Por Dagoberto Valdés
Dejo estos tres testimonios de mi viaje a Polonia. Son el empeño inacabado por comunicar los sentimientos, las ideas y los compromisos que nacen de encontrarse con un pueblo sufrido y próspero que lleva más de un milenio luchando por su felicidad y por alcanzar su lugar en Europa y en el mundo.
Por Dagoberto Valdés Hernández
Dejo estos tres testimonios de mi viaje a Polonia. Son el empeño inacabado por comunicar los sentimientos, las ideas y los compromisos que nacen de encontrarse con un pueblo sufrido y próspero que lleva más de un milenio luchando por su felicidad y por alcanzar su lugar en Europa y en el mundo.
Polonia, Lech Walesa y un viaje a la libertad
Hace años tenía un sueño. Ahora se ha realizado. Polonia ha sido siempre para mí un paradigma de identidad cultural, religión y libertad.
Desaparecida tres veces del mapa de Europa, la Polonia “semper fidelis”, mantuvo su nacionalidad gracias al alma y la cultura milenaria que le resucitaron por tres veces más. Aprendí de Polonia y de su más grande hijo, el Beato Papa Juan Pablo II, que la cultura es el alma de los pueblos y que el alma es inmortal. Desde entonces he dedicado toda mi vida en Cuba a rescatar, promover y cultivar la identidad cultural de mi Patria.
Más adelante, he tenido el inefable honor de participar en la preparación de la visita del Papa polaco a Cuba en 1998. Y ser uno de sus colaboradores en el Pontificio Consejo Justicia y Paz.
Ahora he llegado a la Polonia del siglo XXI. Me acerco a sus raíces. Camino por su historia. Bebo de sus fuentes. Gracias al Instituto Lech Walesa.
La providencia quiso que arribara a esta tierra el 4 de junio, aniversario de las elecciones que ganó el Sindicato Solidaridad. He conocido a sus líderes. He escuchado sus testimonios de vida. Su amor a Cuba. El jueves 6 de junio conocí personalmente a la leyenda viviente de la última etapa de la historia de Polonia, el presidente Lech Walesa, premio Nobel de la Paz y líder legendario del Sindicato Solidaridad. Pasadas las once de la mañana llegó presuroso a la sede del Instituto que lleva su nombre y continúa su obra. Entró en la sala de reuniones y se sentó con toda confianza. Saludó. Habló brevemente y con toda franqueza de sus impresiones sobre Polonia y Cuba. Respetuoso y cordial nos dejó la palabra para que hiciéramos preguntas o le diéramos noticias de la Patria a la que dijo quería ir un día cuando llegue la libertad y la democracia. Cada cual expresó sus pensamientos y su admiración por su obra y por la historia de su nación.
Personalmente, disfrutaba del encuentro. Miré a la solapa de su traje y encontre allí, como siempre, la imagen bendita de la Virgen de Jasna Gora, Reina y Patrona de Polonia. Le escuché mencionar con profunda devoción el nombre del Beato Juan Pablo II, su papel en el largo camino hacia la libertad en Europa y en su Patria. El apoyo que siempre dio el Papa polaco a Solidaridad y a su líder. Sus visitas antes y después del cambio.
Pedí la palabra para expresarle mis respetos y antes de que me la concediera, escuchó la inmerecida presentación de mi persona y trabajo que le hiciera el amigo e intérprete Tomasz. Le agradecí la oportunidad de encontrarnos con él y le dije que deseaba transmitirle una buena noticia sobre Cuba. Le dije que el miedo había disminuido entre los cubanos de a pie y que el tejido de la sociedad civil cubana había crecido, se ha fortalecido y va camino de una mayor articulación para una unidad en la diversidad. Me escuchaba con atención, movía la cabeza, me miraba fijamente. Al final de mi intervención que duró menos de tres minutos, me levanté de mi asiento y le ofrecí un símbolo de los trabajadores y campesinos de Pinar del Río: una caja de tabacos Cohiba.
Al final se hizo unas fotos informales y rápidas. Había consumido más tiempo del planificado con los cubanos. Firmó algunos libros que le extendieron. Reiteró su amor a Cuba y nos deseó lo mejor para el futuro. Salió tan rápido como entró. Tras el aplauso quedó una impresión de esperanza y confianza en nosotros mismos, en que “no hay libertad sin solidaridad”, en que el camino pacífico hacia la democracia no es solo una opción, sino la única opción éticamente aceptable.
El fin de semana largo, del 8 al 10 de junio, hemos ido a los lugares donde comenzó todo: Gdanz, antigua y bella ciudad sobre el Mar Báltico. Visitamos Westerplate, lugar donde comenzó la Segunda Guerra Mundial aquel 1 de septiembre de 1939. Rendimos honor y plegarias por todos los caídos en este horror del siglo XX. El domingo en la Misa temprana en la Parroquia de Santa Bárbara ofrecí la Eucaristía por todos ellos y para que en la conciencia de la humanidad cale hondo aquella frase gigantesca que está junto al monumento a los caídos: “Nunca más la guerra”. Palpamos la terrible cruz de la Polonia invadida y ensangrentada.
Pero no hay cruz sin resurrección. El lunes, visitamos los Astilleros de Gdanz, puerta de la vida, santuario de los derechos de los trabajadores, templo de la lucha no-violenta. Sagrario de la paz con justicia, libertad y solidaridad. Así lo quiso expresar el famoso poeta polaco al que pidieron que hiciera un verso para colocar para siempre en el muro del fondo del monumento, pero él se rehusó humilde expresando que ninguno de sus poemas podría expresar lo que aquí había ocurrido y escogió el versículo 11 del Salmo 29 que proclama: “El Señor da el poder a su pueblo. El Señor bendice a su pueblo con la paz.” En efecto, en este sagrado lugar, el pueblo polaco recibió “el poder de los sin poder” y no lo usó para la guerra y la violencia sino para la libertad y la solidaridad por el camino de la paz que es don y tarea.
Comenzamos lo que fue para mí una peregrinación y una escuela, por el monumento a los obreros caídos en estos astilleros. Sobre el azul intenso y luminoso de Gdanz, se alzan, solemnes y serenas, las tres cruces con sus tres anclas crucificadas. Este símbolo de la esperanza y del mar profundo. Este símbolo de la pasión de Cristo en su pueblo. Pero no da la impresión de ser un monumento luctuoso. Parece una gigantesca flor de la vida que nace de la cruz asumida y redentora. Parece un faro en el mar de la opresión y la injusticia, para que la azarosa vida de los que reman incansablemente hacia la libertad no pierdan ni el rumbo ni el método. Me dio la impresión de un inconmensurable brazo de alerta. Una señal preventiva, una plegaria que se eleva para que todos los que se decidan a luchar por su libertad, lo hagamos por los caminos de la solidaridad y de la paz.
No pude detener las lágrimas mientras me unía a esta plegaria silenciosa y al bajar la vista para rendir homenaje a todos los crucificados en su cuerpo o en su alma, me di cuenta que la sangre y el llanto de tantos hombres y mujeres habían marcado, por la mano del artista, unos círculos concéntricos en el pavimento que, ensanchándose desde el centro del monumento, parecían alcanzar a cada luchador pacífico y a cada pueblo crucificado. Tuve deseos de arrodillarme allí y quedarme un rato abierto a la mística expansiva. Pero, me disuadió la voz de Magdalena, la apasionada guía, que nos decía que se reservaría un ancho balcón, para la contemplación de esta triple cruz, en el enorme centro cultural y museo de Solidaridad que se construye justo al fondo del monumento y en línea con la famosa Puerta 2 a las que nos acercamos reverentes.
Allí se mantienen cerca de tres décadas después, la estampa de la Virgen negra de Czestochowa y el retrato del Papa Juan Pablo II que habían colocado los obreros del astillero como escudos protectores durante las huelgas por donde comenzó todo. Luego pasamos al inmenso salón de la Dirección de Protección e Higiene del Trabajo, en el que se desarrollaron las rondas de diálogo y negociación por las 21 demandas que el Sindicato Solidaridad exigía al gobierno que decía que se había constituido en “la dictadura del proletariado” para garantizar los derechos de los trabajadores.
Al final, fuimos invitados cordialmente para la apertura de Museo-Centro de Solidaridad Europeo, que será el 4 de junio de 2014.
El amigo David, místico y músico del proyecto Omni-Zona Franca de Alamar, me regaló un enorme bolígrafo rojo con la imagen del Papa Juan Pablo II, copia fiel del que utilizó Lech Walesa para firmar los Acuerdos de Gdanz. Con él escribí en el libro de visitantes el estupor de la experiencia religiosa de haber pisado tierra sagrada para la historia de la humanidad. Lo hice pensando en mi sufrida madre, en el ejemplo que me dejó mi padre al marcharse de este mundo tan tempranamente, en mis tres hijos, en mi nieta que nació un 20 de mayo, día de la independencia de Cuba, en toda mi familia, en los entrañables amigos y colaboradores del Centro Cívico, de aquella revista Vitral y de la actual revista Convivencia. Y también perdonando a todos y cada uno de los que se han considerado mis enemigos o adversarios con una plegaria por la reconciliación de todos los cubanos.
En esta tierra se ha inscrito con las letras de Solidaridad el eterno mensaje de que la libertad plena y verdadera solo se puede alcanzar por los caminos de la justicia y de la paz.
Salí con la profunda convicción de que merece la pena dedicar toda la vida a inscribir, educando, empoderando, ética y cívicamente, este mensaje en el alma de los pueblos, en el lenguaje y las circunstancias en que cada nación emprende su propio itinerario hacia la civilización del amor.
Auschwitz: Una plegaria en la estación del cinismo y la muerte
En mi peregrinación a la Polonia rediviva, no quise que faltara una parada en esas estaciones del cinismo y de la muerte: los campos de concentración nazi “en-clavados” en el mismo corazón de aquel noble pueblo. Visité Auschwitz, Birkenau y Majdanek. Sé que existieron también campos de concentración en la extinta URSS, en el campo socialista e incluso una versión más tropical y suave en Camagüey. Además recordé que fue en mi propia ciudad de Pinar del Río, donde el militar español Valeriano Weyler, organizó campos de concentración para los campesinos de la zona durante la Guerra de Independencia de Cuba. No importa el color ideológico o la zona geográfica. Se trata de la lucha de la ignominia contra la dignidad de la condición sagrada de todo ser humano. Ahora me tocaba acercarme a estos de la Segunda Guerra Mundial. Todos son deleznables y un recordatorio que proclama para los desmemoriados: ¡Nunca más!
Así, lentamente, junto a una excelente y joven guía, fui desgranando el Vía Crucis de la degradación humana redimida y levantada de lo más abyecto del polvo que somos hasta las más gloriosas escenas de amor, entrega y santidad. Todo mezclado, como el revulsivo sentimiento que se agolpa en la garganta y prorrumpe, sin contén, por los ojos. Todo mezclado y todo amargo: incredulidad ante lo bajo que puede llegar la naturaleza humana, rebeldía ante la injusticia cínica contra esa misma dignidad que todos compartimos, atenazante opresión en el pecho de un hombre con vocación de paz, tinieblas de las celdas de la muerte y las salas de gaseado, de los crematorios y las cenizas…, inseparablemente unidas al rayo de luz que atraviesa a la misma muerte por el único y estrecho hueco de la celda que le sirve de sagrario a la misma humanidad redimida y resucitada.
Era el 14 de junio de 2013, en Auschwitz conmemoraban con plegarias hebreas, cristianas y musulmanas el aciago día en que se inauguró este campo de cinismo, muerte y resurrección. Seis décadas después, irrumpe de las cenizas, salta las alambradas, apaga los hornos, atraviesa los fatídicos rieles y las plataformas de selección inmisericorde… la inmortal condición humana, la dignidad irreprimible de todo hombre y mujer, la eterna supervivencia del espíritu humano y la santidad gloriosa a la que pueden escalar, aún desde este hades insondable, aquellos y aquellas que como San Maximiliano Kolbe, son capaces de resucitar a la humanidad caída con un simple gesto de amor al más cercano, haciendo vida, muerte y resurrección las evangélicas palabras de Jesús de Nazaret: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos.” (Juan 15,13).
Por eso, allí, frente a la oscura celda donde el sacerdote Maximiliano Kolbe venció al miedo y a la muerte, me detuve, durante un momento de plegarias y acción de gracias. Miro las tinieblas crucificadas por un levísimo haz de luz que se cuela subrepticiamente por el ventanuco donde los victimarios creían comprobar el triunfo de la muerte. En el centro de la celda inmunda, un gigantesco cirio pascual, depositado allí por el Papa Juan Pablo II, se alza en espiral silente y gloriosa. Pobres victimarios, por los que también recé, como lo hicieron ambos santos polacos. Pobres sicarios de la muerte, no pudieron, ciegos de espíritu, ver lo que yo vi desde aquel ventanuco, y a través de todo el campo: el triunfo de la vida, la victoria de la dignidad humana, la superioridad del espíritu sobre la carne crucificada, para rescatarla y bañarla de luz. Los que se asomaban para decretar la llegada de la muerte, sordos de espíritu, tampoco pudieron escuchar el leve y sempiterno rumor del Espíritu de la Vida que se cernía sobre las cenizas. No pudieron entonces poner atención a la última palabra pronunciada por el polvo glorioso de los mártires: sí, la última Palabra sobre este campo, no fue la sentencia de muerte en la horca, del oficial SS, jefe del campamento, como reza la pancarta frente al cadalso. No, la horca enmudece más de sesenta años después y el madero del cadalso, sirve de caja de resonancia a la última Palabra al abandonar este campo de concentración: Es la Palabra de la Vida, la que dijo un crucificado, la que pronunció un sentenciado, un ejecutado. La que han proclamado a lo largo de la historia de la humanidad todas las víctimas redentoras: “Yo soy la resurrección y la vida. (Juan 11, 25).
Al salir de Auschwitz vuelvo a encontrar el cínico letrero en el que había leído con asco: “El trabajo los hará libres”. Pero, no me dejo engañar por la descocada letra negra. La releo en paz, luego de conocer los más oscuros rincones donde miles de seres humanos no se dejaron vencer por el miedo, ni por la muerte, ni por el egoísmo, ni por el odio, y desde la altura de la santidad de su martirio, releo el impúdico letrero. Allí, sobre la puerta de entrada del más tristemente famoso campo de concentración de Occidente, leo: “La verdad los hará libres” (Juan 8,32).
Una bandera cubana para la Virgen de Czestochowa: Santuario de fe y cultura
Desde que en la década de finales de los 70, siendo un joven, corrí a la Catedral de Pinar del Río para repicar las campanas por la elección de un Papa polaco, soñaba con conocer ese país legendario.
Ese sueño se hizo anhelo cuando leí aquella Memoria de la primera visita del Papa Juan Pablo II a la semper fidelis Polonia. En la plaza llamada entonces de la Victoria se levantaba una enorme cruz solo cubierta por un enorme sudario. Allí la voz tronante del Papa exclamó: “¡Envía, Señor, tu Espíritu y renueva la faz de la tierra! ¡De esta tierra!” Esa fue mi oración durante el resto de mis días hasta hoy 13 de junio de 2013. Anoche la recé en la misma plaza, junto a la tumba del soldado desconocido y la cruz que marca donde estaba el inconmensurable altar papal. Hoy la repito a los pies de la Reina de Polonia, la virgen negra del Monte Claro.
La Providencia divina y la generosidad de los polacos han querido que aquel joven, hoy un hombre de 58 años, pueda peregrinar hasta el santuario que guarda el alma de la Nación. Al postrarme frente al bello altar que custodia el rostro de la Madre de Cristo, me inclino reverente ante la imago dei que hay en cada persona humana y en cada pueblo y cultura. Y reconozco, una vez más el papel de la Iglesia en la “redención del hombre” y en la formación ética y cívica para rescatar la lesionada dignidad y los violados Derechos Humanos. La forma gloriosa en que vivieron el martirio en los campos de concentración hombres como Maximiliano Kolbe, es fruto y corona de la formación que brinda una Iglesia comprometida con la cultura y la historia de los pueblos.
Soy consciente que en el mismo lugar donde me arrodillo, se han inclinado millones de polacos y europeos, entre ellos, uno de los más insignes: el beato Juan Pablo II; y ofrezco una bandera cubana en una sencilla caja transparente con el logo de la revista Convivencia, el nombre de Cuba, la estampa de la Virgen de la Caridad y mi dedicatoria que dice: “A la Virgen de Czestochowa, Reina de Polonia, de Dagoberto Valdés Hernández, director de la revista Convivencia. Pinar del Río. Cuba. Junio de 2013”.
Dejé plasmado en el Libro de Visitantes, el motivo de mi ofrenda: “Al peregrinar hasta el Santuario de la Reina de Polonia, entrego esta bandera cubana rogando a la Madre de Dios por la libertad y la prosperidad de Cuba”. Me toma de la mano un fraile y me introduce en la capilla ahora cerrada al público porque se celebrará a partir de la 9 de la noche una ceremonia en la que los más altos oficiales del ejército ofrecerán a la Virgen la más alta condecoración militar. Y yo allí, entre generales devotos y monjes paulinos solemnes. Me siento privilegiado y conmovido. Las puertas se abren al nombre de Cuba: “Es que es un cubano que trae a la Virgen una bandera de su País”. Incluso, al final, me dejan arrodillarme en las gradas que suben hasta la misma mesa del Altar. Distribuyen la sagrada Comunión a un grupo reducido y puedo recibirla. Rezo con toda el alma y con toda la fe por Cuba, mi madre y mi padre, por mis tres hijos y sus parejas, por mi nieta, por la boda de Javier mi hijo y los noventa años de mi madre. Rezo y pongo a cada uno con su nombre en el altar, mis mejores amigos, los miembros del equipo de Convivencia, uno a uno, lentamente. Rezo por Cuba y por su Iglesia. Rezo por los que se consideran mis enemigos. Y por este noble pueblo. Salgo de este Santuario de fe y cultura “como de un baño de luz”- rememorando los versos de Martí.
Tengo la certeza de que la religión y la libertad pueden levantar al hombre de toda esclavitud y de toda opresión. Creo firmemente que la fe y la cultura conservan, fortalecen y fecundan el alma de toda nación.
Dios Bendiga a la gran Polonia. Dios bendiga a Cuba.
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Dagoberto Valdés Hernández. (Pinar del Río, 1955).
Ingeniero agrónomo. Premios “Jan Karski al Valor y la
Compasión” 2004, “Tolerancia Plus” 2007 y A la Perseverancia “Nuestra Voz” 2011.
Dirigió el Centro Cívico y la revista Vitral desde su fundación en 1993 hasta 2007.
Trabajó como yagüero (recolección de hojas de palma real) durante 10 años.
Es miembro fundador del Consejo de Redacción de Convivencia y su Director.
Reside en Pinar del Río.