con el babalawo, fui lozano tras las pistas del museo municipal de historia y otras edificaciones, que pudieran conferirle a mis retratos, señales legítimas de vida.
 
VII (tatuados por dentro)
 
Tras haber recorrido varias veces la calle principal de un pueblo, luego de haber reparado en sus aspectos físicos y en algunas de sus peculiaridades más reconocibles a un golpe digital; uno siente la necesidad de conseguir otras postales donde se reflejen la naturaleza íntima de la localidad. La estación de trenes, la Iglesia Católica, el paseo de la calle real, el estadio beisbolero, las casas coloniales, los parques y los monumentos; son imágenes que aumentan su valor en la medida en que nos aproximamos a la condición humana del entorno. Los andares de la gente, sus parlamentos cotidianos, los hábitos alimentarios, sus modos de vestir, sus ritmos y sus pausas, la higiene mental y el fulgor de los espíritus; pueden adentrarnos en la parte más auténtica del laberinto cívico, el cual hasta los visitantes más fugaces ayudan a confeccionar. Es obvio que es mucho más arduo, infiltrarse en lo más hondo de las vidas que se cruzan a nuestro paso, si uno se deja guiar por la prisa y carece del servicio que conceden los expertos en el redescubrimiento de la geografía local, o sea, en quitarles las máscaras a un sitio. Sin embargo, esta ingenuidad que suele acompañarnos cuando viajamos solos a un rincón, muy poco divulgado por demás, esta circunstancia de andar desprotegidos por ahí, nos obliga a hacer que nuestros receptores, se afinen al máximo de sus posibilidades, con el cardinal propósito de favorecernos una toma de conciencia más profunda. Todas las voces, los olores menos olfateables, los detalles más sutiles a la vista, los sabores insípidos, las texturas intangibles y premoniciones turbias; suelen ser captadas con más nitidez en estos casos; máxime si uno primero realiza la foto por dentro, antes de exteriorizarla con su cámara. Tan solo me bastaron pocas horas para cerciorarme de aquellas miserias humanas, que devastan el paisaje con sus estridencias. Diversos comentarios de índole racista, entre los que puedo inventariar al menos una terna: “tenía que ser negro, siempre están haciendo monerías, dicen que fulana se ha puesto más flaca desde que es novia de un prieto ahí, que además, se la come a golpes cuando quiere”; activaron mis alarmas al son de quien le urge protegerse y no apetece bailar con la más fea de la fiesta, no por la cara espantosa que ofrece su pareja hipotética de baile, sino por la violencia de la música de fondo. Este síndrome que reproduce en los hombres las iras a granel, puede diagnosticarse al vuelo con tan solo distinguir los síntomas que le conciernen a la agresividad verbal, no necesita para ser reconocida como enfermedad del alma, que alguien nos narre al dedillo una sarta de hechos absurdos y sangrientos. Pero basta muchas veces con un solo gesto de bondad, para salvarnos el mundo de la contaminación del día. Pese a que los aromas indulgentes de un jardín de lirios, son menos perceptibles para la mayoría de los seres humanos, que el estruendo de una torre que se nos derrumba ante nuestras narices; hay señales de nobleza y compasión en los caminos más insospechados, incluso puede manifestarse en los primeros planos y a todo color y en 3 o 4 D , rasgos distintivos de cordialidad en un perro callejero, por ejemplo, cuando guiña sus ojos legañosos y revuelve su cola para saludar al peregrino y pedirle de paso unas virutas de pan o una caricia; o en las yuntas de bueyes babeantes y pulgosos que detienen su marcha en un solo frenazo, antes que su soberbio amo se lo ordene con la punta incisiva de su vara o con el látigo, frente al ritmo agitado de un ciclista que se desespera en llegar a algún paraje, quizás al mismo sitio de todos los días. También las mariposas zigzagueantes tras la pista de la flor más exquisita, y las aves que posan y cantan en los húmedos cordones del tendido eléctrico, como si estos fueran gigantes mandolinas, banjos, o tal vez contrabajos acústicos. Y mujeres y hombres también, por supuesto, sin importar el color de sus pieles, ni el laceado del cabello, ni los años, ni sus creencias, tampoco sus ideologías, ni el tatuaje naif o un poco más detallista que exhiben en contraste los transeúntes con las otras marcas que la vida va dejando de manera más o menos natural sobre las superficies. Dos ancianas compartiendo sus nostalgias con paciencia e insólito candor en un portal, mientras la lluvia perpetúa su amenaza, devolvieron a mi cuerpo un lenitivo y a mi alma otro tipo de bálsamo, en suficiente grado para continuar el viaje sin desmoronarme. La estampa que obtuve de ellas, me gustaría dedicarla a los más jóvenes del mundo, creo que archiva en su esencia el secreto de cómo envejecer sin renunciar a una sonrisa verdaderamente franca. Después de esta inyección de fe, vinieron otros ángeles con nombres y rostros y alientos humanos –aunque no me recuerde de todos–, que me auxiliarían en el laberinto que me cautivaba. El joven comerciante que hace malabares con tal de entretenerme en lo que logra resolver el desperfecto de su cafetera importada desde China; las chicas risueñas que me sirven el café y me ponen en onda con las entrecalles y los medios de transporte que la gente ha bautizado con el mote Llega-y-vira, o mejor, con el fármaco que hace ya muchos años logró convertirse en el vellocino de oro de la firma alemana Bayer, cuál si no el ácido acetil salicílico (Aspirina), transformada en camioncito de una sola puerta y abordaje en este caso lateral; la señora dependiente que a pesar de conocer el estado indigerible que tienen las croquetas que ofertan en su cafetería pública, estrena maniobras maternales para facilitarme la fase postpandrial de mi organismo; familias y amigos que se juntan dentro de un negocio con la ilusión de prosperar, o se achantan en el parque, absortos en la contemplación de sus hijos; novios que se besan sin reservas en medio de la calle, pintando algún grafiti rústico con el fin de eternizar los buenos sentimientos. Muchos son los arquetipos de la versión menos cruenta que encontré en el pueblo, casi todos versátiles, emprendedores y audaces; como aquella muchacha que sin rebasar los veinte, no esconde a Los Palacios su maternidad sino que la descubre con orgullo en la parada que dista a pocos metros de una guarapera con ventilación escasa y sin embargo, dignifica a los clientes, porque allí sus empleados muestran un sentido real de pertenencia a su terruño. Mas, sería una hermosa mujer llamada Leidi, y un duende poeta nombrado Yosdán, quienes me inspirasen las frases más bellas. El varón ya me era conocido de mis múltiples andanzas literarias, aunque en verdad no imaginé jamás, tropezármelo en aquellos lares; la dama me la ofrecería el azar con una gracia imponderable y madurez extraordinaria, para proveer a los necesitados del venerable combustible histórico que yace en los museos. Yosdán llegó a decirme que andaba sin trabajo, que las cosas estaban cada vez más deprimentes, pero que nunca dejaría de soñar en versos. La guía de Leidi en una casa restaurada para la conservación de las memorias locales, fue trascendental en mis propósitos de aproximarme cada instante más a la raíz de Cuba. Gracias a ella, pude confirmar una leyenda antigua repetida en distintas maneras a lo largo de toda la isla, la cual nos coloca por cierto, en una extraña postura de fieles amantes, que a ratos aborrecen también su conexión profunda con el mar, por lo que con el tiempo se distancian y hasta a veces lo olvidan, más allá de que adeuden su sal y esos grandes secretos que atesoran los océanos. Son buenas las olas que bañan a Cuba para prodigar apariciones virginales, son piadosas para ser rebautizadas con el nombre de las aborígenes más bellas. No obstante que sea, demasiado complejo en estos días, realizar el deseo de trasladarnos hasta la sureña playa de arenas negruzcas y medicinales que nombran Dayanigua, en honor a la nativa más hermosa que ojos españoles, africanos y criollos hayan visto en la vida; uno debe proponérselo algún día; más temprano que tarde, las aguas siempre vienen a salvarnos de la amnesia y la desesperanza. Cuba sin mares no existe, como no son posibles tampoco las iglesias sin altares. Pinar del Río sin conciencia de su historia, ignora como todo náufrago en el altamar, qué bahías o puerto les reservará el futuro.
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Maikel Iglesias Rodríguez (Pinar del Río, 1980).
Poeta, articulista, médico y fotógrafo.
Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia.
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