Por Dagoberto Valdés Hernández
El cariño entrañable del Papa Juan Pablo II a Cuba y a su gente ha sido un hecho tangible y permanente a lo largo de sus 26 años de Pontificado. Habría señales muy elocuentes y solemnes: sus enseñanzas a los Obispos cubanos en la Visita Ad Limina que todos los prelados deben hacer al Papa cada cinco años, los mensajes enviados con numerosos cardenales y otros dignatarios de la Curia Romana que con una frecuencia inusitada venían a la Isla con encargos en su nombre, los discursos a los embajadores de Cuba ante la Santa Sede, pero sobre todo, su inolvidable Visita Pastoral a Cuba, todo ello habla de manera elocuente y pública de ese cariño del Papa.
En este momento de su despedida, deseo recordar, porque no puedo hacer otra cosa, esos encuentros personales, privados unos, públicos otros, en la intimidad de su casa o en salones y plazas, en que el Papa se encontraba con un cubano de a pie, aún para más confusión, de un simple pinareño… y ya sabemos todos la fama que tenemos, algunas veces por mito y otras por realidad.
En este momento de recuento estas audiencias-encuentros se perderán en el mar de eventos importantes, en la montaña de escritos solemnes, en las imparables mareas humanas que lo veneran y lo aclaman alrededor del mundo entero, nunca mejor dicho, en todas las lenguas, en el seno de todas las religiones, la forma peculiar de cada cultura… Era su programa y lo cumplió con creces. Ha convertido a la Iglesia en una realidad más católica, más universal, más global, “remó mar adentro” y la pesca ha sido abundante… todo esto y mucho más que he oído, leído, visto en todos los medios del mundo… otra vez esa frase que a veces se usa tan abusivamente y que nunca como ahora hemos podido apreciar en tal abarcadora y pluralista realidad. Sí ha sido todo el mundo… o casi todo el mundo porque algunos han preferido quedarse sentados en el parlamento español mientras el mundo se levantaba… “porque un minuto de silencio -han expresado- es mucho”.
Pero no quiero distraerme con esas miserias humanas ni con las otras grandezas… también humanas. No quiero, ni puedo, separarme de unos detalles insignificantes, de los gestos ocasionales, de las palabras improvisadas y de las miradas intensas y penetrantes del Papa para un cubano insignificante… uno más de los peregrinos, un simple fiel que desde el primer encuentro quedó marcado por el carisma de este santo Padre, así es él, de ahí el título… y no al revés.
Así fue que casi al concluir el Encuentro Nacional Eclesial Cubano(ENEC), el evento más significativo de esta Iglesia en los 500 años de su historia, me llamó mi Obispo una tarde de mayo mientras regaba las orquídeas que el pastor cultivaba en el patio del Obispado, y allí me dijo, sin mucho protocolo: -Prepárate porque has sido elegido para participar como delegado de Cuba a un Encuentro Internacional de Intelectuales Católicos del Movimiento Pax Romana que cumple 50 años de fundado… y ese congreso -dijo el Obispo- será en… Roma.
Luego de tragar en seco, aquel laico de 32 años que no había salido nunca de su Isla, comenzó su primera peregrinación al encuentro del sucesor de San Pedro.
Primer encuentro, en 1987: La fuerza de la certeza, palabra segura y paso firme. Con el Cardenal Pironio y el Padre Gustavo Gutiérrez
Una vez en Roma el peregrino pinareño pudo visitar los sepulcros de Pedro y Pablo y los demás santuarios de la cristiandad, pero el momento culminante de aquel mes en la Ciudad Eterna fue el indescriptible atardecer del 25 de septiembre de 1987, en que el grupo de cerca de 100 delegados al Congreso de Pax Romana subió las escaleras del Palacio Apostólico Vaticano hasta la Sala del Consistorio, donde estaban dispuestas las sillas para los participantes y todo lo necesario para recibir al Papa. Allí fue situado por el Cardenal Pironio, otro amigo de Cuba, el cubano peregrino al lado de un peruano entonces controvertido y siempre humilde que invitaba al cubano a mirar los frescos magníficos de la sala para distraer los nervios de la espera. Se trataba del Padre Gustavo Gutiérrez.
Al fin entró con paso firme y sonoro el Papa Juan Pablo II, mil veces visto en revistas y periódicos y ahora, al fin, vivo y presente, impresionante en su blancura, estatura y firmeza. La aparente indiferencia de aquellos académicos, escritores, juristas y pensadores, de pronto, como por encanto, se tornó en aplauso y aclamación vocinglera. Era un electrizante río de empatía entre el grave y corpulento pontífice y los asistentes a esta Audiencia grupal.
Se sentó el Papa y el cubano que lo miraba fijamente desde la segunda silla de la segunda fila a la izquierda del salón, como para no perder gesto alguno, sentía que el polaco recorría con escrutadora mirada a cada uno mientras el Cardenal Pironio leía un breve saludo en nombre de todos. Luego, con voz tronante y con mucho énfasis en frases clave, leyó en italiano, francés y español un discurso hablando de la “austeridad intelectual” y del amor a la verdad. Terminada la lectura, y luego de un aplauso cerrado, se levantó enérgico y en grueso latín pronunció la Bendición Apostólica con un trazo corto, firme, macizo, de su mano derecha, grande y abierta. Y, sin respirar, bajó en dos trancos aquellos escalones y se dirigió a la primera fila para saludar a los líderes y fundadores del Movimiento. Luego, siempre guiado por el Cardenal Pironio, se acercó a la segunda fila y allí se detuvo frente al Padre Gustavo Gutiérrez que fue inmediatamente introducido con cariño por el cardenal argentino. El Papa abrió sus ojos con gesto casi infantil y en perfecto y grave castellano, tomó el brazo derecho del Padre Gutiérrez y le dijo:
– ¡Yo lo imaginaba a usted un hombre más alto!
– Santo Padre, es que tengo talla de indio peruano.
Eso bastó para romper cualquier prejuicio y dar paso a un nuevo apretón de manos y a que el Cardenal presentara a este cubano que, inmediatamente después de besar el anillo del Pescador, pidió una bendición para Cuba y para su Iglesia, el Papa lo miró y levantando la mano dijo: -¡Bendigo a Cuba y la quiero ver! Y siguió adelante con paso rápido, ademán firme, cambiando de idioma a cada paso y dejando una estela casi tangible de vigor, seguridad y esperanza.
Casi al regresar a Cuba, al terminar el mes de septiembre, recibí una llamada del Cardenal Pironio, una gracia de Dios extra: me invitaba a participar en la Misa de inauguración del Sínodo de los Obispos dedicado a los laicos. Una nueva oportunidad para ver al Papa, esta vez desde la segunda fila del crucero de la derecha del altar. Allí compartí ese lugar con un joven peruano, ambos, al darnos la paz, recordamos, no sin lágrimas, la situación que habían vivido nuestros respectivos países.
Segundo encuentro, en 1995: La fuerza de una flor y un obispo vietnamita
En 1995, fui invitado a una reunión de organizadores de Semanas Sociales Católicas convocada por el Pontificio Consejo Justicia y Paz, entonces presidido por un cardenal amigo de Cuba, Roger Etchegaray, que había venido, en 1994, a la II Semana Social organizada por la Comisión Católica para la Cultura de Pinar del Río y había fundado la Comisión Nacional de Justicia y Paz de Cuba. Pero el Cardenal Etchegaray no podría presidir el Encuentro en Roma pues tenía que asistir, en nombre del Santo Padre, a unas celebraciones en la Isla de Patmos.
Presidiría, en su nombre, el Secretario del Consejo, arzobispo Francisco Javier Nguyen Van Thuan, quien había sido expulsado de su Patria luego de cumplir 11 años en las cárceles comunistas. El primer día encontré en mi puesto en el Salón Plenario de Justicia y Paz un libro dedicado por el obispo vietnamita, luego todo fueron atenciones hacia el delegado de Cuba. Hasta que en la mañana del 23 de septiembre de 1995 tuvimos la audiencia con el Santo Padre, esta vez en Castelgandolfo, junto a los preciosos lagos Albanos. Mientras íbamos en el ómnibus hacia la residencia veraniega del Papa me acerqué a Van Thuan, que me llamaba para entregarme una pequeña bolsa de nylon con alrededor de cien medallas de la Virgen y el Papa.
– Para que le dé a bendecir estas medallas al Santo Padre –me dijo seguro– y lo lleve a la familia y a su pueblo.
– Gracias, monseñor. Yo he traído la pequeña revista casi manufacturada que hacemos en nuestra diócesis de Pinar del Río, deseo presentarla al Santo Padre y rogarle una bendición para ella, el Centro Cívico y todos sus colaboradores.
El obispo vietnamita me miró con amplia sonrisa y ojos cómplices. Me dijo: -¡Comprendo, adelante! Si usted no logra traspasar los porteros yo la llevo en el bolsillo de mi sotana.
Habíamos arribado al pequeño castillo. Éramos apenas unas 20 personas, los gentilhombres que organizaban la Audiencia nos pidieron que nos situáramos de pie, en forma de herradura, frente a la Sede del Papa. El Arzobispo Van Thuan me indicó que me colocara casi al final del semicírculo y así lo hice. Después comprendí que los últimos gozaban del beneficio del tiempo cuando los participantes eran pocos y más bien «de la casa»; es decir, personas que ya habían visto al Papa por trabajar en algún organismo o ser convocados a reuniones muy específicas como esta. Al fin se acercó el Papa, ya con paso cansino, espaldas un poco encorvadas, mano temblorosa y la misma mirada. Después de besarle el anillo, le pedí su Bendición para Cuba y su Iglesia. Al ver que estaba detenido frente a mí y no parecía que siguiera le dije…
– Santo Padre, ¿cuándo irá a Roma? Deseamos mucho que vaya.
– ¿A Roma? -me dijo con cierta leve sonrisa.
– Disculpe, Santo Padre, quise decir ¡a Cuba!
Y mirándome, me sujetó el brazo y me dijo en voz baja: -y ¿cómo puede ser eso? ¿Cuándo podría ser?…
Allí un brevísimo intercambio y… como aún estaba allí, mostré la revista Vitral No. 8, cuya portada era un inmenso muro de ladrillos en cuya base y al centro aparecía una mínima flor que, con sus insignificantes pétalos, empujaba el muro hacia arriba, arqueándolo sin fracturarlo.
Yo, entusiasmado por el tiempo que tenía su Santidad, me puse a explicarle que era una revista católica, la primera de mi diócesis, de corte sociocultural, manufacturada pero hecha con mucho amor y perseverancia…
Pero el Papa no me miraba… miraba fijamente hacia la revista que yo sostenía en mis manos y de pronto, interrumpiendo mi explicación, coloca el Papa su grueso dedo sobre la pequeña flor y mirándome me dice:
– ¡Qué fuerza tiene esa flor!
Sorprendido y estupefacto. No pude más que acercarme al Papa y casi sin respiro decirle: –Sí, Santidad, hay todavía muchos muros que derrumbar…
Enmudecí. El Papa levantó su mano derecha y en amplio signo de la cruz dio a Vitral su bendición. Y sin que pudiera yo recuperarme… giró y se marchaba por la misma puerta por la que había aparecido… pero su secretario, con gesto casi imperceptible, le señaló la puerta contraria, por donde habíamos entrado nosotros y que comunicaba con otros salones y agregó, casi sin decir:
– Santo Padre, queda trabajo.
El Papa, jovial, se volvió hacia nosotros y nos dijo alzando ambos brazos y encogiendo los hombros: -¡El Papa siempre tiene trabajo! Y con lento paso… desapareció seguido de su breve séquito y una intensa luz.
Tercer encuentro, en 1998: Un homenaje al Padre Varela en la Universidad y una Biblia en la Plaza José Martí de Cuba
Del 95 al 98 todos los católicos cubanos estuvimos inmersos en un proceso de preparación de la anhelada, y tan retardada visita del Papa. El 21 de enero de 1998 sobre las cabezas de muchos pinareños ronroneó la inmensa nave aérea de Alitalia, casi suspendida del cielo sin nubes, lentamente, como disfrutándolo, sobrevoló la Diócesis de Pinar del Río. El brillo de los espejos intentaba cuajarse en el brillo empañado de los ojos… llegaba el Papa a Cuba.
Cinco días, agarrados de la verdad y la esperanza, cinco días siendo protagonistas de nuestra propia historia, cinco días respirando, a pecho henchido, la libertad. Yo lo experimenté como si Cuba fuera una familia que, encerrada en cuarto oscuro, no encontraba salida para vivir ni ventana para la luz hasta que un buen día, un peregrino, «venido de lejos» pero experto en naciones cerradas y barrotes frente a la libertad, abrió una pequeña ventana… y entraron el aire y la luz juntos y riendo…por cinco días. Luego volvió a ser cerrada, se intentó «despapizar» a Cuba, término inventado en el seno de un grupo partidista, realidad imposible de alcanzar. Después que alguien ha experimentado la luz de la verdad y ha aspirado el aire de la libertad, se puede cerrar la ventana… pero nunca más se podrá convencer a esa familia de que no existen ventanas y puertas en su Casa-Nación. Nunca más. “El que viva, lo verá” -así lo expresaría el Santo Padre al regresar a Roma.
Dos días pude estar cerca del Papa: el 23 de enero de 1998, otra vez al atardecer, pero esta vez en mi Patria, nada menos que en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, para honrar al Padre Varela y encontrarse con el mundo de la cultura. Al llegar allí fui enviado a la segunda planta para que la Providencia me permitiera disfrutar en perspectiva alta de este, quizá el más raigal de los gestos del Papa en Cuba. ¡Qué recuerdos los míos allí al ver entrar lentamente al Papa en aquella misma Aula donde, 12 años antes, habíamos acudido los delegados del ENEC a rendir el primer homenaje público de la Iglesia Católica al Padre Varela después de la Revolución! Allí, en el podio, junto a Pironio y Delio Carreras, el historiador, quiso la Providencia que me tocara a mí decir las palabras de dedicación del homenaje a Varela. Cuando subí para leerlas, el 19 de febrero de 1986, me preguntaba ¿cómo puede ser que quien no pudo estudiar ni Sociología, ni Derecho en su tiempo porque era católico, ahora hablara en su nombre allí, en el seno más sagrado del alma universitaria? Porque había sufrido tanto de joven, subí con la frente alta y el corazón curtido… pero doce años después me seguía preguntando: ¿quién podría imaginar entonces este momento increíble pero cierto? Y aún más, para mí fue quizá el momento de mayor experiencia de cruz fecunda, certeza de fe en que “el amor todo lo espera” y, si es la Voluntad de Dios… todo lo alcanza.
Sin embargo, otra experiencia estremecedora me esperaría pronto; esta fue expansiva, liberadora, gozosa, resucitada, como la mañana de aquel domingo 25 de enero de 1998 cuando subí lentamente los numerosos escalones rojos de un elevado altar, plantado nada menos que en la Plaza José Martí de La Habana.
Un sacerdote de cívica cuna, amigo entrañable y exigente compadre, me había pedido, con muchos días de anticipación, que me ocupara de acompañar y conducir de mi brazo a una venerable y santa anciana de Minas de Matahambre, perdida villa intrincada en imponentes montañas al norte de Pinar del Río, su nombre hasta ese día, Lola Careaga. Era de esa estirpe de mujeres humildes que echaron pie en tierra y corazón en la mano por mantener abierta la perseguida y vigilada Iglesia de los pequeños pueblos. Ella abría y cerraba el templo, abría los corazones a Dios y acogía en su casa a los ministros laicos que, como este antiguo joven, íbamos los primeros viernes a llevar la Comunión y celebrar la Palabra hasta que hubo sacerdote, entonces de él fue también la casa y el corazón de Lola, de aquellas mujeres que acompañaron a Jesús en su Vía Crucis cubano durante más de treinta años.
Pues así fue; el Papa, vestido de verde, iba entregando una Biblia, uno por uno, a veinte laicos cubanos que estaban trabajando en alguna obra de evangelización en diversos campos o ambientes. Al final de esa fila serena y conmovida, íbamos la hasta entonces Lola y este servidor. Casi la levantaba en peso en cada escalón, sin mirar hacia atrás, los ojos fijos en el Sucesor de Pedro. Al llegar a unos pasos frente a él, adelanté a Lola del brazo y la dejé sola, trémula al viento fuerte como su estola tejida a mano. Tejida, en las Manos de Dios, también su vida. Y ella, erguida como nunca, soberana y filial, rompiendo toda predicción, se acercó al Papa y, cruzándole el brazo sobre el hombro, lo besó. Retumbó la plaza… se iluminó el rostro del Papa cansado y enfermo… el alma del hombre que ella había alimentado en su casa cuando era apenas un adolescente se confirmó en la fe de los apóstoles. Estaba preparado para acercarme, el último, a recibir la Biblia de manos del Papa, sin mérito propio, pero con la serena certeza de creer más en Jesús y en Pedro, con el alma agradecida de haber nacido en esta bendita tierra, en esta hora de su historia y en esta sencilla diócesis guajira, firmemente afincada en una fe que había expresado de manera inefable aquella anciana venerable que desde entonces, como Jesús a Pedro, el pueblo y la prensa habían cambiado el nombre. Ahora se llamaba: El Beso de Cuba.
Cuarto encuentro, en 2005: Solo, ante el misterio de la cruz y de la vida: Coraje
Pasaron cinco años y una nueva Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo Justicia y Paz me abría las puertas de la Ciudad Eterna. En los últimos ocho años muchas cosas en mi vida habían cambiado, el tiempo, las pequeñas y grandes cruces; las yaguas y otras pequeñas glorias; Vitral tenía 10 años y mis hijos mayores arribaban a veinte. Apenas llegar a Roma, caminé a propósito para hacer más corporal mi última peregrinación a la tumba de San Pedro. Así, por la Vía Aurelia, me acerqué a la Basílica y, lentamente, me arrodillé primero frente a La Piedad de Miguel Ángel. Allí, en sus brazos, mi hija, su madre, mi madre. Luego, entré en el silencio orante de la Capilla del Santísimo, allí Cuba, mi grupo de pertenencia, mi Iglesia. De nuevo en el hormigueo de los peregrinos, me acerqué entre japoneses a besar el pie gastado de la estatua de san Pedro e, inclinándome, dejé que mi cabeza se pusiera bajo su pie saliente. Entonces un momento esperado, rogado, soñado, caminé hacia el cuerpo incorrupto y yaciente del Papa Bueno: Juan XXIII, arrodillado frente a este campesino audaz, abierto y profético, una oración por mi Diócesis que quiere ser como él y por Vitral a la que su director había fijado como fecha de nacimiento el 3 de junio, precisamente por ser la muerte del Papa Juan y para ponerla bajo su patrocinio.
De allí a la tumba de Pedro en las grutas vaticanas. Un credo con alemanes. Una oración de rodillas frente al Papa Pablo VI, el Papa de mi juventud, y una breve oración por este admirador suyo y servidor de sus sucesores.
El día 29 de octubre, en ocasión del Primer Congreso de Organismos que trabajan por la Justicia y la Paz, al que iba como miembro del Consejo y también como director del Centro de Formación Cívica y Religiosa, fui al Vaticano para ver al Papa en audiencia especial. Llegamos a la Sala Clementina, precisamente donde, solo cinco meses después, sus restos serían expuestos antes de ser llevados a la Basílica. Allí acudimos más de trescientos delegados de más de cien países. Los miembros de Justicia y Paz teníamos sitio delante. Mientras esperábamos al Papa pasó ante nosotros un escuadrón de la Guardia Suiza que le rendía homenaje al Embajador de Irán quien también atravesó en silencio el salón. Poco después las luces se encenderían junto con los corazones y, allá, por la puerta trasera, justo debajo del fresco con la inmensa barca de Pedro, apareció un blanco trono convertido en silla de ruedas, llevado por gentilhombres de Su Santidad y, encorvado dentro de ella, con el típico temblor de la cabeza y los labios pero con la mano alzada, abierta, bendiciendo, el Papa Juan Pablo II. El mismo de hacía 16 años, pero literalmente molido por el dolor aceptado y ofrecido y también literalmente transfigurado por la ofrenda permanente de su martirio civil. Mientras atravesaba el pasillo central pude recordar que hacía muchos años, en una peregrinación a Lourdes o Fátima, no recuerdo, el mismo Papa había definido qué se entendía en la Iglesia como martirio civil: era aquella forma de dar testimonio de manera incruenta pero sufriente, de manera permanente, sin perder la vida de una vez, sino «perdiéndola» en cada ofrenda, en cada minuto convertido en hostia viva.
Llegó al lugar en que la silla blanca se convirtió en Sede y tomando en sus temblorosas manos el papel que le ofrecían leyó, luego del saludo del Cardenal Martino, los dos primeros renglones de su breve discurso en que exhortaba a los agentes de la pastoral de Justicia y Paz a ser promotores y a vivir en sus propias vidas lo que llamó, para seguir sorprendiendo favorablemente a todos, «santidad social». Sí, así mismo, es el camino de seguimiento a Cristo, sirviéndolo en los diversos ambientes sociales. Nada de contradicciones con el carácter personal de la santidad, se trata del «lugar» teológico en el que se realiza y consuma esa santidad.
Al final, después de la bendición, el Cardenal Martino nos pidió a los miembros de Justicia y Paz que nos acercáramos luego del saludo de los Cardenales y Obispos presentes. En fila sosegada, nos fuimos acercando. El Papa se detuvo un poco con una joven china de Taiwán. Luego de una mejicana le tocó al cubano, que se arrodilló, como todos, a los pies del Padre-Abuelo quien le extendió la Mano grande que besé, mientras, el Cardenal le decía a Su Santidad que se trataba del delegado de Cuba; y, como si fuera lo único que tuviera que decirle, volví sobre la bendición para Cuba, levantó su Mano y antes de trazar el signo de la cruz, me tomó la mía y poniendo su otra mano sobre la cansada mejilla, me dijo una única y repetida palabra, única sí, pero sin par y sin ambages:
– ¡Coraje! ¡Coraje!
Y, mirándome fijamente, levantó sin fuerzas la otra mano como para bendecir y la dejó caer.
Así fue mi último encuentro con el Papa, al que vi, físicamente, consumirse en una larga y fecunda Pascua de 26 años. Después de conocer al Papa hace 18 años, cada domingo, en cada Misa, tienen un eco inefable y acuciante en mí, aquella oración de la Plegaria Eucarística: “Que Él nos transforme en ofrenda permanente…” a la que ahora se ha agregado una sola palabra: Coraje.
Esa fue la última palabra del Papa para mí, pobre laico guajiro que, ahora, al verlo partir entre el más apoteósico homenaje universal que se ha rendido a persona alguna, me pregunto con irresistible insistencia y no sin temor y temblor:
¿Qué significará en mi vida esta última palabra del Papa?
Dios me sostenga.
(Publicado en la Revista Vitral No. 66. Año XI, marzo-abril de 2005, con ocasión del tránsito de Juan Pablo II a la Casa del Padre el 2 de abril de 2005).
Dagoberto Valdés Hernández (Pinar del Río, 1955).
Ingeniero agrónomo. Premios “Jan Karski al Valor y la Compasión” 2004,
“Tolerancia Plus” 2007 y A la Perseverancia “Nuestra Voz” 2011.
Dirigió el Centro Cívico y la revista Vitral desde su fundación en 1993 hasta 2007.
Fue miembro del Pontificio Consejo “Justicia y Paz” desde 1999 hasta 2006.
Trabajó como yagüero (recolección de hojas de palma real) durante 10 años.
Es miembro fundador del Consejo de Redacción de Convivencia y su Director.
Reside en Pinar del Río.