Por María de la Caridad Campistrous
Era un amanecer tranquilo en el Oriente cubano. Corría el Año del Señor de 1612. Aún no se veían los rayos del sol cuando tres humildes moradores del Hato de Barajagua la Vieja, dos jóvenes aborígenes y un negrito esclavo, remaban hacia la salina de la Bahía de Nipe.
Por María de la Caridad Campistrous
“En el fragor de los combates y en las mayores vicisitudes de la vida cuando más cercana estaba la muerte o más próxima la desesperación, surgió siempre como luz disipadora de todo peligro, como rocío consolador para nuestras almas, la visión de esa Virgen cubana por excelencia.” 1
Era un amanecer tranquilo en el Oriente cubano. Corría el Año del Señor de 1612. Aún no se veían los rayos del sol cuando tres humildes moradores del Hato de Barajagua la Vieja, dos jóvenes aborígenes y un negrito esclavo, remaban hacia la salina de la Bahía de Nipe. A lo lejos vieron flotar en las aguas un pequeño bulto que, luego de parecerles un ave y una niña, descubren ya más de cerca que es una imagen de la Virgen. Ese hallazgo cambiaría sus vidas y la Nación aún no soñada recibía del cielo su primer símbolo. Símbolo que era persona y amparo maternal.
Y fue esa apacible mañana, manantial de gracias para la Isla. Por el mar llegaba la Madre de la Caridad –que es Amor–, la que ellos, los más pobres y sufridos, podrían sentir suya, solidaria y cercana, para confiarle sus ansias e implorar su protección; por algo esa Virgen pequeña y hermosa tenía el rostro moreno y transparente, con el color de todas las razas de su pueblo. El amor a la Madre uniría voluntades haciendo crecer el pueblo en esperanza que sería después la República de Cuba.
No podemos hablar de cubanía sin invocar su Nombre, ni relatar nuestras luchas libertarias ignorando su amparo. La historia no se construye por acasos ni tiene aconteceres aislados: hablar de la libertad del pueblo cubano, implica hurgar en sus raíces y descubrir sus influjos. El presente nace del pasado y se proyecta al futuro. Y en esta trilogía, cuyo eje central es la Virgen de El Cobre encontramos la lumbre que ayuda a fraguar nuestra nacionalidad, la simiente de los rasgos característicos de la idiosincrasia del cubano forjados al calor de su amor inmenso por Ella, y su anhelo de libertad, como sueño inextinguible en la pesadilla de sus noches de encierro, destierro, marginación y carestía.
Es una historia de siglos: cimarrones apalancados, esclavos escarnecidos, mambises aguerridos, humanos con derechos pisoteados, jóvenes vacíos, hombres todos a quienes los siglos separan en el tiempo, pero todos viviendo su tiempo con ansias de un futuro mejor. El “hecho cobrero” es una historia de pasión y libertad, de amor y coraje, es una cadena de eslabones entrelazados, imbricados, implicantes, con un solo cauce común que lleva los sueños a los pies de la Virgen. El espíritu de libertad aletea desde antaño en la Villa de las Minas de Cobre: el amor de la Madre aún le sostiene y él se cierne, generoso, sobre todos los que aman al estilo de Varela: con un solo corazón a Cuba y a Cristo.
Nuestra Patrona llegó para quedarse en medio de nuestro pueblo, y ha sido parte de su vida, compañera de sus luchas, acicate de deberes patrios, fuente inspiradora de la esperanza constructora de futuro fecundo. Y cual jirones de los tiempos idos, recordemos algunos hitos de esta historia de celestial amor materno y conquista libertaria.
Los esclavos de El Cobre fueron los primeros a quienes se otorgó la libertad en Cuba: a Ella, a la Virgen, agradecían el triunfo logrado luego de más de un siglo de constante bregar, y ante su imagen leería el párroco la Real Cédula mediante la cual se devolvía a los cobreros las tierras que laboraban y la libertad conquistada por su heroísmo y decisión. La villa minera se convirtió entonces en un faro de libertad para la Isla, la Madre daba fuerza a la esperanza y bríos al espíritu, al calor de su amor, seguía forjándose la identidad de este pueblo que veía crecer, junto a sus raíces, la devoción a la Virgen de la Caridad.
Como en las gestas anteriores, al iniciarse en 1895 la Guerra de Independencia, Ella fue con los mambises a la manigua alentando sus corazones, y cual escarapela tricolor iba su medida rodeando el sombrero alón. A Ella se encomendaban en el combate, para Ella había velas encendidas en el altar de campaña aunque la comida escaseara, a Ella habían consagrado su lucha, seguros de que les daría la victoria: su amor era su fuerza.
Luego de terminada la Guerra que con sabia estrategia, valentía y abnegación ganaron los cubanos, al General Calixto García no le permitieron entrar con sus tropas a la desolada ciudad de Santiago de Cuba. La respuesta viril y criolla del Jefe del Ejército Oriental no es de extrañar, fue la de un hombre de identidad cubanísima y fe inculturada: ordenar a su Estado Mayor –al mando del General Agustín Cebreco, cobrero- que “celebre el triunfo Cuba sobre España en Misa solemne con Te Deum a los pies de la imagen de la Virgen de la Caridad”. Y el 8 de septiembre de 1898 se celebró en el antiguo Santuario de El Cobre la primera fiesta religiosa en Cuba Libre e independiente. El tema del sermón que predica el P. Desiderio Mesnier no deja lugar a dudas sobre la intención político-religiosa de la celebración, dice así el Acta: “los cubanos tienen en la Virgen de la Caridad una Madre que los enseñará a consolidar una República Cristiana”. Este hecho es considerado como la Declaración Mambisa de la Independencia del pueblo cubano.
Pasaron los años, y la joven República crecía en medio del desaliento, el caudillismo, las injusticias sociales, y aún cierta pérdida del sentido patrio. El ambiente anticlerical imperaba. Y es en esos momentos difíciles para la Iglesia y para la Patria que, veteranos del Consejo Territorial de Oriente, encabezados por los mayores generales Jesús Rabí y Agustín Cebreco, van a caballo desde Santiago hasta El Cobre para, reunidos a los pies de la Madre que les acompañó en la manigua y ante la cual celebraron su triunfo sobre España, solicitar al Papa que declare Patrona de Cuba a la Virgen de la Caridad de El Cobre como culmen del más hermoso de sus sueños. Corría el mes de septiembre de 1915.
No fue este tercer hito del hecho cobrero un simple gesto piadoso de guerreros devotos, sino expresión singular de fe vivida con compromiso patrio, de coherencia en su actuar de laicos con sentido profundo de Iglesia y Nación, de católicos que ven en María de El Cobre a la Madre de Dios y de Cuba, en un estrechar de lazos entre fe y cubanía.
Desde que llegó un día a las aguas de Nipe, día lejano en el tiempo aunque cercano al corazón, María de El Cobre prodiga su aliento maternal sobre el pueblo cubano, en todas sus horas, en todos sus hijos, en todos por igual, sean cual fueren sus ideas y doquiera esté su nido. Por eso, no importa el idioma que resuene en las calles ni la devoción mariana del lugar: la Virgen Mambisa es la Reina en cualquier punto del orbe donde se alce un hogar cubano, como símbolo vivo de la Patria lejana y querida, la de los sueños perennes.
Ante Ella arde el corazón así en días de dolor como en horas de bonanzas.
Ante Ella se mezclan en demanda de protección la voz balbuciente del niño y la trémula del anciano.
Ante Ella padres e hijos cruzarán plegarias y dejarán añoranzas, porque Ella es la Madre común, la de la Esperanza.
Allí, en la serranía, como hace cuatrocientos años, nos acompaña y espera la Madre de todos los cubanos.
Allí, en cualquier sitio, en su templo, en su gente, en las piedras, en el pozo cercano o en el pico alejado se percibe su hálito en la suave brisa y en el aroma de las flores silvestres.
Allí se revive, en lo más hondo, esta historia de amor que llena con esperanzas de futuro límpido el alma cubana.
Cita:
1. Fragmento de la Carta de Solicitud de los Veteranos de la Guerra de Independencia a S. S. Benedicto XV para que declarase a la Virgen de la Caridad del Cobre como Patrona de Cuba.
María de la Caridad Campistrous
Directora del Instituto Pastoral Enrique Pérez Serantes
Vive y trabaja en la Arquidiócesis de Santiago de Cuba.