Los cambios, el poder y yo

Por Jesuhadín Pérez
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El Estado, la sociedad, el mundo y yo. Las fuentes del conocimiento, los medios de información, la interpretación de esa información y yo. Los amigos, la familia, la experiencia acumulada y yo. Yo, yo, yo, un mundo que parece girar en torno a mí…

"Dicen que soy héroe, yo débil, tímido, casi insignificante, si siendo como soy hice lo que hice,
imagínense lo que pueden hacer todos ustedes juntos."
Mahatma Gandhi
Por Jesuhadín Pérez

Hilda Molina.

Hilda Molina.

El Estado, la sociedad, el mundo y yo. Las fuentes del conocimiento, los medios de información, la interpretación de esa información y yo. Los amigos, la familia, la experiencia acumulada y yo. Yo, yo, yo, un mundo que parece girar en torno a mí, y que conozco porque existo y porque tengo los recursos para conectarme a él y ser parte de su compleja armonía.
Vivo o estoy porque tengo conciencia de lo que soy y de lo que quiero ser y hacer, pero no solo concientizo lo que soy, sino que actúo para llegar a ser lo que deseo ser o lo que me conviene ser, según mi propio ideal de persona, y procedo porque una fuerza interior me permite hacerlo. Dirijo esta fuerza para tratar de conseguir lo que busco y moldeo lo moldeable para adecuar el medio y aprovechar sus fuerzas en beneficio de ese yo singular. Esa fuerza, ese poder para cambiar cosas, es apenas un destello en mi interior psicológico, y una chispa frente a la inmensidad natural y social que me rodea.
Cada quien tiene su pequeña partícula de energía atómica que usa para sobrevivir, para empujar las circunstancias en las que se desenvuelve en aras de un bienestar inmediato, circunstancial y global. Un bienestar, que si bien arranca del «yo interno», amplía su diapasón cuando incluye -en círculos concéntricos- un grupo de intereses que no son exclusivos de ese «yo primario», sino de nuevas figuras asociadas e integradas a nuestro magnetismo nuclear. Familia, amigos, compañeros de trabajo, conocidos u, hogar, terruño, patria, nación… Luego, con estas figuras aprehendidas al complejo mecanismo psicoafectivo, el surgimiento de nuevos intereses, nuevos antagonismos y la necesidad de influir sobre las cosas modificándolas, ajustándolas a las concepciones y necesidades de cada grupo concéntrico; a cada ideal de familia, de amigo, de compañero… o de nación.
Cada quien trata de torcer o ajustar la realidad cuando se manifiesta adversa. Si cortamos una rama que se atraviesa en el camino, si claveteamos la puerta porque se acerca una tormenta, si movemos una piedra para usarla como pedestal de una construcción, transformamos, ajustamos el medio para nuestro beneficio y según nuestras concepciones de seguridad y bienestar. Lo mismo sucede cuando callamos a nuestro oponente con un puñetazo sobre la mesa, cuando nos alejamos resueltamente de la persona que nos desagrada o cuando intentamos convencerla sobre la conveniencia -o no- de un determinado comportamiento. En todos estos ejemplos está presente esta fuerza interior, esa concientización de «lo que queremos» y «a dónde pretendemos llegar», partiendo del punto gravitatorio en el que nos encontramos. Es la fórmula simple del «queremos» y, seguidamente «hacemos para conseguir». Todos conocemos estas luchas y también conocemos las poderosas fuerzas que se nos oponen.
Esa fuerza interior inherente y personalísima se llama poder. No tenemos conciencia plena ni nos replanteamos -la mayoría de las veces- el misterio del poder. De nuestro propio poder. Es un asunto que existe independientemente de la filosofía y de los términos. Existe y le usamos todo el tiempo para vivir y permanecer en un medio, que no por civilizado, deja de resultarnos hostil.
Tenemos poder antes que razón. Cuando un niño llora, busca con su llanto que alguien lo alimente. Y obliga a hacerlo. Enseguida comprende que los 120 decibeles de un grito pueden tanto como el martillo de un juez. Y se sirve de ese poder a veces indiscriminadamente. Tenemos esa fuerza, tengamos o no conciencia de que la tenemos. Y la usamos.
El poder nace con la necesidad de conseguir algo o cambiarlo. Pero nace primero en la mente del hombre, materializándose solo después de haberse ejercido la acción. La necesidad de cambiar algo siempre existe. Porque el movimiento constante obliga al trasplante y la modificación. La modificación es necesaria para la acomodación del medio al individuo (o viceversa) y para el aumento de su bienestar. Siempre estamos cambiando pequeñas cosas y lo hacemos porque nosotros mismos proyectamos al exterior los movimientos latentes en nuestro interior cambiante.
La fuerza vive en cada uno de nosotros. El poder de cambiar cosas está presente y es muy poderoso cuando se combina con el poder existente en los demás. La suma de pequeños poderes convierte el propósito de cambiar, en una fuerza imparable. Muchos pequeños empujes mueven montañas. Pero el poder visto desde el individuo aislado, es débil. Una persona sola no puede cambiar demasiadas cosas, especialmente si estas cosas son inamovibles. Por eso el hombre cambió la soledad -su soledad- por la horda, que fue la primera manada de los hombres. Así marchamos -por la historia- de la mano de otros hombres uniendo intereses y aumentando nuestro poder para cambiar cosas… Después, “el genio no volvió a entrar en la botella”, y terminamos así, viviendo comprimidos en ciudades, que compartimentamos en departamentos con puerta y cerradura para salvar nuestra ilusión de independencia. Nuestro pingüe egoísmo. Pero siempre, esa puerta cerrada la preferimos cerca de la calle. De los hombres. Del resto de la humanidad. De la suma del poder ofrecido por los individuos que integran nuestra nueva manada.
Pero aun estando solos, somos poderosos. El uso del poder individual, débil y frágil frente a lo imposible, socava lo inamovible. Así el minero no puede derrumbar la montaña, pero debilita su base perforándola para extraerle el mineral. La montaña no cae pero cede su mena, su riqueza. Es el triunfo de lo pequeño. En cada piedra que se desprende hay una pequeña victoria. El poder existe dentro de cada individuo que puede con su pico desprender una roca, echarla fuera si no es útil o convertirla en algo bueno que mejore su vida. La transformación del medio es posible solo a través del ejercicio de este poder, del uso que seamos capaces de darle a nuestra fuerza, por pequeña que nos parezca.
Si miramos a nuestro alrededor siempre encontraremos algo que debe ser cambiado, porque estorba, porque no está en el lugar apropiado o porque ha dejado de cumplir la función para la que fue concebido. Entonces debe removerse. Y no es malo que este movimiento se haga. Incluso podríamos equivocarnos al escoger la hora, la forma y los recursos para lograrlo y aun así, la utilidad del cambio no sería desvirtuada. Porque los cambios son buenos y la fuerza que invertimos en ellos nunca se desperdicia.
Cada cambio es un reto. Y a cada cambio se le opondrá una conservadora fuerza anticambio. Y esa fuerza será proporcional al volumen de aquello que pretendamos cambiar. No es lo mismo mudar una silla, que mudar una casa. No es lo mismo cambiar al abogado que nos representa, que al presidente de la nación. Algunas cosas las haremos con nuestras propias manos, otras necesitaremos los instrumentos y métodos apropiados para poder removerlas.
Pero, ¿por dónde comienzan los cambios? Comienzan cuando tenemos conciencia que algo ha perdido su objeto y razón de ser. Su esencia de estar. Lo que los científicos llaman “funcionalidad de la cosa”. Entonces comprendemos que ese algo debe ser reformado, modificado o removido. El siguiente paso es valorar la fuerza que necesitamos para efectuar el cambio. Juzgar los métodos, discutirlos, socializarlos si es imposible ejecutarlos por nosotros mismos o si el cambio pretendido afecta una comunidad de intereses.
Hay que empezar pensando en primera persona. Porque el cambio ideal es el que surge de nuestro interior. De nuestra necesidad de evolucionar. Entonces hay que ejercer esa fuerza intrínseca para romper la inercia. Para vencer la resistencia y ejecutar el cambio. El resultado nunca llega si nos quedamos -de brazos cruzados- esperando que suceda el milagro. Todos llevamos un minero dentro. Todos tenemos un poder, una fortaleza interior capaz de socavar montañas. De transformar sus piedras dormidas en algo útil para nosotros y para los demás. Solo hay que ejercer esa fuerza. Tocar diana a nuestro poderío interior. Ser parte de la transformación, ser protagonista de esa acción que es indispensable para conseguir el objetivo. Para extinguir, para mudar, para transformar, para crear…
La fuerza de una idea, el poder de la necesidad de transformación ejercida desde muchos puntos independientes entre sí, pero ligados en un propósito, posee el empuje del vapor. Los intereses pueden variar con las aspiraciones de los individuos, pero el efecto del poder ejercido por una diversidad latente y consciente de su necesidad evolutiva, impone los ritmos del cambio. Determina los métodos, la velocidad y la eficacia del mismo.
Podemos lograr el cambio haciendo o no haciendo algo. Nuestra actitud, aparentemente negligente o remisa con la obligación impuesta para la preservación de lo que se pretende cambiar, puede empujar a la reforma. La desobediencia consciente no es negligencia sino resistencia. Se pretende un cambio oponiéndonos a la obligación de hacer, de proteger, de contribuir al sustento de aquello que no nos interesa sostener tal como está. Hay una intención de conseguir algo con el “no hacer”. En este caso no hacer se ha convertido en un hacer efectivo e irrenunciable. Muchos son los que hacen, no haciendo.
Entonces, una pregunta que se impone: ¿qué es lo que quisiéramos que cambiara y qué hacemos para conseguir que el fenómeno del cambio prospere?
Cuando lo que está mal es la cañería del baño nos apresuramos a efectuar las operaciones pertinentes, pero si lo que funciona mal es algo enormemente grande y complejo como la justicia social o el Estado de Derecho de la nación, ¿por qué no actuamos en correspondencia con nuestros principios, nuestro ideal de justicia y orden interior? ¡Ah, es que frente a estas cosas enormes nos sentimos pequeños e indefensos! Nuestro poder, nuestra histórica capacidad de cambiar las cosas se apoca frente a los vastos símbolos. El poder enquistado y conservático reconoce esta debilidad humana. Por eso, cuanto más débil está, más grande aparenta ser. Y se eleva por sobre nuestras cabezas alardosamente usando grandes pendones para promocionarse y aspavientosos recursos para reprimir y asustar las insignificantes fuerzas que llevamos dentro.
Pero la fuerza existe. Vive. Nuestro poder ejerce su influencia y se deja ver cuando empujamos con acciones concretas y claras, con conductas definidas y propuestas sólidas hacia dónde quisiéramos que fueran las cosas, o hacia dónde no quisiéramos que fueran. Cada quien a su modo, cada quien desde su espacio y con sus recursos, pero nunca dejar de ejercer esa fuerza, ese fulgor interior y contagioso hacia el cambio necesario. Hacia el nuevo lugar.
Yo, tú, él, nosotros… todos deseamos que esto o aquello cambie. Y todos tenemos una pequeñísima porción de poder para cambiar las cosas, ¿qué creen que pasará si nos decidimos a cambiarlas?

Jesuhadín Pérez  Valdés (1973)
Miembro fundador del Consejo de Redacción de la revista Convivencia.
Reside en Pinar del Río. Cuba.

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